jueves, 31 de diciembre de 2015

El Desaguadero / Número 17


ENTREVISTAS

por Paula Seufferheld


NOTAS Y ENSAYOS

por Hernán Schillagi

por Marcelo Leites


LA HISTORIA DEL POEMA

por Patricio Foglia

por Ricardo Costa

por Alejandro Méndez Casariego

por Denise León

por Marcelo Díaz

por Silvia Castro

por Sandra Cornejo

por Fredy Yezzed


INFORMES Y CRÓNICAS

por Hernán Schillagi


RESEÑAS CRÍTICAS

por Fernando G. Toledo

por Hernán Schillagi

por Fernando G. Toledo

por Hernán Schillagi

por Fernando G. Toledo




martes, 22 de diciembre de 2015

Entrevista a Sergio Pereyra

«En mi vida no hay otra pasión más perdurable que la palabra escrita»




Entrevistar a un amigo que se conoce bien tiene algo de puesta en escena. Hay que sacar la regla larga y trazar distancia. Olvidar los guiños, las frases que empieza uno y termina el otro,  los secretos «de estado» compartidos, el tramo de vida que llevamos conociéndonos. Borrar sus posturas, su lenguaje gestual y el tiempo que tardamos en aprender a descifrarlo. Si el amigo es escritor, como en este caso, es conveniente también ejercitar la desmemoria. No lo hemos leído y releído durante diez años. No se nos ha ocurrido criticarlo y también admirarlo. Jamás osamos hacerle correcciones. Estamos frente a él, despojados, buscando la sorpresa de la respuesta, el knock out que no duele.  
Por suerte –si no era un plomo–, esta pseudoteoría de cómo hacer entrevistas a seres queridos se desmorona por completo cuando Sergio Pereyra, el entrevistado en cuestión, sube por las escaleras de mi departamento. Viene a la cita en bicicleta, como un viejo cartero y trae lo pedido: tequila. La secuencia parece y será previsible con el paso de las horas: charla, risas, pucheros –el alcohol es un enfermo ciclotímico– y dolor de cabeza. La distancia también se desvanece ante la primera papa frita disputada en la generosa picada preparada para nutrir la conversación. (Confieso: nunca tuve regla larga). La excusa es hablar sobre su primer poemario, Un objeto transparente (Libros de Piedra Infinita, 2015), pero la noche tiene una verborragia meandrosa, impone temas, quiere saber más del que escribe, del que se cobija en sus textos. La periodista, sometida a estos designios nocturnos, terminará por esbozar un retrato completo, pero muy a su manera, del que está del otro lado de la mesa.

-Es inevitable preguntarte por el título del libro, ¿por qué Un objeto transparente?, ¿para mostrar un vacío, un desamparo? ¿Para mostrar un lleno?
-El título es una deformación del último verso del último poema, poema que armó el libro, porque percibí que en él había un hilo del que, por supuesto, tiré. Entonces, me di cuenta de que los textos, escritos a lo largo de bastante tiempo, hacían una especie de inventario de mis múltiples intentos (una vez, y otra, y otra más –títulos de las secciones que componen el poemario-) por apreciar mi vida como un todo compacto, como un cristal reluciente. Ahora que lo pienso, la imagen era la de una copa. Pero como los años no vienen solos, en algún momento me topé con la certeza de que uno nunca sabe todo. Con mucho esmero apenas puede llegar a saber algo de sí mismo. Y fue allí cuando el objeto transparente original se enturbió en un objeto casi transparente.  

-El libro se sostiene en columnas de materiales muy opuestos: por un lado, la levedad de tus poemas de tópico amoroso, casi siempre crónicas nocturnas entre juguetonas y melancólicas; por otro, el peso y la profundidad de los versos donde evocás escenas familiares, momentos de la infancia. Ese tránsito entre lo trivial y lo denso, ¿es un efecto buscado?, ¿tiene que ver con la forma o con los contenidos?
-Creo que todo este asunto de escribir no tiene que ver con otra cosa que con la forma. Los contenidos, sospecho, están bien para los científicos. Si un médico, por ejemplo, en un congreso dice una perogrullada es muy probable que lo expulsen de la asociación que integra. Para los poetas todo pasa por la forma. Ojo, tampoco es que podamos mandar fruta, onda: «aprovechá este día porque es el único que tenés», o algo por el estilo, porque si bien nadie te va a echar de ningún lado, lo más probable es que se te rían en la cara. Con respecto a eso que preguntás sobre levedad y densidad, puede ser que la mirada sobre la noche sea más lúdica, más alcohólica que la mirada sobre la infancia que tiene siempre algo de elegíaco.


Ronda de tequila

-Hoy es noche de «rondas», tomá el vasito de tequila fuerte, acá tenés el limón y la sal; ahora, contestame estas preguntas antes de que esta alegría falsa encuentre su amanecer. Sospecho que detrás de muchos versos estás vos, descarnado. Nada de «yo poético», «autor desprendido de su obra», si te he visto, librito, no me acuerdo. El juego es el siguiente: vas a intentar responderle a tus versos, ¿preparado?

-¿Te parece? 

(Hay resignación pero también curiosidad en sus ojos).

-Me parece.

(Sergio se inquieta, quizás deba elaborar respuestas impensadas y alivia su tequila con gaseosa de lima limón).

-Tarde, muy tarde, ¿has llegado a casi todo?
-Sí, he llegado tarde a todo. Creo que cuando uno es demasiado analítico corre el riesgo de irse a la banquina. Yo lo hice. Me fui a la banquina y allí estuve mucho tiempo, cavilando y cavilando. Y la gente cavilosa, como todo el mundo sabe, no es muy dada a la acción.

