miércoles, 30 de junio de 2010

El último juguete posible

El ático, Daniel Mariani, Ediciones del Copista, Córdoba, 2009, 55 págs.
Ilustraciones: María Elena Bazán


por Hernán Schillagi



El secreto mejor guardado de todo poeta es el siguiente: escribir para modificar indirectamente el pasado a su gusto y conveniencia. Pero si ese tiempo pretérito es la infancia, cuánto más todavía hay para transformar con sustancias como la metáfora y las imágenes.

En El ático, Daniel Mariani (Córdoba, 1981) realiza una propuesta serial tan inquietante como perturbadora al titular cada uno de los poemas de su libro con el nombre de un juguete o un juego: «Deslizo un auto rojo/ por la mesa de vidrio./ Nadie ve cómo pruebo su destino sin frenos/ en el borde,/ en el aire,/ en el peso/ que abre su cuerpo indestructible/ para que yo entienda/ la muerte de mi padre» (Duravit). Ya desde el primer poema, un inocente elemento de recreación se transforma en el prisma donde la luz de la realidad se irá descomponiendo hasta mostrar lo sórdido que hay detrás de cada recuerdo, de cada olvido.

Si repasara desprevenido el lector todo el índice, hasta podría caer en la nostalgia: Bicicleta, Trompo, Barco de papel, Barrilete; entre otros entretenimientos infantiles clásicos. Es aquí donde la trampa de Mariani comienza a activarse. Ya que en poemas breves y precisos en adjetivación, un latigazo nos enfrenta a una condensación feroz que nos hace volver la mirada hacia un lugar que creíamos intocable: «Escarbé con una idea y una pala/ pero el mundo era demasiado grande… (Arena)».

Pero hay un par de preguntas que, a medida que avanzan los poemas, comienzan a rondar. La primera, «¿en qué consiste el juego?». Mariani revuelve entre los cajones de las palabras para apilar versos como en Rastis, donde logra construir un caligrama sutil y efectivo. También la elipsis es una herramienta lúdica, pero que es utilizada para constituir un sentido, es decir, la fragmentación de los recuerdos: «Papá y el abuelo saben / que cada palabra es una guerra. / Juegan. Mueren de a poco, callados… (Ajedrez)». La otra pregunta que se asoma y pide gancho al autor sería, «¿para qué juega?». Si Roberto Arlt propuso a la literatura como un juguete rabioso, en los rincones de El ático hay una voz que muestra a la poesía como el último de los juguetes posible para un adulto. Un juguete oculto que funciona como un talismán profano para distraer la muerte de los seres queridos, de los momentos felices y, de algún modo, reemplazarlos ante la soledad.

Como afirma Vlady Kociancich: «los niños no sólo crecen en altura sino en profundidad, como las plantas marinas, invisibles hasta que una ola casual las arrastra a la superficie y su rareza desconcierta». Entonces en El ático, lo que sorprende es la honestidad y el lirismo reflexivo –escasos en estos tiempos de cartón pintado- con los que el poeta nos invita a su juego.

Algunos poemas de Daniel Mariani



RASTIS

Unir,
apilar,
disponer
rastis como palabras.
Algún dios pequeño y fugaz
me ofreció estas partes,
impredecibles y exactas,
para ordenar el universo.


TELÉFONO

Cuando cumplí tres años
me regalaron un teléfono
para que hablara con papá.
El primer día corté el cable:
no soportaba los límites espaciales.

Recuerdo el verde oscuro,
los hombres altos y serios
que lo llevaron del brazo,
como me llevaba él
cuando íbamos a jugar.

Algunas noches,
cuando fumo su pipa,
responde mis palabras
con señales de humo.

PELOTA

Mi casa no tenía patio
y el balcón estaba prohibido.
A escondidas abría la puerta
y arrojaba la pelota por la escalera.
Había algo en su viaje.
Una esfera de colores
no necesitaba manos,
ni pasos,
ni miedo
para explorar el mundo.

Yo llegué libre.
Me vistieron,
me guardaron en un moisés,
en una cuna,
en un departamento.

Desde mi ventana se ven los pájaros
jugar con el aire.


GUSANO

Se desprende de la tierra,
cuerpo que ondulan
escaleras del aire,
casi de la luz.
Pero inevitablemente cae
ante el peso de una verdad
que entierra sus ojos en el polvo de la historia.

