martes, 22 de mayo de 2012

«Un poeta que merezca ese nombre tiene que tener su propio mundo»

Entrevista a José Cereijo


El poeta español José Cereijo.

por Fernando G. Toledo



«Intensidad, hondura y precisión son cualidades que me parecen ciertamente deseables», dice José Cereijo a modo de plan de su poesía. No ha de tomarse como un deseo frustrado: en efecto, la obra de este español nacido en Redondela (Pontevedra, 1957) es un verdadero espectáculo de lírica sin estridencias, pero capaz de llegar a lo más profundo.



El tono crepuscular de sus versos (volcados en los libros Límites, Las trampas del tiempo, La amistad silenciosa de la luna y Música para sueños), el suave recorrido conque cada palabra dice lo que ha de decir han hecho de Cereijo una de las voces más notables de la lírica española actual. Por eso, la aparición de la Antología personal, que selecciona poemas de todos sus libros y algunos relatos del volumen Apariencias (quiérase o no, de innegable pulso lírico), permite mirar en conjunto, aun parcialmente, el valor de sus textos.
Admirador de Borges, Kavafis, Gil de Biedma y Catulo, entre otros, Cereijo convoca en sus poemas lo mejor de todos ellos y de la tradición lírica universal, para acabar en una voz, igualmente, personal, decidida a hablar no de cosas excepcionales, sino de lo que desde siempre ha desvelado al hombre: la soledad, la vida y la muerte. De todo ello, en fin, habla en esta entrevista.

–Acaba de aparecer su Antología personal (Polibea, 2011), que reúne poemas de todos sus libros y algunos cuentos de su volumen de relatos. Suponemos que allí se vio obligado a tomar cierta distancia de sus textos para elegirlos casi como si no fueran propios. Fuera de si ello sucedió, ¿qué puede decirnos de su propia obra? ¿Coincide con algunas caracterizaciones que se han hecho de la misma, y con las que al menos quien esto pregunta, coincide: el tono elegíaco, el lirismo templado por un deliberado tono menor, la recurrencia de los grandes temas de la existencia?

–Lo que yo puedo decir acerca de mis propios textos es poco, y dudo que tenga particular interés. Los temas y los tonos se me imponen desde dentro, no son cosa que yo ande buscando especialmente; reconozco, eso sí, o creo hacerlo, los errores: si algo sirve o no sirve. Yo pienso que es así incluso en el caso de los poetas (siempre que de veras lo sean) que puedan parecernos más deliberados. Pessoa, por ejemplo, se inventó como es sabido varias personalidades, cada una con una definida voz poética; pero el modo en que, en la célebre carta a Adolfo Casais Monteiro, cuenta el origen de sus heterónimos, sugiere más algo que se le impone que algo que adopte deliberadamente. Las racionalizaciones, si las hay (como las hubo en su caso), vienen siempre después. Esa imposición de la que hablo no procede, en mi sentir, de ninguna instancia exterior a nosotros: es nuestra autenticidad no mediada (como sí tiende a estarlo nuestra personalidad consciente) lo que ahí se manifiesta. La Musa (bella ficción, por otra parte) es interior, como el dios de los estoicos. Y seguramente no merece menos respeto: en todo caso, sabe más que nosotros.


–La mencionada antología es un libro que, como usted reconoce, pudo llamarse Sapos de verdad, en honor a aquella frase de Marianne Moore que dice que el trabajo poético consiste en hacer «jardines imaginarios habitados por sapos reales». ¿Coinciden «poesía» y «verdad» en sus versos? ¿El José Cereijo que en ellos se muestra nos habla sin mediación de un interpósito personaje lírico?

–La verdad es que no me preocupa lo de expresarme o no a mí mismo en mis propios versos. La autenticidad en lo que se dice, que yo creo esencial, es cosa que se cumple mejor, a mi manera de ver, sin nuestra intervención consciente; de otro modo, el riesgo de que quien nos habla en el poema no sea real, sino un personaje inventado y (lo que es peor) inventado sin que ni siquiera nos demos cuenta de ello, es grande. A la hora de escribir, mi preocupación consciente es dar el mejor cuerpo posible al germen que tengo entre las manos: atender, por tanto, a las necesidades del poema, no a las mías particulares, que, sobre parecerme en ese momento muchísimo menos importantes, no pintan nada allí. Un poema no es ni una vitrina ni un pedestal para la exhibición de su autor. Y la forma, al menos en mi deseo, tampoco es una vestidura que pretenda añadir belleza, elegancia o estilo, sino algo crecido orgánicamente con lo que se dice, al modo de la propia piel. Que, por cierto, es la vestidura que, siendo la más ceñida, la más justa y propia, permite al mismo tiempo la mayor libertad.