-Los álamos de la infancia, ¿siguen siendo centinelas erguidos?
-Lamentablemente, no. Esos álamos fueron talados por orden de algún propietario que, no sé por qué, se creyó con derechos sobre lo público. Bah, sí sé por qué. Todos conocemos el modo de proceder de los patroncitos de finca.

-¿Con el día llega el miedo y con el miedo la noche?
-A veces sucede que a uno lo agarra una sensación o una idea durante mucho tiempo y,  sin que nos percatemos, aparece la noche. Pero, por suerte, no poseo una personalidad trágica. Los años adiestraron mi cerebro para hacer foco en lo absurdo, de los otros y de mí. De manera que, cuando se me viene la noche, la carcajada suele iluminarla.

-¿Es falso que vivas solo para vos?
-Los solitarios, desde afuera, damos la impresión de estar entregados a una insufrible egomanía. Y aunque en parte es real, en mi caso también vivo para mi familia, mis amigos, mis alumnos, algún amor. Sería muy aburrido estar todo el tiempo con el ojo apuntado a mi ombligo. Esto por un lado. Por el otro, siento una gran curiosidad por la gente. Por lo tanto, presto una atención intensa a lo que se me cuenta, a lo que escucho por ahí; en principio, supongo que es una consecuencia del entrenamiento adquirido en el chisme de pueblo, pero pasada esta instancia medio morbosa, siento un interés genuino por la historia del otro, concretamente por los detalles de su historia.

-El aroma animal de un cuello, ¿puede arrastrarte al principio de la historia, Adán hechizado?
-En alguna oportunidad he experimentado esa sensación. Sé que otros también lo han hecho. Un aroma hace que uno olvide quién es, de dónde viene, adónde va. Uno se convierte en pura nariz. Es muy primitivo y fascinante.

-¿Qué oscuros presagios carga un cuerpo deseado?
-Cada persona que nos cruzamos tiene un pasado. Si esa persona se convierte en una persona querida o amada, esto tan obvio se vuelve lamentable. Uno quisiera que al conocernos esa persona olvidara todo, que nunca hubiera tenido otros amigos, otros amantes. Marguerite Duras, en alguna entrevista, dice algo muy genial. Dice que si las personas que están comenzando a amarse hablan de la infancia es porque quieren extender los dominios del amor hacia el pasado. Lo que, por supuesto, es una empresa destinada al fracaso. En cualquier caso, el peor presagio que podemos leer en un cuerpo deseado es su falta de deseo hacia nosotros.

-¿Todavía desempolvás el gorro gris para inaugurar tus inviernos?
-Un gorro gris que no era mío, que era un recuerdo. Sospecho que, como canta Érica García, «el tiempo hace poesía con los errores». O sea, uno siente que hizo todo mal, que metió la pata, que podría haber funcionado. Pero no funcionó y no ha quedado nada. Excepto un gorro gris que uno se calza hasta las orejas. Así, como quien no quiere la cosa, alguien que ya no está cerca, por obra de la materialidad de la lana, no solo está fuera sino también dentro de nuestra cabeza. Y con esa presión sobre la sien uno sale a pagar las cuentas.

-¿Tu optimismo ya sabe ordenar las piezas del rompecabezas de lo vivido?
-Mi optimismo es a prueba de balas. Incluso en los momentos en los que siento que nada tiene sentido, que el universo es una gran porquería, veo algo, mínimo, y a eso me aferro como lo haría el héroe de una peli de la soga de un globo aerostático para zafar de una muerte segura. A veces, esa soga es la poesía, la que intento escribir, pero sobre todo la leída. No porque lea poetas especialmente jocosos, sino porque me conmueve una existencia dedicada a la creación de belleza. Sí, eso, que en el mundo haya poesía y poetas, artistas en general, me lo vuelve más respirable.

-¿Ningún caramelo endulza cuando el insomnio persiste?
-Es muy hijo de puta el insomnio. Impide pensar con claridad. Uno quiere estar dormido, hace fuerza para dormirse y mientras más fuerza hace, más se aleja del objetivo. Y, en el estado de agotamiento que sucede a esta batalla, no es extraño que solo aparezcan imágenes horribles. En mi caso particular, el insomnio es doblemente perjudicial, pues no solo me estropea la cabeza, también me arruina los pulmones: nunca fumo tanto como durante mis insomnios.

-¿Cuándo la confianza en las palabras comienza a flaquear?
-Afortunadamente, no muy a menudo. Tengo confianza en las palabras. Tengo amor, devoción. Me gusta su sonido, me fascina su forma escrita.

-¿En qué momentos practicás la sonrisa de Elvis en el espejo?
-Cuando quiero darme aliento, cuando quiero ser seductor, cuando me siento lujurioso, porque como dice Gonzalo Rojas en unos versos que cito en el libro: «no todo será lujuria pero qué portento / es la lujuria». ¿No es hermoso?

-¿Soñás la escritura de poemas concebidos de un tirón?
-Sí. Me encantaría que un poema me saliera de un tirón. No pasa, sin embargo, de una fantasía infantil. Como poeta soy el editor de un filme de Maurice Stiller. Es decir, escribo poemas largos (llenos de anáforas y paralelismos bobos) que luego de varias semanas, incluso meses, se reducen. De cualquier modo, no es una operación que me resulte especialmente ingrata. Al contrario, me divierte.