Así, como el gusano, escribo.

domingo, 20 de junio de 2010

De la relectura (o en busca del niño perdido)



por Sergio Pereyra

El inventario mental de los libros leídos en los últimos meses arroja un saldo que causa estupor: en lo que a lectura se refiere me comporto como un chico: quiero que una y otra vez me cuenten el mismo cuento: es decir: no he leído nada nuevo. Prueba de ello es la restitución a sus propietarios legítimos de tres o cuatro libros sin siquiera hojearlos, porque su presencia, con ese halo de pobres criaturas urgidas de amor, me resultaba intolerable. Es decir: sólo en la relectura encuentro placer.

Vengo, por ejemplo, de zambullirme el fin de semana en “Una hermosa niña”, relato de Truman Capote donde se despliega la figura encantadora, luminosa y siempre frágil de Marilyn Monroe. Tal era al menos la impresión que mi memoria había conservado de lecturas anteriores: la pequeña estaba en primerísimo primer plano. En esta ocasión, sin embargo, algo distinto ocurrió: por primera vez reparé en su compañero de aventuras, el propio Truman ficcionalizado (TC). El truco de Capote consiste en presentarse como el reverso exacto de Marilyn: cáustico, cerebral, cínico, revulsivo. Una anécdota sexual de TC con el astro de cine Errol Flynn resulta de lo más ilustrativa al respecto. Entonces, allí está: ante nosotros la pareja perfecta: la bella muchacha y el maricón de lengua afilada.

No obstante, este personaje, TC, acaso contagiado de la fragilidad de su interlocutora (¿de su interlocutora o de su nostalgia de ella? Eso nunca lo sabremos. Las cronologías nos dicen que las acciones narradas datan del 55, que Marilyn murió en el 62 y que el libro fue publicado en el 80. Y esto, al fin y al cabo, es literatura), TC, decía, hacia el final pierde su máscara, cuando en medio del estrépito de las gaviotas, grita: Marilyn, Marilyn, ¿por qué todo tuvo que salir así? ¿por qué es una mierda esta vida? (más que nunca hay la impresión del aullido lanzado a través del tiempo y la muerte).

Y yo, este sábado, no pude sustraerme a su influjo que me envolvió por los cuatro costados, tanto que, si busco un paralelo en mi propia historia debo remontarme muy lejos, a mis veinte años, cuando, lapicera en mano y un nudo en la garganta, leía a Lorca (Porque te has muerto para siempre,/ como todos los muertos de la Tierra,/ como todos los muertos que se olvidan/ en un montón de perros apagados), Vallejo (Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé!/ Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,/ la resaca de todo lo sufrido/ se empozara en el alma… Yo no sé!), Auden (Detengan los relojes/ desconecten el teléfono/ denle un hueso al perro/ para que no ladre/ Callen los pianos y con ese/ tamborileo sordo/ saquen el féretro.../ Acérquense los dolientes/ que los aviones/ sobrevuelen quejumbrosos/ y escriban en el cielo/ el mensaje.../ él ha muerto).

Auden, Vallejo y Lorca releídos

Ahora bien, que un enunciado que condensa una actitud que yo juzgaba adolescente fuera causa de tan vivo estremecimiento, tiene para mí un significado por lo menos ambiguo. Porque, si por un lado, demuestra mi permeabilidad a la amargura destilada en una queja; por el otro, no puedo obviar el hecho de que lo hace en el terreno de la literatura y no en el de mi experiencia cotidiana, donde tan a menudo me siento petrificado. Más tarde, y con la perspectiva que regalan los días, llegué a la conclusión de que no había inocencia alguna en el gesto inicial de tomar ese libro y no otro, pues su contenido me era familiar; y que quizás secretamente buscaba era reavivar una llama.

Entonces, y a diferencia de la lectura cuyo atractivo radica en la novedad, podría ser que la relectura fuera una especie de llave para regresar a habitaciones antiguas, conocidas y perdidas; habitaciones, sin embargo, de algún modo queridas. Y si, como afirma Hugo Mujica, debería uno encontrar aquello que la poesía (y el texto de Capote, pese a estar escrito en prosa, lo es) nos hace ver y decir sobre nosotros mismos, esta relectura puso bajo mi ojos la intuición, si no la certeza, de que los años amontonados a mi espalda no han modificado mi afinidad con cierto nihilismo dolido, desesperado; y que, por lo tanto, en algún lugar (y esto es pura metáfora) continúo siendo un hermoso niño.

