lunes, 31 de julio de 2017

La historia de un poema de Eduardo Espósito





por Eduardo Espósito (*)
Especial para El Desaguadero

La casa de al lado quedó deshabitada y silenciosa por muchos años, a causa de las frecuentes inundaciones que asolaban a Paso del Rey, mi pueblo de la infancia. Solíamos jugar en ella desde muy chicos, especialmente en los veranos, sorteando un paredón, deslizándonos entre pastos altísimos, arrebatando las mandarinas sin dueño que crecían junto a la higuera.

Ya en mi adolescencia, dos familias jóvenes  -muy hippies ellos- llegaron para volver a darle vida. Pintaron, revocaron y cortaron el pasto. También comenzaron a sembrar en esa tierra  presuntamente virgen. Desde el alambrado, yo vi crecer zapallos, calabazas, tomates, habas, y unas plantitas que hasta ese entonces nunca había visto siquiera. Luego me enteré que no eran para infusión precisamente. Disfruté mucho de su breve vecindad, en especial, cuando desde la ventana de mi dormitorio escuché alelado a David Lebon cantar «Hombre de mala sangre». Y es que hablo de una época complicada para nosotros, los amantes del rock nacional. Sólo había por aquel entonces dos emisoras de radio -capitalinas por cierto- que transmitían a Pescado Rabioso, Sui Generis, Manal, más las delicias del rock sinfónico inglés con Yes, Pink Floyd, ELP y otros monstruos. Encontrar gente con gustos musicales afines era estar en la gloria. 
                                                                      
Pero justo cuando comenzábamos a intercambiar nuestros discos y los libros de la colección Minotauro, y a disfrutar de algunos humos juntos, se fueron, tan rápido como habían venido. La casa se había vendido de un día para el otro. Esta vez, un matrimonio mayor comenzó a verse y oírse en las mañanas. La señora –Lidia- comenzó a invadir el espacio aéreo de mi patio con música clásica, su marido Bogdan, un bielorruso al que le decíamos Carlos, porque así lo llamaba ella, prefería cantar tangos.

Ávida de conocimientos, interesada en todo lo que fuese cultura, Lidia comenzó a preguntarme, a los pocos días de instalados en su nueva casa, qué era esa música que yo escuchaba. Le habían llamado la atención Pink Floyd y Rick Wakeman, para mi satisfacción. Por esos días, le comenté que algunos de sus discos clásicos me parecían muy buenos, y claro, sin gran conocimiento yo había estado elogiando a Beethoven y Tchaikowski, nada menos.

Pasaron algunos años, en los que Lidia me obsequiaba pilas de suplementos culturales, especialmente de poesía, dado que se enteró de que yo garabateaba algunos textos y se ensamblaron mejor nuestras conversaciones. Llegó 1982, me fui a vivir a Gral. Roca, Río Negro, llevé conmigo un regalo que atesoré en mi estadía patagónica. Sabiendo que partía al sur, Lidia me regaló un long play con la «Sonata a Kreutzer» de Beethoven. Un disparador que me acercó definitivamente a los clásicos, claro que sin olvidarme de mi amadísimo rock. 

En 1991, regresé a Paso del Rey, a la casa de mi infancia. Lidia, bastante mayor ya, se puso muy contenta. Seguramente le gustó retomar ciertas charlas que no sabía compartir con su marido. No me animé a decirle que mis discos –incluida la sonata- habían quedado en Río Negro, luego de mi divorcio.

Y así siguieron pasando los años, con afectos y obsequios de ambas partes. La vecina comenzó a utilizar un bastón, pero siguió activa mientras pudo, no sin un cierto donaire a pesar de su nueva y penosa enfermedad. El poema «Le gustaba Beethoven» fue escrito al día siguiente de su fallecimiento. No pude evitarlo. Simplemente salió. Tiene una particularidad: es el único poema fechado, de los tantos que compuse. Cuando lo lean, de seguro comprenderán el motivo.

Existe, debo reconocerlo, una cierta conexión especial con el público, cuando lo leo en algún recital. Supongo que a mí me ocurre lo mismo con ciertos poemas de otros autores. Creo entender el porqué. Habiendo un buen manejo del lenguaje en un poema, lo que el lector u oyente atentos perciben es, a mi parecer, la autenticidad, la carencia de golpes bajos, de artificios. Esto es impagable, porque allí está la verdadera Poesía, esa madre superadora que nos sigue arropando ante las inclemencias del sistema.