-¿El pescador impenitente conoce el riesgo de hundir las redes en el pasado?
-Como tengo la cándida obsesión de ser completo (yo y los que fui), me irrita el olvido. Pero soy obsesivo, no estúpido. Entonces, aunque sé que al hundir la red en el mar del pasado puedo encontrarme con alguna que otra piraña, igual, con cautela (como verás estoy muy spinoziano), la hundo. Prefiero arriesgarme a un mordiscón que habitar el desierto de no saber quién soy o de dónde vengo.


Ronda de café

El juego termina. La noche se pone sobria. Se abriga. Este noviembre, atípico, está enfermo de invierno. La entrevista toma un cauce más convencional sin perder interés. Hace falta un café, un trozo de chocolate y concentrar la atención en la historia de un adolescente que se introdujo en la lectura gracias a una vecina que le prestó algunos best sellers de los 70 y 80, Harold Robbins, Sidney Sheldon, entre otros para luego deslumbrarse con libros más serios. «Simone de Beauvoir fue la primera autora que conocí (y amé). Todavía hoy, cuando la releo, me impresiona su inteligencia. Con ella descubrí que la literatura era algo más que contar una historia».

-¿Cuándo comienza tu escritura poética?
-Comenzó hace muchos años. Casi intuitivamente. Si bien no había leído mucha poesía, sí escuchaba y, esto es fundamental, copiaba canciones. Si a eso le sumás que era un adolescente ansioso por hacer catarsis, la cuenta cierra. Entonces, así comencé, hablando de mí por escrito. Luego, por supuesto, avergonzado me percaté de que «eso» no tenía nada que ver con la poesía. Pero en el medio estuvo la facultad de letras, años durante los cuales no escribí casi nada.

-Sabemos de tu paso por la carrera de Abogacía, ¿qué hizo que decidieras abandonarla y comenzar Letras?
-No sé por qué entré. Sé por qué salí: me aburría como un hongo. Y leía literatura. No estudiaba Derecho por estar dale que dale con las novelas. Sin embargo, ahora no rechazo ese período, todo lo contrario, porque a veces me descubro diciendo algo que no sé cómo sé. Más tarde, cuando lo analizo, caigo en la cuenta de que lo aprendí con los cuervos.

-Recuerdo los poemas en prosa que publicabas en los comienzos de tu blog Planeta Sergio, ¿ya escribías en verso o a partir de esos textos comenzaste a buscar una forma más rítmica a tu producción?
-La realidad es que siempre escribí en verso, pero como le profesaba un respeto casi reverencial, en cuanto terminaba un poema, lo prosificaba para publicarlo. De alguna manera me sentía menos expuesto a las críticas respecto de lo formal, que en esa época manejaba con menor fluidez.

-Transmitir una idea, expresar un sentimiento, un estado de ánimo; la poesía es vehículo para lo uno y lo otro, ¿cómo lográs armonizar el tono intelectual y el sentimental en tus poemas?
-Yo, como Sandra Mihanovich, soy el que soy. O sea, soy una persona bastante sensitiva pero también un ratón de biblioteca. Eso y, además, la infancia en el campo que también ha dejado su huella. A mis amigos, suelo decirles que soy una especie de «María de nadie» que pasó por la universidad. Es decir, cuando estoy en el proceso de edición, vigilo que esta mezcla se produzca sin que ninguna faceta se imponga sobre las demás.

-¿Cuáles son tus prácticas de escritura?, ¿han ido mutando con los años?, ¿de qué manera?
-Como te decía antes, escribo mucho. En un cuaderno. Con una lapicera que me regaló una amiga poeta. Me gusta ese trazo grueso. Escribo como siguiendo un dictado. Luego, tacho, corrijo y vuelvo a tachar. Más tarde tipeo. Allí comienza la odisea por convertir esa masa informe en un poema aceptable. Trabajo sobre varios aspectos. El central es el sonoro, pues para mí, como dice la gran Idea Vilariño: «un poema es un hecho sonoro o no es nada». Un trabajo que, en ocasiones, demora meses. A ver, te lo grafico. Me levanto, enciendo la computadora (que está en la cocina) y, mientras, pongamos por caso, lavo el piso, leo en voz alta y corrijo. Esta es una de las razones por las cuales mi casa no está nunca del todo presentable.

-¿De qué modo marcó tu escritura haber sido becario del Taller del Fondo Nacional de las Artes que dictó aquí en Mendoza Tamara Kamenszain en 2013?
-Fue una experiencia muy agradable. Por Tamara que, además de una poeta hermosa (El libro de los divanes es lo más interesante que leí este año), es una persona encantadora. También por los compañeros del taller. En cuanto a la escritura en sí, me volví más reflexivo sobre algunas cuestiones técnicas. Por ejemplo, el tema (tan espinoso siempre) del corte de verso, el uso o no de encabalgamientos, cuándo echar mano a la tercera persona, entre otras. 

-¿Qué preocupaciones formales tenés en la actualidad?
Por estos días mi preocupación más intensa es que mi lengua escrita simule mi lengua oral, mezcla de lengua del campo mendocino con la lengua de un universitario. Por ejemplo, dudo entre «perro» y «choco». Por ahora, elijo «perro» porque mi mamá nunca dijo «choco». Quizá si ella lo hubiera usado… De repente pienso en la influencia enorme de la lengua materna en cada uno de nosotros.