–¿Cuáles fueron las lecturas que lo marcaron como poeta? O, mejor dicho, ¿la influencia de qué autores reconoce, fuera de que se vea o no en sus versos?

–Han sido muchas, y han ido cambiando con el tiempo. Mi primer gran deslumbramiento, hacia los 20 años, fue Baudelaire, leído en su original gracias a mi francés de colegio y a una edición bilingüe (muy mala, por cierto). Uno de esos casos, no raros a esta edad, en que se da una especie de posesión; aunque también, a la larga, pueda constituir una suerte de vacuna. Hoy no está entre mis favoritos, aunque reconozco su grandeza. Pessoa, Kavafis, Catulo, Dante, Borges, Cernuda o Jaime Gil de Biedma son otros nombres que se me ocurren, aunque sin duda serán docenas, y de la mayor parte ni siquiera soy consciente. Y, como tradiciones, la de mi propia lengua en primer lugar, naturalmente, y también la de lengua inglesa, que con los años ha sustituido a la francesa. Creo, de todos modos, que tiene razón Cernuda cuando dice aquello de que una influencia sólo puede obrar de veras sobre nosotros si estábamos ya secretamente preparados para ella.

Rituales de escritura  

–Sus poemas (desde Límites a Música para sueños) traslucen un cuidado extremo en la elección de las palabras, en la musicalidad de estas entre sí, en el trabajo de la métrica y a veces de la rima, como si sopesara cuidadosamente cada vocablo e intentara por sobre todo que sólo se plasme allí lo justo y quién sabe si lo necesario. ¿Cómo es su trabajo de composición de los versos? ¿Se produce en cualquier momento o dedica un espacio y un tiempo especiales para su escritura? ¿Hay rutinas o «rituales» en torno a esa escritura?

–Todo ese presunto cuidado es natural, y prácticamente inconsciente. Es producto de lo que uno lee, oye y ve, pero ya incorporado y convertido en sustancia propia. Cuando aparece la urgencia (o la necesidad, o el deseo) creadores, uno (al menos es así en mi caso) está demasiado pendiente de la voz interior y de sus exigencias para plantearse las cosas de un modo tan fríamente minucioso. Es cuando uno no escribe cuando ha de hacerse la parte mayor de ese trabajo. Por lo demás, es esa voz quien manda, así que hay poca oportunidad para buscar tiempos o lugares apropiados. Procuro, eso sí, que haya en torno mío tranquilidad y silencio suficientes para que no me distraigan otras ocupaciones. Y suelo tener puesta música (no alta, sólo para que acompañe) mientras escribo. Bach es mi favorito, aunque Mozart, Schubert, Brahms o incluso Beethoven también ayudan a veces. Creo, por cierto, que un poeta puede aprender no poco de la música, aunque todo lo aprendido necesite de una transposición. Y no conviene llevarlo demasiado lejos: Verlaine no tiene razón en pedir de la musique avant toute chose, error hijo de su tiempo en el que él mismo, por fortuna suya (y nuestra), no cayó casi nunca.



Todos los libros del autor español.

–Varios de esos poemas nos hablan del silencio, un silencio que se impondrá definitivamente, y hay otros en los que, a pesar de esa modesta certeza, el hecho de cantar parece irremediable, aunque vano. ¿La poesía, según usted, se hace y debe hacerse aun a sabiendas de su inutilidad?
 

–No sé si la poesía es o no inútil, o para qué pudiera o debiera ser útil. Quizá es necesaria, ya que, al menos, parece haber existido inevitablemente allí donde hay comunidades humanas. Para mí personalmente lo es; me ayuda (y no sólo, ni siquiera ante todo, la propia) a entender lo que siento y lo que pienso, y finalmente quién o qué soy. Hasta quienes se creen ajenos a ella aprecian, a través por ejemplo de las canciones, formas acaso (no siempre) menores, o incluso degradadas, de ella. Nos enseña a conocernos, como ya dije, y también a conocer lo que no somos nosotros, lo que nos es ajeno. Y, en la medida (grande, aunque no exclusiva) en que el pensamiento es verbal, nos enseña también a pensar, o al menos a formular mejor el propio pensamiento. Hay una verdad no desdeñable en lo de donner un sens plus pur aux mots de la tribu que dijera Mallarmé, aunque creo que por pur habría que entender también ahí cosas como «preciso» y «hondo». Son utilidades no menores, aunque sobrevenidas: no se canta con fines prácticos sino por afición, por gusto. Salvo en el caso del hechicero que pretende curar enfermedades o producir la lluvia; e incluso entonces, nuestra apreciación del conjuro se deberá más a su intensidad, belleza y adecuación humana, que a su dudosa eficacia mágica. La magia sin duda existe, pero es más íntima y menos calculable que todo eso.


