martes, 3 de diciembre de 2019

Habla la flor muerta en el ramo de flores




                       La Dalia Negra y otros poemas criminales, de  Melisa Mauriño. Ed Al Filo Ediciones, Buenos Aires, 2019, 100 págs.








Hay un cuerpo sin vida. Un cuerpo asesinado. Es el de una mujer. Con la fórmula típica, ya célebre, de la novela negra –noir–, empieza La Dalia Negra y otros poemas criminales, el último poemario de Melisa Mauriño. El cadáver de una mujer hermosa nos espera desde la primera página. Quizás incluso desde antes.

Para atravesar este libro tendremos que sumergirnos en su mundo como si fuésemos nosotros mismos sus personajes. Deshojar, como la flor a quien le preguntamos sobre un posible amante, las numerosas facetas del asesinato de Elizabeth Short, mejor conocida como La Dalia Negra, víctima de uno de los femicidios mejor conocidos de los Estados Unidos y también de los más incognoscibles, ya que, a pesar de la cantidad de pistas, hipótesis y pericias recopiladas en torno al caso; continúa todavía irresuelto.

El cuerpo de Elizabeth Short fue descubierto en un baldío por una mujer y su hijita de tres años en un estado de mutilación salvaje: tajeado, desangrado, seccionado al medio, con los intestinos arrancados y dos cortes profundos desde los labios hacia las orejas en lo que se conoce como «la sonrisa de Glasgow» (que muchos conocemos por la imagen del Joker interpretado por Heath Ledger en la película The Dark Knight). La truculencia del crimen es proverbial y muy lejos de ser apta para seres impresionables. Quien haya acudido al libro en busca de imágenes sosegadas y de una belleza sencilla, hará bien en detenerse y optar por una obra más convencional. Pero hay mucho que ganar si continuamos. Un coro de voces nos habla desde sus páginas. Voces que nos interpelan sin rodeos desde un más allá extrañamente cercano, voces que nos tratan de «cariño», de «mamá», acaso confundiéndonos con otras personas, pero sin fallar en atraparnos y conducirnos lenta e inexorablemente al centro de su historia como espíritus de una ficción gótica que se aparecen ante nosotros para revelarnos los pormenores de su muerte y alcanzar, a través nuestro, algún esbozo de justicia.

Una de las primeras sensaciones que nos domina al aceptar el pacto y dejarnos llevar entre sus páginas, es que los poemas de La Dalia Negra parecen haber sido escritos en una lengua extranjera y que el texto que llega a nuestras manos no es otra cosa que una traducción o doblaje cinematográfico. No me cabe duda de que esto obedece a lo que Melisa comenta en la Nota al lector que, a modo de postfacio, explica cómo comenzó a escribir los textos: «la voz de Elizabeth fluyó libremente...», dice, invitándonos a pensar en el carácter mediúmnico de esta –y de casi toda– ilocución poética, pero también elaborando un complejo artificio. Al ir borrando la figura autoral subsumiéndola a la de una mera transcripción y traducción de voces extranjeras, quien escribe se vale de una estrategia ambigua, próxima a la del asesino experto que oculta sus huellas para evitar la captura.
 
 Ilustraciones del libro por Facundo Emmanuel Carmona (Ferenc)
No es específicamente una técnica modernista pero causa un efecto análogo. Como dice T. S. Eliot en su ensayo La tradición y el talento individual: «El progreso de un artista es un autosacrificio continuo, una continua extinción de la personalidad...». Un proceso de despersonalización y uso de máscaras dramáticas para evitar expresar constantemente las proximidades del mundo del «yo».

Otro elemento que vamos a encontrar repetidamente en nuestra lectura de estos «poemas criminales» es el de la escisión. Así como el cuerpo de Elizabeth Short fue partido al medio, este libro consta necesariamente de dos partes. El primer poema lo explicita: «Partida en dos, el torso / arqueado en el éxtasis mortal / los brazos hacia atrás, cariño / abrázame antes de que ocurra...». Las partes, al principio, no parecen formar una unidad acabada. «¡Dejen de tomar fotografías! / algo está mal, no encajan / las partes...». Esta afirmación va a ir transformándose, pero primero atendamos a los detalles, al artificio que está aquí, preparado para nosotros.