  -Y ya que trajiste al choco… creo que se puede hacer poesía sobre cualquier tema: lo cotidiano, lo fantástico, lo existencial, lo trascendente. ¿Sobre qué tópicos te interesa escribir hoy?
-Me interesa todo lo que sucede a mi alrededor, siempre y cuando pase por mis ojitos. En los últimos meses me he encontrado escribiendo sobre asuntos ya antes abordados. Cuando me percato de que está sucediendo, y a riesgo de repetirme, no me detengo, sigo. Quiero contrastar mi mirada de hoy con la antigua. En general, percibo que ya no miro igual. De algún modo, poesía y análisis, en tanto revelan aspectos desconocidos de las cosas y de mí, me han obligado a dejar de lado la ingenuidad y la queja.

-Te autodefinís como un ratón de biblioteca pero quienes te conocemos, Pereyra, sabemos de tu pasión por la música pop, por sus referentes. Ratón que sale de la biblioteca y se va a bailar…
El mundo pop es un lugar festivo. La vida como una noche de boliche. Con algunos reveses, por supuesto: la luz cortada, alguien que apaga su cigarrillo o vuelca el fernet sobre tu remera nueva, la persona que te gusta no se va con vos. Esas cosas.

-El director de cine Álex de la Iglesia define estos reveses que describís como una falsa fiesta. La alegría es impostada pero la mantenemos hasta que cortan la música y apagan la luz.
-Algo así. Pero no estoy tan de acuerdo. Para mí, es el sitio donde se comparte la alegría de estar vivos. Auténtica alegría. Entre las personas que más admiro están Morrisey, Federico Moura, Neil Tennant, Gustavo Cerati, Debbie Harry, Andy Bell, Chrissie Hynde. Pienso mucho en ellos. Algún día me gustaría escribir sobre ellos.

-¿Otras pasiones?
-La palabra escrita. Hoy, si miro para atrás, no encuentro en mi vida otra más perdurable e intensa. Suena horrible esto que digo, pero así lo siento.

A la noche todavía le quedan restos de chocolate, una playlist de temas pop de los 80 en YouTube y la despedida al cartero de tequila. Él se alejará mansamente en bicicleta, haciendo pequeños zigzags, como quien piensa andando o escribe mientras suben y bajan los pedales.

***

Tres poemas de
Un objeto transparente
de Sergio Pereyra





Contra el vacío

Como quien agarra el picaporte
lo baja empuja la puerta, escribo

escribo para meterme
en la pieza de los trastos
donde los ojos de la muñeca decapitada
se burlan de mis ganas de fugarme
en el filo de la navaja roja
y tras la polera de cuello diminuto
se esconde la revista que enciende
los deseos prohibidos

escribo para andar a tientas en el desorden
y a tientas tomar un recuerdo
traerlo al presente no para adornar
sino para ser menos
un agujero que un algo colmado
a puras penas pero colmado.


Pero este poema

Las paredes ahora blancas
fueron antes de un rosa tenue
aunque desmejorado
el jardín es el mismo

pero este poema
no debería versar sobre escenarios
debería fijarse en los personajes
sobre todo un chico que en la calle
de los álamos erguidos como centinelas
se pregunta por qué dejar el amor de su casa
en busca del infierno escolar

pero este poema
para no devenir melodrama
debería poner el ojo
en la fuerza protectora del hermano mayor
en la alegría de las mochilas
recogidas en el ropero durante el verano

pero este poema
no debería olvidar que pese a todo
el chico creció, se hizo inmune
a la lengua venenosa del pueblo

como se ve
ni tan dichoso ni desafortunado
este poema que aspiraba al largo aliento
para no caer en fábula didáctica
deja de mover sus labios aquí.


Pescador impenitente

Como lago dormido
en las sombras
yace el pasado

bien lo sé
insobornable

aun así
una vez y otra
y otra más
-pagado el tributo-
hundo las redes en él
en busca del secreto
que vuelva mi vida un objeto
casi transparente.

viernes, 11 de diciembre de 2015

El acto secreto de la poesía

A esa voz, de Juan Martín Suriani.


Si vamos a creer en que los títulos no están colocados azarosamente o por un mero capricho sonoro, podemos pensar que el título del libro de Juan Martín Suriani propone la clave de gran parte de los poemas que contiene. Pero, como en un juego, cuando esa clave se descifra aparece al instante otra, que nos acompaña en la lectura de A esa voz (el libro en cuestión) para explicar también, o al menos sugerir, algunos motivos que la impulsan a desenvolverse página a página en el volumen, verso a verso, palabra a palabra en el acto íntimo de la escritura.

Es Virginia Woolf quien viene a darnos esa clave del título y de los poemas, en el acápite que abre el libro. Dice, se pregunta la autora inglesa: «¿Escribir versos no era acaso un acto secreto, una voz tratando de responder a otra voz?» [1].

Sí, es cierto: allí está la razón del título. Juan Martín Suriani quiere responder a una voz que acaso resuena en su cerebro cuando pasa por los dramas cotidianos que lo conmueven, cuando a esos temas no se les puede contestar más que con palabras. A esa voz, la voz que inquiere desde adentro y que es la misma que responde, están dedicados los poemas, seguramente.