Visión del mundo
–En Música para sueños, el volumen de poemas que antecede a esta antología, hay además de un estoicismo en sordina ante la finitud y lo efímero, algunas alusiones a muchas ausencias, una de ellas la de Dios (o dios, o dioses). ¿Qué podemos conocer acerca de su propia filosofía, en este u otros temas? ¿Cuál es su «visión del mundo»?
 

–Complicadísima pregunta, que veo imposible contestar en pocas palabras. Me considero un agnóstico que ve con respeto, y hasta con cierta envidia más o menos secreta, a quienes tienen fe. La actitud estoica es algo con lo que efectivamente tiendo a identificarme (cosa ésta, se supone, muy española), aunque no la veo como opuesta, por ejemplo, a la epicúrea, al menos tal como se la planteaba Pessoa, ni tampoco a la cristiana o, si se me apura, a la budista. Me inclino a pensar que entre una persona decente, o que procura serlo, y otra, hay más similitudes que diferencias esenciales, independientemente del credo que profese o crea profesar cada una. Tengo poca fe en las diversidades nacionales o partidistas, en cuanto acaban sirviendo (como ocurre tantas veces) para excluir o menospreciar a quien no es de los nuestros. Esa necesidad de refugiarse en el grupo me parece infantilmente absurda. Lo único real es el individuo. Y tomados así, de uno en uno, los hombres todos (con excepciones, que también las hay) me parecen bastante tratables, y con más, y más decisivas, similitudes que diferencias. También es verdad que tiendo a no esperar demasiado de ellos (ni, por cierto, de mí mismo). Pero eso es sensatez más que creencia. Y algo que la realidad desmiente no pocas veces, para bien y para mal. Creo que Martí tiene razón cuando dice que «se ha de tener fe en lo mejor del hombre, y desconfiar de lo peor de él». Sin esa fe y esa desconfianza (también, y en primer lugar, hacia nosotros mismos) me parece muy difícil o imposible escribir algo que valga la pena.

–A pesar de que el poeta suele escribir una letra escrita para que sea leída, hay oportunidades en que puede leer en voz alta sus propios poemas, ante un público que lo escuche. ¿Cómo resultan para usted esas experiencias (ya que sabemos por algunas crónicas de su cuidadoso uso de la voz y el dato de que, más que leer los poemas, usted los recita de memoria)?
 

–No sé bien qué pueda significar en mi caso lo del «uso cuidadoso» de mi propia voz; sólo trato, cuando leo en público, de transmitir lo mejor que sé lo que los versos dicen, y la emoción que los inspiró. Un poema no puede leerse como una lista de la compra o como un discurso; no es cosa ni informativa ni oratoria. Tampoco me gusta el énfasis: al poema le basta, o debe bastarle, su entonación propia, sin subrayados innecesarios. Lo que dice de la memoria es cierto, pero no se debe a ninguna táctica preconcebida, sino al simple hecho de que, de tanto considerarlos en la imaginación mientras los escribo, y aun después, suelo acabar aprendiéndomelos. Por lo demás, me gusta leer en público; creo que la poesía es, mucho más que otras formas literarias, una expresión oral, y me parece natural y hasta necesario decirse uno mismo los poemas propios, e incluso los ajenos. Yo me sé de memoria unas cuantas decenas, a fuerza (como con los míos) de interesarme en ellos y repetírmelos.

Poesía a dos orillas
–¿Cree que hay una corriente clara y dominante en la poesía española contemporánea?
 

–No me considero un crítico, aunque haya publicado reseñas de libros o artículos de tema literario. Dicho esto, mi opinión es que estamos más bien en una época de transición, en que el posible dominio hace unos años de la que aquí se llamó «poesía de la experiencia» (de factura realista y temática próxima a lo cotidiano) ha remitido bastante, sin que se vea una sucesión clara. He de decir que no me parece mal; cada vez creo menos en las «escuelas», que me resultan cosa de adolescentes o facilidad para estudiosos. Un poeta que merezca ese nombre tiene que tener su propio mundo, y encontrar su propia voz para contarlo. Incluso si parte de una escuela, ha de dejarla atrás para ir a alguna parte.

–¿Conoce a algunos poetas de los que están escribiendo actualmente en la Argentina? ¿Cuál es su visión, a partir de ello, de la poesía contemporánea de nuestro país?
 