viernes, 18 de junio de 2010

El año de la muerte de José Saramago




A los 87 años murió el Premio Nobel de Literatura, José Saramago. Fue novelista, poeta y periodista. Sus cenizas serán esparcidas en Portugal, su país natal, y en la isla española de Lanzarote, donde residía junto a su esposa.
El escritor portugués murió este viernes en su casa de la localidad de Tías, en la isla española de Lanzarote, donde residía, tras una larga enfermedad a pesar de la cual se mantuvo activo casi hasta el final de su vida.
Nació el 16 de noviembre de 1922 en el pueblo rural de Azinhaga, cerca de Lisboa, bajo el nombre de José de Sousa Saramago. Fue más conocido por el apodo de su familia paterna, Saramago, que el funcionario del Registro Civil añadió al inscribirlo.
A pesar del prestigio que ganó con sus libros anteriores, obtuvo una fuerte popularidad cuando su novela El evangelio según Jesucristo no participó del Premio Literario Europeo por prohibición del gobierno de Portugal, que lo catalogó como una «ofensa a los católicos». Como acto de protesta, Saramago abandonó su país en 1993 y se instaló en la isla de Lanzarote, con su mujer.
En 1998, la Academia Sueca de las Letras encontró a Saramago merecedor del Premio Nobel de Literatura en mérito a un trabajo que «con parábolas sustentadas con imaginación, compasión e ironía continuamente nos permite captar una realidad fugitiva». Fue el primero y hasta ahora único autor de Portugal que recibió éste premio.
Cualquiera que se acerque a leer alguna de sus novelas como La balsa de piedra, Todos los nombres o La caverna podrá reconocer la poderosa pluma lírica y reflexiva que recorre sus historias. Sin embargo, el portugués contaba con un grupo de poemarios que en 2005 recogió Alfaguara en su Poesía completa. De ese libro compartimos estos poemas.




Hasta el fin del mundo

Ya es tiempo, Inés, el mundo acaba
En que el amor fue posible y urgente;
La promesa tallada en esa piedra,
O se cumple hoy, o todo miente.


Aquí la piedra cae

Aquí la piedra cae con sonido distinto
Porque el agua es más densa, porque el fondo
Se asienta firmemente en los arcos
Del horno de la tierra.
Aquí se refleja el sol y roza la superficie
Una rojiza canción que el viento esparce.
Desnudos, en la orilla, encendemos convulsos
La hoguera más alta.
Nacen aves en el cielo, los peces brillan,
Toda la sombra se fue, ¿qué más nos falta?



Vértigo


No va el pensamiento a donde el cuerpo
No va. Emparedado entre rocas,
Hasta el propio grito se contrae.
Y si el eco remeda una respuesta,
Son cosas de la montaña, son secretos
Guardados entre las patas de una araña
Que teje su tela de miseria
Sobre la piedra suspendida de la cuesta.

domingo, 6 de junio de 2010

Arte de ilusión, de elevación y de engaño

Las artes poéticas

Borges, Horacio, Girri, Pizarnik y Alberti: en el caleidoscopio de las artes poéticas


Por Paula Seufferheld



Las artes poéticas constituyen un material muy valioso para reflexionar sobre el género. Aquí no hay miradas externas que conceptualizan sobre el origen de la poesía, sus funciones o destinatarios. Por el contrario, en ellas es la voz del poeta la que se alza para decir lo que sabe. Un poco hace lo mismo el maestro de magos cuando revela sus secretos para que su arte no perezca.
Desandando el camino de varias artes poéticas intento arrojar luz –y algunas sombras también- sobre algunos interrogantes que nos hacemos constantemente quienes escribimos poesía.


¿Qué es poesía? (Mato tu esperanza romántica: no eres tú)

«¿Era la música? ¿Era lo inusitado? Ambas sensaciones, la de la música y la de lo inusitado, se unían dejando en mí una huella que el tiempo no ha podido borrar. Entreví entonces la existencia de una realidad diferente de la percibida a diario», decía Luis Cernuda refiriéndose a la poesía. Al analizar las preguntas iniciales de esta cita, trato de imaginar el momento inmediatamente anterior a la irrupción del poema. Su silencio concreto. Su materialidad preverbal: todo está allí, sin embargo calla. De pronto, un sonido agobia la mente del poeta, forma palabras que comienzan a descomprimir una sucesión de percepciones abigarradas: visiones inusitadas –como las de Cernuda- pero también fantasmales. El caos se agrupa en una tirada de versos sin dejar, paradójicamente, de ser caos. La poesía cumple, otra vez, su propósito de sorpresa y originalidad.