Los títulos de los poemas tampoco coinciden del todo con el resto del texto. Nos extraña que estos poemas-monólogo, declamados desde el punto de vista de las víctimas (salvo uno, el del asesino de Short), estén titulados con frases impersonales, más propias de actores externos –como la prensa sensacionalista–, que de los protagonistas de la historia. Acá también tenemos una escisión, una apropiación del relato por parte de terceras partes, que solo se remedia con la contraparte poética. El poema «The most beautiful» debe su título a una frase de un teatro de Hollywood, que declaraba que por sus puertas pasaban las chicas más bellas del mundo. Sin embargo, ya desde la primera línea, la voz de Short hablándole a Matt, su prometido muerto durante la Segunda Guerra Mundial, nos devuelve a la situación lírica. Short reclama para sí su cuerpo, su recuerdo, sus sensaciones. Y necesita hacerlo porque su asesinato la ha despojado de todo.

«La guerra no termina / jamás, simplemente le han dado / otros nombres / como a mí...». Estas líneas bellas y dolorosas revelan el estado de mutilación interminable al que fue sometido el cuerpo y la persona misma de Short: la tortura, muerte y mutilación física operada por su asesino; una nueva mutilación que acapara la verdad sobre los detalles de su muerte, a cargo de los médicos forenses; una tercera, el cierre del caso en estado irresuelto y, finalmente, aquella efectuada por el periodismo, que reescribe la historia completa de Short y hasta le asigna un apodo (The Black Dahlia), que es por el que se la conoce popularmente. En el poema homónimo, que nos interesa particularmente porque es el único donde se filtra la voz del asesino, se dice «van a adorarte, venderán / tu fotografía hasta que dejen / de buscar y sólo te recuerden / como un mito de mujer...».

Hablando de mitos, prestemos atención a la imagen de las estrellas que en estos poemas funciona siempre de manera ambigua. En la mitología grecorromana era usual que aquellos mortales que se habían destacado particularmente a los ojos de los dioses, o aquellos a quienes les acaecía una catástrofe particularmente injusta, fueran rescatados, convertidos, inmortalizados y convertidos en constelaciones e inmortalizados, más próximos al Olimpo que a los demás humanos. Algo parecido sucede en la leyenda reciente de la Dalia Negra. Su paso al estrellato, que ella tanto deseaba, se produce recién post-mortem, y no como una artista o actriz de cine, sino como la obra de un artista-asesino que deja como legado un cadáver espantoso, pero también espectacular: «No es obra de Dios esa mueca / terrible, arrancada a la fuerza / de mí, no es mía: es la sonrisa / de mi asesino...».

No es casualidad que sea «Black Dahlia», el poema que lleva el título más parecido al del conjunto, el que más nos acerca a la idea de que la autora, como sospechábamos, se vale de un procedimiento criminal. Mediante el ocultamiento del hecho literario bajo una apariencia de transcripción o verosimilitud (un procedimiento típico de la narrativa realista) y la reescritura de las notas del femicidio, parece reapropiarse nuevamente de la voz de Short, convertida una vez más en la Dalia Negra. ¿Será por esto que el título del volumen especifica poemas criminales y no poemas sobre crímenes? También nosotros, los lectores, representamos nuevamente, cómplices y morbosos, las horas últimas, las fatales, con especial lujo de detalle. Pero ya no importa cuántas más muertes deba atravesar su figura. Es ella misma quien viene a recuperar sus despojos. Esta vez, su voz se impone sobre la del asesino y exclama: «Mi nombre es Elizabeth Short...». A pesar de los títulos, a pesar de los autores y sus nombres, es el poema quien debe sostenerse a sí mismo y hablar.