–Nada me costaría, pienso, buscar en internet y dar una respuesta que me hiciera pasar por conocedor. No me parece, sin embargo, ni justo ni sensato. La verdad es que he leído a algunos de los clásicos (José Hernández o Borges son relecturas preferidas, por ejemplo; a este último le tengo quizá por el mayor escritor en español del siglo XX), pero mi conocimiento de la poesía argentina actual es solamente ocasional y precario, y desde luego insuficiente para dar una opinión de conjunto mínimamente fundada. No creo que sea limitación mía particular (ojalá lo fuera), sino producto de una situación de hecho en que, por falta de circulación normal de la poesía que se escribe en español fuera del ámbito nacional propio, estamos reducidos, aparte de unos pocos especialistas, a ese conocimiento precario. En este sentido, me temo que falta muchísimo por hacer, y que los países de lengua española son todavía demasiado extranjeros unos respecto de otros (aunque seguramente menos los hispanoamericanos entre sí que con respecto a España, o viceversa; cosa por otra parte lógica). Quizá, no lo sé, internet sea ahí una ayuda, o pueda llegar a serlo. No quito valor a iniciativas como la colaboración de las Academias o el Premio Cervantes (del que, por cierto, debiera haber desaparecido ya, o mejor no haber existido nunca, esa ley no escrita que quiere que un año se dé a un escritor español y otro a un hispanoamericano, equiparando así absurdamente a una décima parte de los hablantes, la española, con las nueve restantes). Pero no bastan. Las publicaciones, antológicas o exentas, de poesía actual que son normales en cada país, debieran circular en los otros con una habitualidad que hoy falta (hay iniciativas aisladas, y mi propia editorial, Pre-Textos, es ejemplar en ese sentido), así como también la consideración crítica informada y al día.    

Otro retrato del poeta español José Cereijo.

–¿Está preparando algún nuevo volumen de poemas o de cuentos? ¿Qué características tendrán?
 

–Nunca hago planes previos para un libro; de hecho, ni siquiera escribo libros, sino poemas que luego acaban (tras una selección, tan rigurosa como yo sea capaz) juntándose en un libro, por ser el producto de un período de escritura que puede estar separado del anterior o el siguiente incluso por varios años. En este sentido, lo que pueda haber de desarrollo o crecimiento (ojalá) de un libro a otro es, si existe, natural, orgánico, no deliberado. Tengo un libro nuevo de poemas, aún inédito (probablemente aparezca el año que viene), y no creo que temática o formalmente se distancie mucho de los anteriores, salvo en la medida en que yo soy otro que el que los escribió. Quizá sólo porque el uso del metro tiende a ser más flexible: ellos lo quisieron, no yo. Hay aquí un riesgo, del que soy consciente: el de la repetición, el de abandonarse, aun sin quererlo, a una facilidad adquirida o a la costumbre. Cada libro debería idealmente ser el primero, ya que de hecho lo es: la persona que lo escribe, como decía, es otra. Por otro lado, también esos libros anteriores son, a su manera, experiencias de las que uno trata de aprender, o al menos de intentarlo, aunque sólo sea para evitar los errores ya cometidos.

 

 
 

Cereijo en primera persona (*)

Nací en Redondela (un pueblo de la provincia de Pontevedra, en Galicia) en 1957, aunque vivo en Madrid desde 1968. He publicado hasta la fecha cinco libros, cuatro de poemas y uno de relatos breves, más la antología aparecida últimamente. Me gané la vida durante muchos años (desde los 15) trabajando en un Banco; en la actualidad, y desde hace varios, no tengo otra ocupación, digamos, «profesional», que el escribir. Mi afición mayor es la lectura; suelo decir, con convicción sólo ligeramente irónica, que no me considero un escritor, sino un lector que, de vez en cuando, escribe. Me atraen también otras formas de arte, la música seguramente en primer lugar. Y la contemplación de la naturaleza, sin excluir la ciudadana (quizá habría que decir mejor «la realidad», ya que no descarto por principio lo artificial), me es siempre grata y, así lo espero, formativa. Me gusta la lentitud, y aprender de las cosas su propio ritmo más que imponerles el mío. Y, al modo de Machado, soy un escéptico de mi mismo pensamiento, en tanto no me aferro a él; lo juzgo siempre provisional y mejorable. Tampoco, en ese sentido, me considero un poeta, sino sólo un aprendiz; y creo de veras que así lo pensaré siempre. En todo caso, la afición viva y la consideración pequeña (y hasta un tanto humorística) de uno mismo que son propias del aprendizaje, me parecen sumamente útiles. 



José Cereijo
(*) Especial para El Desaguadero 





Poemas de José Cereijo



Triste rosa


La triste rosa ha abierto esta mañana sus pétalos al beso, para ella mortal, del aire y de la luz.
Al borde de un abismo prodiga su belleza, esa defensa inútil,
como si, al revés de nosotros, no buscara con ser la salvación (y aun la desdeñase ocultamente),
sino una justificación más honda, y de otro orden. ¿Morirá porque debe? –No, no es verdad, no la defiende su belleza,
que sólo hace más triste su final. Es en otro lugar donde es invulnerable (pero, ¿cómo entenderlo?):
allí, en aquello que hace de su muerte, de su vida tan breve, un destino, en sí mismo.