Pero la poesía no solo sacude allí donde la piedra más se resiste, es también promesa de belleza, de goce estético, de escritura y lectura apasionada. Horacio que intuía estas particulares características, clamaba: Poesía, si me concedes tus favores/ creceré tan alto/ que mi frente se clavará como una viga/ entre las mismas estrellas». Llevar a la lengua a su nivel más elevado, desatarla de sus ligaduras cotidianas para que ascienda a ese cielo iluminado, debe ser otra tarea del poeta. Pero esa operación de «extrañamiento» del lenguaje no solo implica un acto de elevación, sino también de magia. Otro poeta, Carlos Barbarito, así lo describe: «Por más que hable con palabras de diccionario o aparentemente comunes, lo que de ellas hace el poeta, en su alquimia, en las sucesivas destilaciones, en la búsqueda de otros planos, de otras significaciones, las sitúa en otra parte, las emparenta con la magia, las llena de poderes, las convierte […] en intrincados jardines encantados».


Sorpresa, belleza por elevación, magia. Para que exista una poesía que convoque estos elementos necesariamente tiene que intervenir el engaño, capaz de trastocar la crudeza de la existencia en material bello y sensible. Como versó Borges, hay que «convertir el ultraje de los años/ en una música, un rumor y un símbolo,// ver en la muerte el sueño, en el ocaso/ un triste oro, tal es la poesía». Pero este fraude no es estafa, más bien es un antídoto frente a una realidad que Gelman imaginó como un martillo que bate las telitas del corazón.

Finalmente, la poesía es lugar propicio para la reflexión filosófica: «un elemento de controversia/ que nos lleve a lo paradojal […] una premisa constante, la duda,/ indagando en la realidad,/ buscándola fuera del contexto». (Alberto Girri).

¿Para quiénes escribir poesía?

«Hago mis economías
pero mis pocas palabras
aunque de todos, son mías».

Rafael Alberti


Para nosotros mismos que pretendemos, como la Pizarnik, leer en nuestro llanto.
Para aquellos que todavía no pierden su capacidad de asombro y fracasan todas las veces buscando redención en los versos.
Para los amigos que esperan de nosotros, además de los gestos y modos habituales, ese puñado de poemas que nos define de frente como la más impiadosa foto carnet: así somos, así pensamos, así miramos el mundo, así lo cantamos.
Para ese lector solitario que nunca conoceremos y ahora o en el futuro, mientras deja enfriar un café, nos lee por azar, recomendación u obligación –poco importa cómo hemos llegado a sus manos- y se alivia de que alguien haya dado con las palabras precisas para traducir sus ideas y emociones.
«Para los pechos y para las bocas y para los oídos donde, sin oírme, está mi palabra» (Vicente Aleixandre).


Algunas artes poéticas


Del oficio del poeta

Hay que incendiar a la poesía
y cantar luego
con las cenizas útiles.

Jorge Boccanera

*

Poesía Vertical XI – 3

Una escritura que soporte la intemperie,
que se pueda leer bajo el sol o la lluvia,
bajo el grito o la noche,
bajo el tiempo desnudo.

Una escritura que soporte lo infinito,
las grietas que se reparten como el polen,
la lectura sin piedad de los dioses,
la lectura iletrada del desierto.

Una escritura que resista
la intemperie total.
Una escritura que se pueda leer
hasta en la muerte.

Roberto Juarroz

*

Arte Poética

Mirar el río hecho de tiempo y agua
y recordar que el tiempo es otro río,
saber que nos perdemos como el río
y que los rostros pasan como el agua.

Sentir que la vigilia es otro sueño
que sueña no soñar y que la muerte
que teme nuestra carne es esa muerte
de cada noche, que se llama sueño.

Ver en el día o en el año un símbolo
de los días del hombre y de sus años,
convertir el ultraje de los años
en una música, un rumor y un símbolo,

ver en la muerte el sueño, en el ocaso
un triste oro, tal es la poesía
que es inmortal y pobre. La poesía
vuelve como la aurora y el ocaso.

A veces en las tardes una cara
nos mira desde el fondo de un espejo;
el arte debe ser como ese espejo
que nos revela nuestra propia cara.

Cuentan que Ulises, harto de prodigios,
lloró de amor al divisar su Itaca
verde y humilde. El arte es esa Itaca
de verde eternidad, no de prodigios.

También es como el río interminable
que pasa y queda y es cristal de un mismo
Heráclito inconstante, que es el mismo
y es otro, como el río interminable.

Jorge Luis Borges