***



LE GUSTABA BEETHOVEN

Ayer nevó en Bs. As. Después de 89 años
También ayer falleció Lidia la vecina
después de 85
Eventos que no ocurren a menudo
como ases en la manga salen a la luz
Dos buenas jugarretas del destino
un extraño combo inesperado
Si no viajo pienso
no veré la nieve nuevamente
si no muero no veré a Lidia como ayer
Lo cierto es que nada garantiza
que si viajo en Bariloche habrá nevado
que si muero iré a tomar el té con la vecina
o a escuchar a Beethoven
tocarle un solo de arpa
La nieve comienza a disolverse igual que Lidia
y yo sentado frente al mar de lo ya escrito
me abrigo bien en mi afán de perdurar.

10/7/07

De “Quilombario”. Ediciones Amaru (2008)

 *Eduardo Espósito (Argentina, 1956) Ha publicado. El niño que jugaba a ser Rayo. Bs. As.: El Francotirador, 1992; Violín en bolsa. Bs. As.: El Francotirador, 1995. Una novia para King Kong. Bs. As.: Amaru, 2005, Quilombario. Bs. As.: Amaru 2008, Las Puertas de Tannhäuser. Bs. As.: El mono Armado, 2011. Participó en varias antologías, destacándose entre ellas Poesía en el subte. Bs. As.: de la Flor, 1999.Coordina desde 1996 el taller de escritura de la Dirección de Cultura de la ciudad de Moreno, y a partir de 2001, desempeña igual actividad en el taller literario “Elementales Leches” de la ciudad de Gral. Rodríguez, Argentina.


                                                                             









lunes, 10 de julio de 2017

Poemas ante la amenaza del Tiempo

Ánima cruda, de Horacio Castillo (h). El Mono Armado, 2016.

por Fernando G. Toledo

En esa acuciante película que es Cabo de miedo (Cape Fear, 1991), de Martin Scorsese, el terrible montañés Max Cady sale de la cárcel decidido a vengarse de su abogado, Sam Bowden, quien no ha hecho bien el trabajo de defenderlo para evitar su condena.

Pero el procedimiento de Cady (interpretado en esta versión por Robert De Niro) es singular: no se trata sólo de ejecutar su venganza, no. Antes será necesario anunciarla, establecer un plazo no inmediato y luego advertirle a su víctima que el reloj está corriendo y él siempre estará allí para recordar que su amenaza está vigente.

En Ánima cruda (El Mono Armado, 2016), el poeta Horacio Castillo (h) construye un libro de poemas reconcentrados, contundentes, de una rara perfección, para poner en versos la denuncia de una amenaza similar a la de Cady, emprendida con la misma psicopática argucia de no permitir que la víctima olvide que lleva la sombra de una condena sobre sí. Sólo que en este caso, quien dicta la amenaza, sabemos, será mucho más eficiente y temible que el desquiciado Max Cady. Aquí, el enemigo no es otro que el Tiempo.

A pesar de que se trata del primer libro de Castillo (h), no tiene nada Ánima cruda de obra inicial. Al contrario, rezuma madurez. Los datos biográficos del poeta nos ayudan a entender ese paso firme: publica su primera obra a los 48 años, tiene (es evidente) un grueso caudal de lecturas sobre sí y, acaso –porque esto es hipotético– tuvo la oportunidad de conocer la «trastienda» detrás de la escritura y corrección de un poema por el hecho de atestiguar el trabajo de su padre, que no es otro que el admirado y recordado Horacio Castillo, autor de poemarios tan deslumbrantes como Tuerto rey o Cendra.

Horacio Castillo (h).

La mencionada madurez es la que permite, claro que sí, que Castillo (h) incline la temática predominante de sus poemas hacia el centro de gravedad del Tiempo (así, con mayúsculas, tal como aparece en la cita de Thomas Wolfe que cierra el libro). El Tiempo es para este poeta el gran asediador, el asesino acechante que cumple con la amenaza de su constancia y se encarga de mostrar con anécdotas triviales y cotidianas que no cejará en su tarea.