Así empieza el libro, con la recuperación que Short hace de su voz (en primera persona), de su nombre y sus apodos verdaderos, de sus recuerdos y hasta de lo sucedido al momento del crimen. Y digo «empieza», porque nada de esto alcanza su sentido completo hasta no avanzar a la segunda parte del libro; los otros poemas criminales, que nos recibe con un epígrafe que pertenece al poema «Hacia la noche» de Philippe Soupault y dice: «Y todo lo que debía desaparecer / todo lo perdido / hay que volver a encontrarlo / por encima del sueño / hacia la noche...». Se trata, entonces, del mismo movimiento en el que nos envuelve la primera parte: uno de recuperación. Por supuesto, en un orden distinto que aquel de la pérdida. El fenómeno irreversible de la pérdida material y de la muerte, ¿puede revertirse o, al menos, atenuarse, en el plano del arte, de la imaginación, del símbolo?

«Soy una mujer pez...», dice Starr Faithfull, dueña de la voz que nos enfrenta dulcemente en el poema «Mermaid»; otro caso que la prensa sensacionalista supo rapiñar, enfocándose en la vida disoluta de la víctima, y que, como el de Short, no llegó a ser resuelto. En el universo de este libro, Faithfull consuma su obsesión con el mar y las embarcaciones dejándose convertir en una criatura fantástica, híbrida (mujer-pez), y a la vez retrocediendo a la niñez: «sus lenguas turquesa al amanecer / lamiéndome como si fuera / completamente nueva otra vez / una niña que escucha con atención...». La regresión a estadios antiguos como la infancia es un motivo recurrente en este poemario que persigue justamente la restitución de lo irrestituible, una posible solución a la entropía que se percibe injusta. No es casual que la última línea de los poemas de Short se dirijan a su madre y a sus memorias de la infancia: «¿Recuerdas los inviernos / en Florida?...». De la misma manera, en el poema «Bella en el Olmo de las Brujas», la voz de aquella mujer muerta a la que, junto con la vida, le ha sido arrebatado el nombre, el rostro y hasta la mano que le fue cercenada, reaparece asimilada a una voz colectiva que surge de la naturaleza: «el cántico embrujado del bosque resuena / como un aquelarre que se inclina / para adorar a su dios...».

¿Hay, en el regreso a formas primigenias, anteriores, de vida, alguna idea de superación? ¿O es simplemente la cara que nos presenta la muerte, que nos arranca de nuestra existencia individual para fusionarnos nuevamente con los elementos de la naturaleza y la memoria colectiva? Nos vamos acercando a las preguntas centrales de este poemario: qué hay detrás de esa transformación de mujeres vivas –actrices, prostitutas, enfermeras–, en mujeres-estrella, mujeres-pez, mujeres-bosque. ¿Hay algo más que la pérdida de una individualidad en acto, que se nos presenta como preciosa e irrecuperable? Si hay una respuesta en estas páginas, no es unívoca ni cerrada, está hecha de los fragmentos –que no encajan y posiblemente nunca lo harán– de las voces, los cuerpos, los indicios, de las muertas a las que este libro rinde su homenaje.

En contraposición a los discursos analíticos y pretendidamente objetivos de la criminalística, la medicina y el periodismo, identificados con la apropiación agresiva que el femicida hace de su víctima –y que llega a su punto álgido en el proceso de disección y mutilación del cuerpo– y, sin duda alguna, con el universo masculino, lo que se ofrece aquí es el movimiento contrario. El de la síntesis. Acá ya estamos lejos de «la estrategia del asesino» que reconocíamos en el registro lingüístico. Lejos de culminar en una verdad monolítica, La Dalia Negra nos regala un episodio coral, una gala tétrica de máscaras que no temen presentarse como fantásticas, subjetivas o «hechas de la misma materia de los sueños». Su potencia no radica en la precisión sino en la combinación: el coro de las sirenas, de las brujas del bosque, de las constelaciones. El universo femenino que los pensadores y cronistas del pasado no quisieron nunca individualizar: siempre a la sombra de los que hacen la Historia (demiurgos-asesinos-artistas-sujetos de discurso), siempre animales mitológicos (atadas al ciclo reproductivo y por ello más bestiales que racionales, con suerte musas inspiradoras, con suerte objetos de discurso), siempre atadas al destino de las demás. Siempre pétalos sueltos o ramo de flores. Siempre fragmentos o masa indiferenciada. Nunca el justo medio que se arroga la figura del varón: la del individuo pleno. En esa debilidad aparente, Melisa percibe, en cambio, una fortaleza y una promesa, como dice el coro de la «marcha de las novias» en el poema que cierra el conjunto: «porque no somos de nadie / porque seremos libres / como espíritus cuyos cuerpos / han sido arrebatados / con odio...»; se está afirmando, a la vez, con la delicadeza cruel de la lírica que anima a este texto, que la libertad no necesariamente resulta aniquilada por la pertenencia a una comunidad. Que el todo es más, mucho más, que la suma de sus partes.



