Flores a mis muertos, de Paula Novoa. Cave Librum Editorial, Buenos Aires, 2021, 54 pág. |
Por Carlos Battilana
Los poemas de Paula Novoa se preguntan por la existencia de los muertos. Parece extraño este interrogante que sobrevuela el libro. Pero sí. ¿Cómo es que alguien con el que se ha tenido tanta intimidad, con el que se ha compartido intensamente una experiencia afectiva, de repente ya no está y, sin embargo, aún exista? Los poemas de Novoa responden que esos seres a quienes hemos acariciado, sentido y amado, con quienes hemos dialogado y nos hemos reído, siguen viviendo a la manera de la memoria proustiana. No es que estos poemas apelen a una visión sobrenatural ni tampoco a ninguna teoría de la trascendencia religiosa. Las acciones cotidianas -mínimas, microscópicas- se convierten en signos imperecederos que conectan la ausencia del ser amado con el presente, como si lo vivido se prolongara en el hecho mínimo de oler una fruta, de regar una planta o simplemente de cuidar unos gajos en una lata de duraznos. En su fragilidad, el universo botánico es un modo de convocar las formas efímeras del pasado: “Tomé un fruto, / padre, / lo acerqué a mi boca / y tu memoria se acuñó / en mi memoria”.
Uno de los poemas de Flores a mis muertos narra el instante previo a la expiración. El texto está dedicado a un amigo al que se ha querido mucho y refiere un ritual que la poeta denomina «la ceremonia de la muerte». No se trata de ninguna liturgia sobrecogedora ni de una congoja explícita. Los dos amigos sostienen los momentos finales hablando de cualquier cosa, estando en silencio, mirándose y compartiendo un cigarrillo. El silencio abrasa cada segundo como si fueran horas doradas. Esos hechos exiguos son los únicos posibles y se experimentan no como una tragedia sino como un don arrojado a la pequeña posteridad. Sin palabras grandilocuentes, sin pretender siquiera descifrar el secreto mejor guardado, sin decir necedades acerca de lo impensable, los amigos aguardan juntos el fin. Ese tiempo compartido postula la única certeza, la de que se intentó -como se pudo- honrar las horas de cada día.
Ya que la poeta no suele llevar «flores» a sus difuntos, nos preguntamos por la inclusión de ese vocablo en el título del libro. Las flores, transfiguradas en pequeñas miniaturas textuales, son un regalo para todos aquellos a quienes se evoca. Hay una analogía entre las flores y los poemas, como si escribirlos fuera un ramito depositado en la tumba del muerto. Y también hay otra analogía entre los seres extintos y la experiencia del amor trunco («la medida del amor»). La poeta -que narra una infancia tenazmente silenciosa- no gritó ni gritará su dolor hacia afuera. Aun así trata de meditar cada domingo, luego del trajín semanal, acerca del origen y la naturaleza del tormento. Las ausencias se agrandan pero se constata, como pequeñas materias del mundo -plantitas, racimos, tierra mojada- que lo bello fue posible, y quizás aún, en su súbita suspensión, pueda suceder otra vez: «Dormía la siesta / y vos leías en el comedor, / la puerta estaba entreabierta por el humo. // Me avisaste que nevaba, / nos quedamos en silencio / y por un rato olvidamos / el daño que nos habíamos hecho / la noche anterior».
Los poemas de Paula Novoa son breves; sus versos se escriben en un muro de piedra con un estilete y buscan decir lo necesario, reservándose a la manera de los icebergs una parte que debemos completar. Dos tipos de poemas componen este libro: por un lado, los poemas literales, que cuentan los hechos acontecidos con delicada precisión; por otro, los poemas que interrogan al misterio y se exponen a la incertidumbre. Este bello libro de Paula Novoa nos convence de que la poesía es una manera de situarse en el mundo. Y también nos persuade de que el cuerpo, en su caso, más que durar un periodo biológico determinado, prefiere verse afectado amorosamente por los días. De ese modo, vivir empieza a tener sentido.
***
Tres poemas de
Flores a mis muertos,
de Paula Novoa
Flores a mis muertos
Aunque no lleve flores a mis muertos,
intento recordar sus voces,
la textura de sus pieles,
busco los olores
que dejaron en mis cosas.
Olvidé en dónde están sus huesos,
qué parte de mí tocó sus carnes.
No sé quiénes habitan hoy sus casas.
Aunque no lleve flores a mis muertos,
hago rituales cotidianos,
como brotar gajos
en una lata de duraznos
y esperar.
*
Un fruto como la magdalena
Tomé un fruto, padre,
lo acerqué a mi boca
y tu memoria se acuñó
en mi memoria.
Tomé un fruto,
padre,
y su dulzor
me llevó a tu infancia.
Ahí,
en tu casa,
me senté a la mesa junto a tus hermanos,
probé el alimento de tu madre muerta,
y volví para ser tu hija.
*
Cementerio de animales
Debajo del nogal está
el cementerio de animales.
Dos niñas construyen
lápidas y coronas.
En un banquito
frente a las tumbas
rezan.
Ahí, aprenden
que la materia perece
y rezan.
Con las manitos juntas
y los ojos cerrados
rezan.
¿Esto es la muerte?
preguntan.
Sí, la muerte:
decenas de pequeñas tumbas al pie del nogal
y una plegaria.
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