lunes, 10 de julio de 2017

Poemas ante la amenaza del Tiempo

Ánima cruda, de Horacio Castillo (h). El Mono Armado, 2016.

por Fernando G. Toledo

En esa acuciante película que es Cabo de miedo (Cape Fear, 1991), de Martin Scorsese, el terrible montañés Max Cady sale de la cárcel decidido a vengarse de su abogado, Sam Bowden, quien no ha hecho bien el trabajo de defenderlo para evitar su condena.

Pero el procedimiento de Cady (interpretado en esta versión por Robert De Niro) es singular: no se trata sólo de ejecutar su venganza, no. Antes será necesario anunciarla, establecer un plazo no inmediato y luego advertirle a su víctima que el reloj está corriendo y él siempre estará allí para recordar que su amenaza está vigente.

En Ánima cruda (El Mono Armado, 2016), el poeta Horacio Castillo (h) construye un libro de poemas reconcentrados, contundentes, de una rara perfección, para poner en versos la denuncia de una amenaza similar a la de Cady, emprendida con la misma psicopática argucia de no permitir que la víctima olvide que lleva la sombra de una condena sobre sí. Sólo que en este caso, quien dicta la amenaza, sabemos, será mucho más eficiente y temible que el desquiciado Max Cady. Aquí, el enemigo no es otro que el Tiempo.

A pesar de que se trata del primer libro de Castillo (h), no tiene nada Ánima cruda de obra inicial. Al contrario, rezuma madurez. Los datos biográficos del poeta nos ayudan a entender ese paso firme: publica su primera obra a los 48 años, tiene (es evidente) un grueso caudal de lecturas sobre sí y, acaso –porque esto es hipotético– tuvo la oportunidad de conocer la «trastienda» detrás de la escritura y corrección de un poema por el hecho de atestiguar el trabajo de su padre, que no es otro que el admirado y recordado Horacio Castillo, autor de poemarios tan deslumbrantes como Tuerto rey o Cendra.

Horacio Castillo (h).

La mencionada madurez es la que permite, claro que sí, que Castillo (h) incline la temática predominante de sus poemas hacia el centro de gravedad del Tiempo (así, con mayúsculas, tal como aparece en la cita de Thomas Wolfe que cierra el libro). El Tiempo es para este poeta el gran asediador, el asesino acechante que cumple con la amenaza de su constancia y se encarga de mostrar con anécdotas triviales y cotidianas que no cejará en su tarea.

Por ello, el poeta anota cada aparición de la conciencia del Tiempo en su conjunto breve (otro gesto de madurez) y potente de poemas, y se enfrenta con ellos ante su acosador con un aire de estoica resignación en el tono:

«…Tal vez quede algo sin materia, vaciado de sustancia
un punto de extrañeza sobre el que volverán y girarán sin sentido
durante algún almuerzo de verano
mientras sacuden los recuerdos de los manteles»
(Almuerzo de verano)

Ese tono resignado –que no da lugar a la estridencia aun cuando Horacio Castillo (h) se permita desplegar sus ideas y su música en versos anchos y arrestos de narratividad– dota a sus poemas de cierta impronta «giannuzziana», como bien apunta César Cantoni en el texto de contratapa.

Pero Castillo (h) no es un mero epígono de Giannuzzi. En Ánima cruda, más bien, lo que vemos es una expansión de la lírica del autor de Contemporáneo del mundo, o al menos una bifurcación de sus búsquedas. Esto es, una exploración y una explotación de las herramientas «giannuzziannas» (la sobriedad verbal, la pátina de engañoso antilirismo, el escepticismo, la racionalidad) en pos de una «insurrección», que sólo podrá traducirse en el modesto y frágil fruto que representa el texto poético:

«…como si esas robustas ramas,
ajenas al cromático concierto que se despliega en la mañana,
sólo esperaran un improbable florecimiento,
que cuelgue un cuerpo muerto,
un ánima cruda».
(Insurrección)


 Conviene retomar al fin otra escena de Cabo de miedo: para sacarse de encima la condena que pesa sobre sí, Sam Bowden contrata a tres matones que irán a amedrentar a Max Cady. Será un intento vano, pues el pérfido ex convicto se quitará de encima a los hombres que le ha enviado su víctima, quien observa la escena con terror. Al acabar con ellos y oír un ruido que le indica que Bowden ronda el lugar, Cady le habla al aire sabiendo que el que le ha enviado a los «maporros» va a escucharlo: «¿Creías que te ibas a librar de mí? Yo soy más poderoso. Yo soy como Dios, y Dios es como yo». 

Si pensamos en que en Ánima cruda, el Tiempo es el que lanza esa imprecación, no es de extrañar que Castillo (h) haya escrito estos versos, hermosos y dolidos, resignados pero conscientes de que, en efecto, no va a poder librarse del Tiempo. Y que, mientras la amenaza llega para cumplirse, él no puede más que legar estos poemas dictados por la sabiduría del que conoce que, como decía Publio Siro, «es estúpido temer lo que no puede evitarse».


Tres poemas de Ánima cruda, de Horacio Castillo (h)


La mirada de los perros

Hoy es un día apagado, las cosas carecen de su brillo habitual,
reconozco entre las sombras las señales de la devastación
y me pregunto inútilmente sobre esta subterránea oscuridad.
Tendido a mis pies, un cuerpo ennegrecido espera,
una materia simple, organizada sin turbulencias,
dirigiéndome esa mirada que siempre tienen los perros en los ojos.


Almuerzo

Ahora los vemos correr con gracia, leves,
flotando en un mundo demasiado extenso todavía.
El viento de la historia aún los sobrevuela con indiferencia
y es probable que de este almuerzo no saquen mayores conclusiones
que revolviendo la tierra en busca de lombrices, babosas o insectos mitológicos.
Pero nosotros, en la sobremesa, mientras juntamos platos y botellas vacías, 
nos preguntamos qué quedará del día de hoy, qué se extinguirá para siempre.
Tal vez quede algo sin materia, vaciado de sustancia,
un punto de extrañeza sobre el que volverán y girarán sin sentido,
durante algún almuerzo de verano,
mientras sacuden los recuerdos de los manteles.


Absolución

Esta mañana, ha de ser como todas las mañanas en el mar,
niños corriendo en la arena, la respiración jadeante de las olas en la orilla,
el tiempo detenido bajo el sol.
No habrá sobresaltos, no habrá absurdos interrogantes por responder,
ningún esclarecimiento, nada que turbe el ocio o estremezca la conciencia,
sólo el tiempo detenido, calcinándose bajo el sol.
Pero en cierto modo, hay una irrefutable orfandad en este paisaje,
algo que me excede, una claridad que roza el perfil de la verdad,
como si ante la proximidad de un final que desconozco
todo en este instante me fuera perdonado.


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