Berlín, mayo de 2019.


*Prólogo publicado en el libro La Dalia Negra y otros poemas criminales.

 
***

Un poema de 
La Dalia Negra y otros poemas criminales,  
de Melisa Mauriño.





Through these portals pass the most beautiful girls in the world.
(1)
Earl Carroll Theatre, Hollywood

The most beautiful

Matt, cariño
la muerte ha caído sobre nosotros.

¿A quién pertenece
toda esta violencia del mundo
sino a nosotros, a quién
pertenece sino a los hombres?

Esa chica posando para la cámara
(para el ojo detrás, para todos ellos)
delante del Earl Carroll Theatre
en Sunset Boulevard, soy yo:
recuérdame así

la blusa sin hombros, la falda
negra asiendo mis caderas,
¿las recuerdas? El fragmento
del letrero luminoso
sobre mí: the most beautiful.

¿Era mi sonrisa
acaso demasiado pequeña?
Él la extendió al infinito.

Tal vez,
era una chica triste
aún capaz de soñar con tocar
el cielo con las manos.

La guerra no termina.
Cuando esto acabe estarás muerto,
habrá acabado para nosotros
y yo seré otra víctima, como tú;
recordados así: dos amantes
tocados por la fatalidad.

Los aviones se caen, las bombas
se abren como flores
en el aire de agosto, 1945.
La guerra no termina
jamás, simplemente le han dado
otros nombres

como a mí. Me he convertido
en una celebridad,
en Hollywood todo el mundo
me conoce; han visto ellos
también la blancura de mi cuerpo
abierto sobre el césped,
sonriente.

Guardaré tus cartas
junto a la fotografía de aquella cena
cuando sujetaba tu brazo
adornada con esa dalia blanca
en mi escote. Guardaré
la sensación de tus manos
prendiendo la flor
a mi vestido esa noche.
El corazón palpita entre las nubes.

Matt, cariño
después de la guerra, después
de tanta muerte, ¿qué nos queda
sino una fotografía donde las manos
se entrelazan, felices?

(1) A través de estos portales pasan las chicas más hermosas del mundo.



lunes, 2 de diciembre de 2019

Las palabras íntimas




por Fernando G. Toledo
 

¿Por qué elegimos a un escritor, a un poeta, como nuestro preferido? Decidimos un nombre entre todos y esto se debe a que nos gusta «su obra». Pero, ¿nos gusta toda su obra, o sólo parte de ella? ¿Importa que sea concisa y no frondosa? ¿Sería válido elegir a un poeta como el preferido por un solo libro breve o, por qué no, por un solo poema? ¿Debería ser ese poema un poema extenso (La Eneida, Orlando Furioso, De rerum natura, Eugenio Oneguin, Martín Fierro o, al menos La tierra baldía o Piedra de sol)? ¿O podríamos decir: «Quasimodo es mi poeta preferido por Y de pronto anochece. Los demás poemas no me subyugan, pero ese vale por todos los demás»? Pero si elegimos a un poeta por un solo poema, ¿por qué no hacerlo por un solo verso? O, puesto que estamos llegando a un límite, ¿por qué no preferirlo apenas por una palabra? 