(de Límites, 1994)


Ese día

Hoy pienso en ese día, que será como tantos

–voraz, suplementario, azul, indiferente–,
y en el que una vez más, pero ya no habrá otra,
mis ojos, mis oídos, recobrarán el mundo. 

Y quizá me despierte sin sorpresa, ignorando

que es por última vez, que ya no quedan sueños;
que el tiempo, del que son formas todas las cosas,
ha decidido descartar la mía.

En mis ojos abiertos se ahogarán los pájaros,

los hombres, las estrellas, la luz que los inventa;
colérico, el futuro desgarrará su engaño,

como un telón pintado, revelando el vacío.

Y mi ser, vaso inútil en manos de un enfermo,
rodará silencioso a estrellarse en la nada.


Nunca

Nunca dormí en tus brazos.
Nunca me desperté de madrugada y vi el armario, la ventana, los libros,
o escuché el ruido de las cañerías, los pasos solitarios en la calle,
y pensé, incrédulo, que, puesto que todo aquello era real,
tú también debías serlo.
No supe a qué sabían tus labios, o tu risa.
No te vi desnudarte.
No supe ni sabré jamás cómo tus ojos, en el acto del amor, incendiaban la noche.
Esa ausencia es, lo sé bien, una mutilación irremediable;
es un triste muñón, que llevaré conmigo hasta la muerte.
También es, a su modo, forma y prueba de amor, de lúcido y humillado amor,
de devastado y verdadero amor, que ofrezco a tu recuerdo.


(de Las trampas del tiempo, 1999)



I


Adónde miran

los ojos de los muertos
tan fijamente.


XX


A mis recuerdos

les pregunté por ti.
Aún discuten.


LVII


Guarda en su alma

un lugar para Dios,
aunque no exista.


(de La amistad silenciosa de la luna, 2003) 


El amante recuerda


No todo lo he perdido. Queda tu nombre. Queda
la hondura del silencio después de pronunciarlo.

Queda lo que no pasa, ni puede pasar nunca:
lo que nunca ha pasado.



Testamento

Este profundo azul del cielo en primavera,
el canto de los pájaros, el rumor de los sueños,
el amor de los libros, siempre correspondido,
el silencio del alba,
el de mi corazón, algunas veces,
las horas que hacen dulce, secreta la memoria:
es todo para ella.

Todo para la muerte, que me ha querido tanto.



Armónico murmullo...


Armónico murmullo de las hojas

en el aire tranquilo de la tarde,
agudo y leve canto de los pájaros,
pequeñas, palpitantes flechas vivas;

aroma silencioso de las flores,

hondura transparente del crepúsculo.
Escucha, siente, mira, goza, aprende:
todo esto tiene que morir, y canta.



(de Música para sueños, 2007)



Una de las razones…


Una de las razones
que hacen grato el silencio, a cierta edad,
es que es el ámbito de los que se fueron.
Su voz, íntima y tenue, no puede oírse
en mitad del ruido continuo de las cosas; que, además,
es abusivo e irrespetuoso
para la calma, la soñadora delicadeza
en que les gusta vivir. (Quizá no se han repuesto
del todo de la muerte;
quizá uno no se repone nunca de algo así).
En cualquier caso, el silencio es su patria.
Es allí, sin palabras, donde uno puede tener
la esperanza de encontrarlos. Y vale la pena. Son una compañía
paciente y comprensiva,
y saben mucho, muchísimo (la muerte
es una gran escuela). Su visita
nos deja serenamente enriquecidos, aunque a veces
no sepamos muy bien cómo. (No importa).
Uno se acostumbra a distinguir
a quienes están habituados a ese trato; hay en ellos
esa misma delicadeza, esa sabiduría,
que sólo en él pueden aprenderse. Hasta el punto
de que las otras compañías se nos hacen, a veces,
algo superficiales. Es como si no hubieran aprendido
a darse cuenta, aún, de ciertas cosas.