Pero al pasar, el autor ha querido dejar asentado también algo más, y es que la cerrada voz que cuestiona al mirar a los ojos una tragedia gigantesca como el terremoto de Chile [2] o un drama cotidiano como el sismo imperceptible de los años que pasan y carcomen, la cerrada voz que pregunta a Suriani por los golpes arteros que un traidor propina, por la muerte como destino, por la vejez o por el pasado (estoy recorriendo como en un travelling los temas de su libro), cuando esa voz pregunta, decíamos, el ensayo de esa respuesta –si es con palabras, como aquí lo es– nunca puede ser proporcional a las preguntas. Nunca un poema, si ese es el modo posible, podrá compensar la magnitud del interrogante. Por eso, y aquí volvemos a la cita de Virginia Woolf, la respuesta a la otra voz ha de ser «un acto secreto» y, además, apenas un intento («tratar de responder»), no una certeza.
Juan Martín Suriani en el III Festival Internacional
de Poesía de Mendoza
(foto: Camila Toledo)

La sorprendente coherencia temática, musical y de intensidad de los poemas del primer libro de poemas de Juan Martín Suriani se explica, quizá, por esa fidelidad a la búsqueda explicada por la autora de La señora Dalloway. Nos lo confirma el repaso por su páginas. No importa que el poeta nos cuente, como decíamos, sobre un terremoto de las proporciones del de Chile, ni siquiera que hable de «esa cosa tan conocida» (diría Borges) que es la muerte, o que hable de la desesperanza o la ausencia o la utopía. Suriani parece saber –nos lo muestra en sus poemas– que lo que comienza como un acto secreto que se enfrenta a esas preguntas, lo que se pone ante el grito de «esa voz» que grita es, a cambio, «esta voz» que susurra, esta de «gestos leves», los del que aún tiene la paciencia de esperar.

En ese sentido no resulta extraño que, cuando vamos por la mitad del recorrido de A esa voz, aparezca un arte poética y esta esté dedicada a Jorge Leonidas Escudero [3], el poeta minero que se lanza a desenterrar, «a separar lo esencial de lo accesorio» para extraer una piedra o, lo que es lo mismo, para «decir, de una vez y para siempre / lo que no ha sido dicho todavía». 

Que esa Arte poética de Juan Martín Suriani esté escrita en delicados endecasílabos, que conforman una especie de soneto interrumpido (de 13 versos, acaso a la espera de esa palabra aún sin decir de la que habla el poema), no es un detalle que deba pasarnos de largo. El poeta, que trae su primer libro en estas calles aún en penumbras del siglo XXI, desdeña rispideces al uso, no le teme al encuentro con las formas clásicas y sabe que, así como un Sófocles o un Hobbes aún pueden ser contemporáneos capaces de decirnos cosas «de una vez y para siempre», así este poeta entiende que la métrica y su música aún son una buena compañía. 

Responder a las preguntas de siempre, entonces. En tono bajo, con la levedad propia de un hombre común (apenas un poeta). Responderlas con las herramientas que mejor sirvan a ese modesto propósito: todo eso, apenas, y nada menos, es el logro que encierra en sus páginas A esa voz. Un libro primero y a la vez maduro, pulido como un cristal que deja vernos lo mejor posible eso que pasa, eso que se nos pone por delante. Un libro que responde las preguntas con otras tantas, sabiendo que en el fondo de todo hay, como dice uno de los poemas del libro [4], una imposibilidad insalvable. La de todo hombre, indefenso, que a duras penas alcanza a reconocerse «condenado a cumplir lo que ha dispuesto / contra mi voluntad mi propia vida».

Notas
[1] Fragmento de la novela Orlando, de Virginia Woolf.
[2] El sismo ocurrido el 27 de febrero de 2010, en el mar chileno, produjo la muerte de unas 525 personas.
[3] Poeta nacido en San Juan en 1920.
[4] Imposibilidad (página 45).

Tres poemas de
A esa voz
de Juan Martín Suriani


Entre Sófocles y Hobbes

El hombre de hoy, el de ayer, el de mañana
están aquí, son éste
que abandona a su madre o alza el puño
contra su único hermano.

Porque no hay más ley
                que Homo Homini Lupus;
ni otra redención
                que el hecho de jamás haber nacido.


Arte poética

(a Jorge Leonidas Escudero)

Buscar, abrirse paso, ir horadando
la vasta geografía del lenguaje
a través de estallados corredores.
Desenterrar las voces primigenias,
separar lo esencial de lo accesorio,
calar hacia el filón del enunciado
y regresar hasta la superficie
con el poema a cuestas y sentir
que así y todo no alcanza y descender
una vez más al socavón abierto
hacia la incierta posibilidad
de decir, de una vez y para siempre,
lo que no ha sido dicho todavía.


Sobreviviente

Con las palabras puedo decir llanto
horror, tristeza, muerte.

Y si prescindo de ellas
acaso de otro modo
estoy diciendo llanto
horror, tristeza, muerte.

Porque en ocasiones
el solo hecho de existir
es dar un testimonio.

sábado, 5 de diciembre de 2015

La poesía es el otro



Algunas notas sobre leer poemas en público 

por Hernán Schillagi

1. No voy a pedir disculpas por anticipado. Ser prescriptivo es dirigirse conscientemente hacia el error. Como esos teclados que, al mandar con apremio un mensaje, nos hacen sugerencias tan caprichosas como inefables. Es decir, todo aquel que lea este irredento puñado de notas sabe que tengo razón (en ser inexacto). ¿Quién escucha hoy, por tanto, una recomendación sin pensar que el otro es un arbitrario? La cronista Leila Guerriero en su texto «Arbitraria» me advierte que dar consejos, en lo profundo, es un «oficio de soberbios. Entonces, cuando me preguntan, digo no, ninguno, nada…». Así y todo, ella los ofrece del mejor modo: como un alucinado mapa de posibilidades. Sin embargo, con más de 15 años de asistir a lecturas / presentaciones de libros / recitales / performances / ciclos / festivales y de aburrirme como loco / emocionarme con razón / desorientarme sin regreso; y de propulsar en persona, para más inri, el acercamiento vocinglero de los poemas al soberano; me permiten hacer unas pocas (aunque no menos intensas) propuestas. Aprieto, con toda la energía liberadora, la tecla «Enviar». Ups.