Por ello, el poeta anota cada aparición de la conciencia del Tiempo en su conjunto breve (otro gesto de madurez) y potente de poemas, y se enfrenta con ellos ante su acosador con un aire de estoica resignación en el tono:

«…Tal vez quede algo sin materia, vaciado de sustancia
un punto de extrañeza sobre el que volverán y girarán sin sentido
durante algún almuerzo de verano
mientras sacuden los recuerdos de los manteles»
(Almuerzo de verano)

Ese tono resignado –que no da lugar a la estridencia aun cuando Horacio Castillo (h) se permita desplegar sus ideas y su música en versos anchos y arrestos de narratividad– dota a sus poemas de cierta impronta «giannuzziana», como bien apunta César Cantoni en el texto de contratapa.

Pero Castillo (h) no es un mero epígono de Giannuzzi. En Ánima cruda, más bien, lo que vemos es una expansión de la lírica del autor de Contemporáneo del mundo, o al menos una bifurcación de sus búsquedas. Esto es, una exploración y una explotación de las herramientas «giannuzziannas» (la sobriedad verbal, la pátina de engañoso antilirismo, el escepticismo, la racionalidad) en pos de una «insurrección», que sólo podrá traducirse en el modesto y frágil fruto que representa el texto poético:

«…como si esas robustas ramas,
ajenas al cromático concierto que se despliega en la mañana,
sólo esperaran un improbable florecimiento,
que cuelgue un cuerpo muerto,
un ánima cruda».
(Insurrección)


 Conviene retomar al fin otra escena de Cabo de miedo: para sacarse de encima la condena que pesa sobre sí, Sam Bowden contrata a tres matones que irán a amedrentar a Max Cady. Será un intento vano, pues el pérfido ex convicto se quitará de encima a los hombres que le ha enviado su víctima, quien observa la escena con terror. Al acabar con ellos y oír un ruido que le indica que Bowden ronda el lugar, Cady le habla al aire sabiendo que el que le ha enviado a los «maporros» va a escucharlo: «¿Creías que te ibas a librar de mí? Yo soy más poderoso. Yo soy como Dios, y Dios es como yo». 

Si pensamos en que en Ánima cruda, el Tiempo es el que lanza esa imprecación, no es de extrañar que Castillo (h) haya escrito estos versos, hermosos y dolidos, resignados pero conscientes de que, en efecto, no va a poder librarse del Tiempo. Y que, mientras la amenaza llega para cumplirse, él no puede más que legar estos poemas dictados por la sabiduría del que conoce que, como decía Publio Siro, «es estúpido temer lo que no puede evitarse».


Tres poemas de Ánima cruda, de Horacio Castillo (h)


La mirada de los perros

Hoy es un día apagado, las cosas carecen de su brillo habitual,
reconozco entre las sombras las señales de la devastación
y me pregunto inútilmente sobre esta subterránea oscuridad.
Tendido a mis pies, un cuerpo ennegrecido espera,
una materia simple, organizada sin turbulencias,
dirigiéndome esa mirada que siempre tienen los perros en los ojos.


Almuerzo

Ahora los vemos correr con gracia, leves,
flotando en un mundo demasiado extenso todavía.
El viento de la historia aún los sobrevuela con indiferencia
y es probable que de este almuerzo no saquen mayores conclusiones
que revolviendo la tierra en busca de lombrices, babosas o insectos mitológicos.
Pero nosotros, en la sobremesa, mientras juntamos platos y botellas vacías, 
nos preguntamos qué quedará del día de hoy, qué se extinguirá para siempre.
Tal vez quede algo sin materia, vaciado de sustancia,
un punto de extrañeza sobre el que volverán y girarán sin sentido,
durante algún almuerzo de verano,
mientras sacuden los recuerdos de los manteles.


Absolución

Esta mañana, ha de ser como todas las mañanas en el mar,
niños corriendo en la arena, la respiración jadeante de las olas en la orilla,
el tiempo detenido bajo el sol.
No habrá sobresaltos, no habrá absurdos interrogantes por responder,
ningún esclarecimiento, nada que turbe el ocio o estremezca la conciencia,
sólo el tiempo detenido, calcinándose bajo el sol.
Pero en cierto modo, hay una irrefutable orfandad en este paisaje,
algo que me excede, una claridad que roza el perfil de la verdad,
como si ante la proximidad de un final que desconozco
todo en este instante me fuera perdonado.