(del libro inédito Los dones del otoño)

domingo, 13 de mayo de 2012

La historia de Espacios naturales, de Paula Jiménez




 (Especial para El Desaguadero)


               
Una mañana tenía que ir al CGP barrial (Centro de Gestión y Participación Comunal) de la zona de Villa Crespo, donde viví algunos años, y para eso crucé a pie el Parque Centenario. Fue a los pocos días de haberme separado. Estaba hecha una piltrafa, lloraba mientras caminaba, un desastre. Cuando pasé frente al monumento a la bandera, tomé conciencia de algo que había estado observando en el camino mientras me caían las lágrimas: la primavera. Su llegada traía hojas nuevamente a las ramas peladas del invierno. Volvía a haber verde y el ciclo arrancaba otra vez. Algo que había leído de mil maneras, visto en películas, en pinturas, en fotografías, vivido constantemente durante treintipico de años, pero que, sin embargo, era la primera vez que sentía como una experiencia directa. Fue una especie de epifanía ese pensamiento, una revelación a partir de la cual algo comenzó a sanar. Y tuve de pronto la necesidad imperiosa de hacer algo con eso que ahora sabía. Llevaba un cuaderno y una lapicera, me senté en los escaloncitos del monumento y el poema empezó a hacerse, a hacerse solo. Desde mi corazón, pero solo. Cuando terminé de escribirlo sentí un alivio y una urgencia de seguir con nuevos versos; tuve, de pronto, la certeza de haber encontrado una vía por la cual expiar mi sufrimiento, transformar esa suerte de autorreproche rumiante que no me dejaba comer, dormir, vivir, en otra cosa. Qué suerte tenemos los poetas, pensé entonces y también lo pienso ahora, poder recurrir a ese pase mágico de la tinta que convierte el veneno en medicina, en belleza la amargura. 
 
Unos días después me cité con una amiga en un café y le mostré lo que había escrito. Puse sobre la mesa el original que acababa de imprimir en un cyber de Palermo, a interlineado simple, recuerdo, con letras Times New Roman, oscurísimas. Ella lo leyó y se mostró conmovida. «Es muy hermoso», me dijo. Y como yo valoraba mucho su criterio, comenzó para mí una segunda parte del asunto: tomar confianza en que esas palabras eran realmente un poema. Y así me apareció, sorpresivamente, la preocupación por el logro formal que hasta el momento había quedado en segundo plano. Ahora, había que destronar a la emoción, esa reina, y someterla al trabajo de la obrera. Había que corregir, identificar un espíritu, un lenguaje, una cadencia, la música. Con eso que fui encontrando escribí un segundo poema y después un tercero y todos los que vinieron después, pero ninguno fue tan honesto y profundo como el primero. Este fue el modo en que nació mi libro Espacios naturales

Al tiempo de aquel episodio del monumento, una amiga me aconsejó que me separara más seguido para que me salieran más poemas. Pero no sé si me convence la ecuación dolor-poesía. Creo que no, aunque sí adhiero a algo: para entrar completamente en la escritura de un poema, una emoción tiene que guiarme y si no, no pasa demasiado. No pasa demasiado si la resistencia o el control no me dejan caer en los versos totalmente. Hay una diferencia enorme entre esos poemas que surgen de modo inevitable y los otros, los que asocio al exagrama 22 del I Ching, que habla de cierta actitud «agraciada» y superficial, a veces útil para transitar, pero que no toca el fondo de las cosas. Algo muy lejano a la satisfacción que se experimenta al escribir unos versos que, al menos por un instante, consiguen hacernos vaciar el corazón de sus cargas. 

Por último, quisiera agregar algo: que el tópico de esta serie de poemas se concentrara en los detalles de la naturaleza, en los árboles y las hojas de aquella primavera incipiente, y no en mí, fue un verdadero descanso. Disolverme en la mirada, olvidarme de mis asuntos, al menos por un rato. Y repetiré lo que ya dije, porque escribir es una bendición que no me canso de agradecer: qué suerte tenemos los poetas, dios mío. Qué suerte.   







Espacios naturales
Para olvidarme de ti
Voy a cultivar la tierra

Violeta Parra

El fuego enlaza la ramita y desenlaza
el halo que se va, su cola tornasol al disiparse
o baja y prende en lo cercano.
Todo sigue su ritmo natural,
enlace y desenlace llegan juntos,
se van al mismo tiempo.
El fuego como el ojo
del huracán, observo,
es un centro que repta, se desplaza
y en su camino alumbra
lo que quema.
Crepita la madera murmurando
su queja y no obstante
acepta este momento, se despide.
Me dijo volveré, seré cenizas.
Vuela, se mete en la nariz
de mi gato que estornuda,
él sacude su trompa y en las ramas
los pájaros escuchan la advertencia,
revoloteo de plumas en huida
o escondite en el barro
de sus nidos.
Todo sigue su ritmo natural
la mezcla del azar, la biología
y una pequeña parte de intención
que no sirvió de nada.
El polvo dice es tan fácil caer.
Y todas las partículas son una
hablan al mismo tiempo
como un coro de grillos
que en la noche imitan el silencio.
No tengas miedo, dice, no hay temor
alguno en el amor por eso el fuego
bendice lo que quema, la lluvia lo que inunda.
Y todo sigue su ritmo natural.
No hay historia ni hay hechos,
oxígeno convertido en fuego
materia en aire puro
permanente desenlace y salvo
los sauces inclinados sobre el río,
nada llora.