2. Una obviedad para el comienzo: leer de pie -cuando se puede- le otorga, no solo cierta estampa, sino una mayor proyección acústica a la voz. Por este motivo, muy pocos cantantes lo hacen sentados y los que se atreven, realizan ejercicios especiales de respiración (Mercedes Sosa sería la excepción a todas las reglas, pero mientras le fue posible, caminó sobre el escenario). Además, el poema pasa por el cuerpo de otro modo (esto es tan subjetivo como opinable), ya que no media una mesa como trinchera o muro de contención. Los escritores suelen aparecer acovachados tras un florero de oferta, los cables y pies de los micrófonos, además de la pila de papeles o libros. El poeta entrerriano Marcelo Leites reflexiona sobre las lecturas festivaleras: «Cuando el poeta lee sus textos, los defiende con su cuerpo y con su voz, la ‘presencia’ de la poesía va acompañada de la presencia de su autor…», para acertar más adelante: «Creo que escuchar al poeta leyendo sus poemas tiene algo de encantamiento, un plus que se le agrega al mismo texto y que cautiva…». Por lo tanto, la cercanía vertical con el público horizontal es quizá el eje donde se cruza el punto orgánico del poema. Todo aquel que ha sido profesor en una escuela secundaria lo puede entender con la complicidad de un excombatiente: nadie quiere oír al que no se esfuerza.

3. Hacer un breve comentario antes de leer el poema, por breve que sea, entibia el oído del oyente (potencial lector del libro) y los versos llegan hacia él de una forma más directa gracias a una pista, a una luz tenue como señal de despegue. El tipo que se acerca a un recital es un lector constipado, tiene una necesidad viral de prodigarse y encontrar, al menos, un aire oxigenado de palabras y tonalidades. En el mejor de los casos se bañó, eligió la ropa, tomó el colectivo, pagó una cerveza y espera una retribución equivalente al mérito. Lo mismo digo con respecto a los títulos de los poemas. No pueden leerse como algo más. Nombrar el título es un momento privilegiado, iniciático, como tocar el timbre a la puerta del auditorio.

4. Otro detalle muy pocas veces tenido en cuenta: hay que llevar impresos los poemas en una carpeta (abrochados, tanto mejor), seleccionarlos previamente y darles un orden para la performance (bocetar un guion ya rozaría lo orgásmico). El asistente no se merece las dudas del expositor buscando un poema entre las hojas del libro sin recordar la página y que, además, «pierda» una mano por sostener el pequeño y rebelde poemario que siempre quiere cerrarse. Como también se dan accidentes cuando el texto sobrepasa la página y se ha pegado a la siguiente (por una acción magnética que nunca entenderemos) o hay un espacio demasiado largo entre un verso y el otro, donde un silencio incómodo no nos da tiempo para reponernos. Las toses crueles no tardan en aparecer.

5. Más allá de los «modos» de lectura (monocordes, inaudibles, tribales, arrobados, arengadores, irónicos o de una velocidad temeraria), la falta de adecuación de los poetas a la situación comunicativa es pasmosa: ¡recitan poemas de más de tres carillas! Sabemos que, a partir del décimo verso (mal leído), el oyente/espectador se distrae, o no puede seguir el hilo; ya que, por lo general, son largas tiradas de imágenes inconducentes, cuando no un cuento flojo de tensión narrativa con muchos «enter» para simular los cortes de verso. Ana Porrúa apunta con lucidez: «Situados allí, la voz agrega algo y a veces también tacha, arma una caligrafía tonal que precisaría otro tipo de notación (similar a la música)…». Es decir, mejorar la letra con la que se pronuncia los textos ante los demás. No pido que seamos líderes carismáticos de una banda de rock en mute, tampoco actores sin talento en busca de autor, ni mucho menos, nenas crecidas del taller de declamación barrial. En fin, se trata de tener en cuenta al otro, aunque sea poeta y comprenda, aunque nos leamos entre barbudos, o la vayamos de artistas con los familiares resignados y las amistades cautivas. Tal vez así, una noche nos sorprenda el aplauso sincero, cómplice, de alguien que supo escucharnos y encontró, a viva voz, las palabras que se le estaban negando.  


Menciones 
 -Guerriero, Leila. «Arbitraria», en Revista El Malpensante, N° 119, mayo de 2011. 
-Leites, Marcelo. «El grano de la voz», en www.facebook.com/marcelo.leites 
-Porrúa, Ana. «Caligrafía tonal. Ensayos sobre poesía». Entropía, 2011.

viernes, 16 de octubre de 2015

La escuela de la poesía

«VII Festival de poesía en la escuela 2015», CENS 3-418, de San Martín, Mendoza, 14 de octubre de 2015, de 20 a 22. Coordinadores: Hernán Schillagi y Sergio Pereyra. Poetas invitados: Fernando G. Toledo y Paula Seufferheld. Músico: Mario Campanella