Pensaba en todo esto al releer, no sé si ya por centésima vez, el Poema conjetural de Jorge Luis Borges. Un poema no digamos «único», pero sí «particular» entre su obra; un poema que puede ser parangonado con pocos de sus otros textos. En él, Borges asume la voz de Francisco Narciso de Laprida, en sus instantes finales, cuando una tropa del Fraile Aldao lo persigue para matarlo. El autor de El Aleph no menciona el escenario, pero todo sucede en San Francisco del Monte, en Mendoza, y es el 22 de septiembre de 1829.  

Nada más poético, por cierto, que imaginar a un hombre «casi muerto» y evocarlo con un soliloquio que nos lleva desde el retrato dolido del «destino sudamericano» hasta el drama existencial de la vida fugaz. Pero el poema va más allá del «laberinto múltiple de pasos» que traza un hombre individual: hablar de Laprida le sirve a Borges para convertir su asesinato en una metáfora del tiempo que vivía, y que consideraba bárbaro. 

Pensaba yo, entonces –y ya en el terreno puramente estético–, en que aun con lo genial que pueda parecernos el poema, es el verso final el que le da lustre, el que le permite alcanzar relieve clásico. Laprida acaba el relato de sí mismo cuando por primera vez se empieza a referir a una parte física de su persona, y en el momento preciso en que por una de esas partes se le va la vida. «El íntimo cuchillo en la garganta», dice el verso postrero. Ese es un verso perfecto a la luz de cualquier enfoque: ya sea por lo formal o por la carga de dramatismo con que dota al final del poema; ya por el peso musical de su endecasílabo o por la capacidad sintética de excluir el verbo y aun así hacer aflorar la acción. 

Yo creo que bien podría apuntar a Borges entre mis poetas preferidos. Y que el Poema conjetural también podría estar entre mis poemas predilectos. Además, diría que ese verso final es aquel con el que me quedaría. Y que el único adjetivo de ese verso sería la palabra escogida: «íntimo».

A nadie extrañe que a toda elección de esta índole ese adjetivo, al fin, le calce a medida. «Íntimo». Así son las mejores palabras: nos llegan hasta el cuello.

* * *




Poema conjetural
de Jorge Luis Borges

El doctor Francisco Laprida, 
asesinado el día 22 de setiembre de 1829 
por los montoneros de Aldao, 
piensa antes de morir:



Zumban las balas en la tarde última.
Hay viento y hay cenizas en el viento,
se dispersan el día y la batalla
deforme, y la victoria es de los otros.
Vencen los bárbaros, los gauchos vencen.
Yo, que estudié las leyes y los cánones,
yo, Francisco Narciso de Laprida,
cuya voz declaró la independencia
de estas crueles provincias, derrotado,
de sangre y de sudor manchado el rostro,
sin esperanza ni temor, perdido,
huyo hacia el Sur por arrabales últimos.
Como aquel capitán del Purgatorio
que, huyendo a pie y ensangrentando el llano,
fue cegado y tumbado por la muerte
donde un oscuro río pierde el nombre,
así habré de caer. Hoy es el término.
La noche lateral de los pantanos
me acecha y me demora. Oigo los cascos
de mi caliente muerte que me busca
con jinetes, con belfos y con lanzas.
Yo que anhelé ser otro, ser un hombre
de sentencias, de libros, de dictámenes
a cielo abierto yaceré entre ciénagas;
pero me endiosa el pecho inexplicable
un júbilo secreto. Al fin me encuentro
con mi destino sudamericano.
A esta ruinosa tarde me llevaba
el laberinto múltiple de pasos
que mis días tejieron desde un día
de la niñez. Al fin he descubierto
la recóndita clave de mis años,
la suerte de Francisco de Laprida,
la letra que faltaba, la perfecta
forma que supo Dios desde el principio.
En el espejo de esta noche alcanzo
mi insospechado rostro eterno. El círculo
se va a cerrar. Yo aguardo que así sea.

Pisan mis pies la sombra de las lanzas
que me buscan. Las befas de mi muerte,
los jinetes, las crines, los caballos,
se ciernen sobre mí... Ya el primer golpe,
ya el duro hierro que me raja el pecho,
el íntimo cuchillo en la garganta.