Paula Jiménez, en Espacios Naturales (Bajo la luna, 2009)

miércoles, 2 de mayo de 2012

Un acento tan solo






Como los paisajes, como las personas, como el curso de los ríos, el habla cambia y también la manera de escribir. Casi siempre esto sucede de manera imperceptible y otras, por contrapartida, un temblor abre una hondonada, un temporal desvía los arroyos o una decisión de la RAE dice que, de pronto, una tilde deja de usarse.
A fines de 2010 y a través del Diccionario Panhispánico de Dudas, la Real Academia Española dio a conocer la supresión de numerosas tildes y tildes diacríticas. Estas últimas son los acentos que se colocan para evitar la confusión entre dos palabras que suenan igual: por el ejemplo, el como que se refiere al verbo comer o al adverbio de modo, del cómo usado como adverbio interrogativo.
Así fue que, de golpe, las lecciones bien aprendidas sobre muchas palabras que debían usarse con tilde para evitar confusión, terminaron en el arcón de las cosas viejas. De pronto, guion, frio o truhan pasaron a ser monosílabos y, por tanto, se quedaron sin acento ortográfico. De repente, aquel dejó de tildarse y ahora da lo mismo que hablemos de aquel hombre (como adjetivo) o, directa y sobriamente, de aquel (como sustantivo).
Pero uno de los cambios que mayor polémica provocó fue la sugerencia [1] de la supresión de la tilde en solo. Para la RAE, dejaría de ser necesario aclarar, cuando decimos, «el hombre solo espera», si estamos hablando de la soledad del hombre o de lo único que le queda a ese pobre hombre por hacer. 

En una justificación, para quien esto firma, lindante con lo ridículo, el Diccionario Panhispánico se refiere al asunto así: 

«Las posibles ambigüedades pueden resolverse casi siempre por el propio contexto comunicativo (lingüístico o extralingüístico), en función del cual solo suele ser admisible una de las dos opciones interpretativas». 

La apelación a ese «contexto» resulta algo curioso, pues, ¿qué pasa si no existe tal contexto? Y es que en nuestra maravillosa lengua escrita, que tiene entre sus hermosos rasgos tanto la ñ como las tildes en general (y las diacríticas en particular), se debería poder escribir simplemente: «el hombre sólo espera». Al menos, para no estar obligados, como en el inglés, a distinguir entre «the lonely man waits» y «the man that only waits», sabiendo que con un golpe de muñeca menos brusco, y tan sutil como una mancha breve por encima de la «o», nos es posible distinguir un adverbio de un adjetivo. 
Lo ridículo de aquel argumento, igualmente, no se compara con otro de los vertidos por el equipo de Ortografía de la RAE (y apoyado por algunos artículos): el hecho de que al acentuar el adverbio «sólo» se violaba la regla de acentuación que rige las palabras graves. ¿Puede alguien creer que tal observación provenga de la Academia de la Lengua, cuando el caso tratado, justamente, es el de las tildes diacríticas, esto es, las tildes que se colocan no por razones ortográficas sino para distinguir una palabra de otra? Si se hiciera caso a este argumento, entonces también debería dejar de tildarse el «cómo» interrogativo, por ejemplo, o el «cuándo», ya que ambas son palabras graves terminadas en vocal [2].


Poesía, ambigüedad y precisión

 
Si uno lo piensa, el argumento usado para justificar la supresión de la tilde significa un desprecio del aprovechamiento que la poesía puede hacer del adorado acento. Es quizá la poesía la que puede probar que una mera tilde suprimida convierte a esta lengua en una lengua menos rica. Por caso, en este haiku que aquí improviso:

Ya nada tiene
El que solo te espera
En el andén.

Sería interesante conocer la consideración de la RAE acerca de un caso como este. En ningún punto es posible resolver la ambigüedad aquí, y, ciertamente, contra lo que dice en su «argumentación» la Academia, tampoco es posible saber con certeza cuál de las dos opciones interpretativas es la válida. Tampoco es cuestión de utilizar otro giro verbal, ya que no nos olvidemos de que eso iría contra la métrica (cosa que probablemente el equipo ortográfico de la RAE desconozca). Por supuesto, en algunos casos la ambigüedad puede darle al poema el a veces dulce sabor de la incertidumbre, pero también es cierto que dicha indeterminación no tiene por qué ser impuesta por la amputación de un recurso que lo evitaba con efectividad y sencillez.