1.Poesía y otras cuestiones. Todo puede comenzar con una pregunta tan clara como filosa: ¿cuál es el lugar de la poesía en la escuela? Sin ánimo de hacer un recorrido histórico, y mucho menos sociológico, sabemos que los poemas siempre han venido en zaga dentro de las propuestas curriculares, al final del último eje, con la falaz esperanza de dar únicamente los aspectos formales (métrica, rima) y cumplir con el programa. ¿Versos oscuros e indomables, multiplicidad de interpretaciones, voces que se desdoblan y se completan con el lector? Es cierto, esto espantaría a cualquier docente incauto (y perezoso, agrego yo).  La poesía, por fortuna, es paciente y sabe esperar. Sin embargo, hay veces en que puede venir a nuestro encuentro, una visita golpea la puerta y entra de sopetón a llenar de voces las aulas, cambia el color de las ventanas y, así, se encienden las luces de una escuela que, de tan conocida, nos asombra. Porque la poesía entra a los lugares donde menos se la espera, pero más se la necesita.

2.Las visitas de siempre. La propuesta que Alejandra Correa y Marisa Negri (dos batalladoras impenitentes del género poético) me hicieron llegar hace unos meses no me tomó de sorpresa. ¡Un festival de poesía y en la escuela! Más que un evento aislado es un derecho de los estudiantes, mucho más si se tiene en cuenta el contexto de la institución en la que yo trabajo: un CENS urbano para jóvenes y adultos. Gente laburante, mujeres cargadas de hijos e ilusiones, pibes que salieron despedidos del sistema formal y buscan su futuro con un hambre feroz. Es decir, el «anochecer de un día agitado» los recibe con más obligaciones de las que supuestamente podrían sostener. Es aquí, por tanto, donde la poesía tiene algo para decir (y para ofrecer). Por eso es que la hermosa e inquietante invitación para que Mendoza fuera una de las sedes del «VII Festival de Poesía en la Escuela 2015», no me provocó asombro, sino un anhelado sentido de pertenencia.

3.Corte y confesión. «La poesía debe buscar cómplices», se nos dijo a viva voz en el «II Festival de la Palabra» que se celebró en Tecnópolis en marzo de este año. Así que no dudé en pedirle a Sergio Pereyra, poeta y profesor del CENS 3-418, que me acompañara con la coordinación de los talleres en nuestros respectivos cursos. Con él venimos desde la facultad compartiendo lecturas, reflexiones sobre la creación poética, recitales en bares, escribiendo en revistas; además de cruzarnos nuestros textos para desbrozarlos con la dulce impiedad de los amigos. De este modo, los talleres los pusimos en funcionamiento en los horarios de clase. A mis mis alumnos comencé preguntándoles qué relación tenían con la música, para luego llegar a las letras de las canciones y cómo, a veces, estas parecían estar describiendo alguna situación que a ellos les tocaba vivir en ese momento. «Entonces, la poesía les ha estado hablando toda la vida», les solté con poca inocencia. Ante la mirada atónita, tomé una hoja y les leí completo «No te salves»: «No te quedes inmóvil /al borde del camino /no congeles el júbilo / no quieras con desgana / no te salves ahora / ni nunca / no te salves…». Cuando terminé de leer el poema de Mario Benedetti, una alumna dijo: «Faaah, durísimo el vago». Las preguntas de un lado y del otro no tardaron en llegar. Al mismo tiempo, en el pizarrón íbamos anotando algunas características generales de la poesía. Así, leímos «El mal alumno», de Jorge Leonidas Escudero y cuando dice: «maestro, vengo seguido aquí a que m ‘enseñe / a tener un corazón de piedra como usté / pero ya ve, resulté un mal alumno…», los indagué acerca de qué había detrás de los primeros significados de «mal alumno» y de «corazón de piedra». Pasaron otros poetas tan disímiles como el porteño Fabián Casas, la uruguaya Idea Vilariño, la mendocina Bettina Ballarini, o el cordobés Daniel Mariani. Los alumnos fueron descubriendo, también, que la voz que habla en un poema no es como la del narrador que aparece en los cuentos, entre otras cuestiones del género. Cuando tocó el timbre, un estudiante largó, sin ponerse colorado, a todo el curso: «¿Ya terminó? Se pasó rapidísimo». Otro que estaba enfrascado con el significado de un verso me confesó: «Es un poco difícil, pero está copado. Te entretiene». E hizo un gesto con la mano, como si le diera manija a su cabeza.

4.Mano a las obras. Los encuentros siguientes fueron igual de reveladores. Tomamos el poema «Lluvia» de Juan Gelman, pero previamente les pregunté qué recuerdos les traía la lluvia. Les cité de memoria ese de Borges que dice: «Cae o cayó. La lluvia es una cosa / Que sin duda sucede en el pasado…». En un dechado de originalidad fui haciendo una tormenta, justamente, de ideas. Los alumnos vieron que, más allá de ciertas coincidencias, cada uno tenía una experiencia íntima con la mera «precipitación de agua que cae de las nubes». Por lo tanto, la lectura fue más allá, en significados y en emociones. A partir de la frase: «Pero el alma qué puede explicar», les propuse responder en diez versos esa terrible y necesaria pregunta. Se agarraban la cabeza, me miraban con desconfianza y, algunos, se reían nerviosos. Una vez pasado el remezón, tomaron la lapicera y comenzaron a escribir. Matías, un rubio que le gusta bailar hip hop, me mostró con cara de haber dicho algo por primera vez, pero que ya conocía: «El alma es algo que solo / el que ama de verdad / logra conocer / porque muchos creen amar, pero pocos / se logran convencer…» Para decir después casi rapeando: «De que lo que siente / es amor, por eso / el alma es tan difícil / de ver». Otros precisaron de más de una mano para redactar sus obras. Destellos colectivos por un lado: «En las noches de soledad / el alma es una fiel / compañera…» (Lautaro, Johanna, Flavia y Jonathan). Por otro, en solitario: «El alma puede explicar / lo inexplicable…» (Federica). Y más: «El alma quiere decir / el amor recíproco de una madre y un hijo…» (Susana, que sueña con estudiar Literatura y Guillermo, un obrero de Vialidad Nacional). Hasta que se arrima al escritorio Alberto, que ya pasó los 50 años y arregla caños de escape; se acerca, entonces, estira la hoja y leo el título «Testigo de momentos»:

El alma compañera
de momentos vividos
sentimientos encontrados
por el amor de un compañero

Leal e inseparable
juntos por el sendero
iluminado del querer
cobijados por el calor hogareño.

Desde la ventana la lluvia cae
con el olor verde de los parques
que inunda nuestra habitación
desde donde te contemplamos
caer.

(Nota: Alberto tiene el taller en el barrio donde me crie, así que no hay un recuerdo de mi infancia en que él y su padre no formen parte de la memorabilia personal que construyó mi idea de «Patria Chica»).

5.Poesía, ojos de papel. Llegó el día del Festival. Dos horas antes, si de precipitaciones hablamos, cayó en seco una pedrada mortífera. Agarré el celular y le envié un mensaje a Sergio: «Granizo con sol. El mundo odia a la poesía». Sin embargo, mi helado vaticinio se derritió en cuestión de minutos y el camino estaba despejado para ir a la escuela. El primero en llegar fue Mario Campanella con su esposa. Él también es poeta y spinetteano de toda la vida, así que me había propuesto hacerle un homenaje al Flaco. Poco después arribó Fernando G. Toledo, con el que tengo una amistad personal y literaria de hace más de 15 años. Montamos una editorial artesanal en plena crisis de 2001 (con más de  20 libros editados a la fecha), no hay proyecto poético en que no contemos el uno con el otro y, además, dirigimos la revista «El Desaguadero», la única revista de poesía y reflexión de Mendoza. Desde Palmira, llegaron juntos Sergio con Paula Seufferheld, una profesora de Literatura, amiga de una sola pieza (como a ella le gusta clasificar) y una interesantísima poeta que publicó con nosotros un libro. Es decir, la poesía ensancha las amistades hasta la hipérbole. Rodeado de gente que aprecio y admiro, vi cómo los alumnos iban llegando poco a poco. El salón de música, con un piano desafinado al fondo, libros esparcidos de distintos programas nacionales de lectura, columnas de cartón de algún acto perdido y olvidado; se fue colmando. Unos 60 hombres y mujeres sentados en sillas escolares y sobre mesones de dibujo. Les di la bienvenida a todos y Mario asestó el primer golpe con la guitarra: «Plegaria para un niño dormido». Así, Fernando continuó con las palabras de Spinetta, pero a su modo, y abrió la primera tanda de tres poemas cada uno: «Dormida es un latido / Un latido un suspiro / Un viento eterno / Como una canción…» («Nana»). Paula habló del significado de su primer libro «El pan de la soledad»: «ella cruje con el pan / en el borde de una silla…». Para aclarar que no todo es correspondencia entre el yo autobiográfico y el poético. Luego, Sergio arremetió con un poema que habíamos trabajado en los talleres. Trata del juego de pelar un durazno y pedir un deseo si la cáscara no se corta, pero el que habla recuerda a la madre: «y mientras los cuchillos laboriosos / desnudan el fruto nuestras lenguas / van pelando la vida…». Para terminar, leí mi poema «la última espera», donde un niño pregunta a su padre qué son las estrellas: «miles de naves aproximándose / con esa lentitud que tiene el viento / para darle forma a las rocas…». Aplausos, gestos de complicidad, miradas extrañadas, pero cálidas. Un profesor que estaba sentado adelante me dijo sonriente al pasar (y en tono de reproche): «Qué fácil que lo hacen parecer ustedes». Mientras sonaba «Ah, basta de pensar», contradije a Luis Alberto y me puse a reflexionar que la poesía, sí, manifiesta la convulsión que se agita en nuestras cabezas de un modo claro, pero excepcional, ya que no puede decirse de otro modo: «Por eso mi vecino tiene tormentas en la boca»,  decía Juan Gelman bajo la lluvia. Luego vino la segunda ronda de dos poemas, además Mario leyó uno de su producción y Alberto, que no tu opción a «escape» alguno, aceptó mi propuesta y recitó, con voz firme, su texto escrito en el taller. Finalmente, la interacción con el público y los poetas se dio, a esta altura, de un modo natural: era el momento de escuchar las preguntas. Mientras tanto, con Sergio repartimos «rimas separadas» a cada uno y luego les propusimos buscar a la pareja consonante. Así, entregamos una docena de libros como premio material para una jornada de poesía en la escuela tan conmovedora como inolvidable. Los acordes de «Seguir viviendo sin tu amor» ya sonaban y la pregunta del lugar que ocupa la poesía en el mapa de la educación me seguía aguijoneando, ya que tal vez las palabras sean ese punto de encuentro, como también esas ganas que tenemos de mirarnos a la cara y reconocernos en el otro. La poesía, siempre la poesía: no vería la razón de seguir viviendo sin su amor.