Los rebeldes

 
Esta queja no es una excentricidad de un poeta o de un periodista rebelde que escribe en una provincia tan lejos de Madrid. De hecho, la Academia Mexicana de la Lengua se ha opuesto de manera oficial a la supresión de la tilde: los casos de sólo y de solo, dice ese organismo, son los de dos categorías gramaticales distintas. Incluso, los mexicanos dejan ver su enojo y rechazan que la RAE apele a distintas «autoridades de la lengua» para apoyar su decisión: «existen varios académicos, escritores, lingüistas, intelectuales destacados, etcétera, que mantienen su uso y que pueden considerarse igualmente acreditados», afirman desde el país americano. Así que, por tanto, aseguran, «el mantenimiento de la regla ortográfica del acento diacrítico en el adverbio sólo y en los pronombres demostrativos es una herramienta que, junto con las grafías, por ejemplo, permite entender que dos palabras pueden tener igual forma pero distinta función o significado. En este sentido, la tilde es una marca clara y un recurso para la enseñanza de la lengua y de las distintas funciones gramaticales».
Lo cierto es que si la RAE avanza y da el paso de hacer obligatoria la supresión, se ahondará en el error. Por eso creo es necesario imponer su uso, esto es, seguir no sólo utilizando la tilde en el adverbio, sino difundir ese uso y defenderlo, de modo que por razones de recurrencia sea necesario mantenerla. Ya sabemos que cuando se decide destildar una palabra es como cuando se decide un dogma en un Concilio católico. Y así, quizá, sea más fácil que cambie el curso de un río antes que un académico de la lengua sólo ponga una tilde. O ponga una tilde solo.


Notas


[1] Es notable cómo numerosos artículos periodísticos han difundido erróneamente que este caso también era una nueva ley obligatoria. Pero ello sorprende menos que el hecho de que algunos lingüistas asuman esa obligatoriedad, cuando el texto de la RAE es muy claro al distinguir entre la sugerencia de dejar de acentuar el sólo y, por ejemplo, la obligatoriedad de dejar de acentuar otras palabras.


[2] Otros casos que tampoco cumplen, por supuesto, la ley de acentuación general son, entre otros muchos: adónde, quién, más, aún, cuánto.







Poemas que quieren su tilde 
(para usarla o no)

Soneto

Ya llena de sí solo la litera
Matón, que apenas anteyer hacía
(flaco y magro malsín) sombra, y cabía,
sobrando sitio, en una ratonera.

Hoy, mal introducida con la esfera
su casa, al sol los pasos le desvía,
y es tropezón de estrellas; y algún día,
si fuera más capaz, pocilga fuera.

Cuando a todos pidió, le conocimos;
no nos conoce cuando a todos toma;
y hoy dejamos de ser lo que ayer dimos.

Sóbrale tanto cuanto falta a Roma;
y no nos puede ver, porque le vimos:
lo que fue esconde; lo que usurpa asoma.

Francisco de Quevedo




Altura y pelos


¿Quién no tiene su vestido azul?
¿Quién no almuerza y no toma el tranvía,
con su cigarrillo contratado y su dolor de bolsillo?
¡Yo que tan sólo he nacido!
¡Yo que tan sólo he nacido!

¿Quién no escribe una carta?
¿Quién no habla de un asunto muy importante,
muriendo de costumbre y llorando de oído?
¡Yo que solamente he nacido!
¡Yo que solamente he nacido!

¿Quién no se llama Carlos o cualquier otra cosa?
¿Quién al gato no dice gato gato?
¡Ay, yo que sólo he nacido solamente!
¡Ay! ¡yo que sólo he nacido solamente!

César Vallejo






1964 (II)

Ya no seré feliz. Tal vez no importa.
Hay tantas otras cosas en el mundo;
un instante cualquiera es más profundo
y diverso que el mar. La vida es corta

y aunque las horas son tan largas, una
oscura maravilla nos acecha,
la muerte, ese otro mar, esa otra flecha
que nos libra del sol y de la luna

y del amor. La dicha que me diste
y me quitaste debe ser borrada;
lo que era todo tiene que ser nada.

Sólo me queda el goce de estar triste,
esa vana costumbre que me inclina
al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina.

Jorge Luis Borges





Certezas

A ver cómo es.
Estaba quieta la inquietud por una vez.
La desazón en sazón y
¡cómo se parecía el mundo a Gerarda
envuelta en sensaciones de encaje!
Las palabras chocan contra la tarde y no la descomponen.

La furia no me deja solo conmigo.
Habrá que recortar la sombra militar.
¡Camaradas especialistas en esperar cansancios:
apaguen el amor dudoso
que baja humilde y despacito!

¡Hasta el revés del cosmos morirá!

Juan Gelman