domingo, 20 de marzo de 2011

Tribulaciones de un lector



por Sergio Pereyra


Lo he hecho. He leído. Todo el día he leído. Las horas de la mañana se escurrieron mientras, cual voyeur, husmeaba el cadáver del amor que las palabras de una mujer se empeñan en revivir. En tanto, el aturdimiento de la siesta me sorprendió oyendo el verso poderoso, concentrado, inteligente que otra mujer usa como un arma en sus batallas éticas, en sus batallas estéticas.

En estas horas Idea Vilariño y Juana Bignozzi, que de ellas se trata, han sido para mí más nítidas que los muebles que me rodean.


Idea que escribe cartas a un hombre sin importarle que ya no esté o que no se acuerde. Ella igual va enajenada por la casa apagando las luces, guardando los vestidos, pensando en él, sin dejarlo caer, anhelándolo, amándolo, diciéndole querido. Ella igual compara su recuerdo con el círculo que en la arena dibuja el leve junco. Idea, que aunque escriba, piense, lea, aunque traduzca veinte páginas u oiga el informativo, y vuelva a escribir y escribir, al final solo tiene en mente saber dónde está ese que ya no la abrazará como aquella noche, ese al que no volverá a tocar ni verá morir. Tan intensa Idea, tan apasionada. Y sin embargo no se engaña: sabe que a pesar de los versos de los hombres, el amor es solo sueño, glándulas, locura.


Juana interesada en novios, poetas, revistas de opinión, secretarios de barrio, amigos imbuidos de una colonizada cultura pavesiana. Juana que aunque con la edad está cada vez más enojada con los cultos pensadores que han confundido la ideología con las ciencias aplicadas, la ética con el espontaneísmo, el arte con la habilidad manual y la lucha de clases con la renovación de generaciones, no se da por vencida y, minuto a minuto, recuerda que no debe quebrantarse el frente interno, aunque ya ese frente solo sean su memoria y su soledad. Porque pese a no creer en una poesía para impresionar con grandes, imposibles olvidos que no llegan, o esas frases de tengo para poco, esta Juana de hoy, la que rememora a la otra, la joven que escribía de noche en su Saavedra natal, se obstina en dejar una palabra que ampare a alguien en las tardes inhóspitas de recuerdos, una palabra que ayude a salir de un universo de horizonte cerrado, porque Juana ha empezado a sentir gusto por la vida en serio.

Mi desdicha entonces, la de un lector (¿la de todos?), estalla entrada la tarde al salir a la calle y encontrarme con eso que llaman «realidad», que para mortificarme adopta rostros diversos, vulgares todos, empapados de la tontería de su pequeño poder. ¿Será que soy uno de esos hombres que, según T.S. Eliot, no soportan demasiada realidad?

Y quisiera que estas situaciones no me hallaran tan sin defensas, que la poesía, ese prisma a través del cual miro el mundo, fuera el instrumento adecuado para capear los temporales que día a día se desploman sobre mí.





POEMAS DE IDEA VILARIÑO

Lo que siento por ti es tan difícil...

Lo que siento por ti es tan difícil.
No es de rosas abriéndose en el aire,
es de rosas abriéndose en el agua.
Lo que siento por ti. Esto que rueda
o se quiebra con tantos gestos tuyos
o que con tus palabras despedazas
y que luego incorporas en un gesto
y me invade en las horas amarillas
y me deja una dulce sed doblada.
Lo que siento por ti, tan doloroso
como pobre luz de las estrellas
que llega dolorida y fatigada.
Lo que siento por ti, y que sin embargo
anda tanto que a veces no te llega.

*


Mediodía

Transparentes los aires, transparentes
la hoz de la mañana,
los blancos montes tibios, los gestos de las olas,
todo ese mar, todo ese mar que cumple
su profunda tarea,
el mar ensimismado,
el mar, a esa hora de miel en que el instinto
zumba como una abeja somnolienta...
Sol, amor, azucenas dilatadas, marinas,
Ramas rubias sensibles y tiernas como cuerpos,
vastas arenas pálidas.
Transparentes los aires, transparentes
las voces, el silencio.
A orillas del amor, del mar, de la mañana,
en la arena caliente, temblante de blancura,
cada uno es un fruto madurando su muerte.


*

Tal vez no era pensar, la fórmula, el secreto...

Tal vez no era pensar, la fórmula, el secreto,
sino darse y tomar perdida, ingenuamente,
tal vez pude elegir, o necesariamente,
tenía que pedir sentido a toda cosa.
Tal vez no fue vivir este estar silenciosa
y despiadadamente al borde de la angustia
y este terco sentir debajo de su música
un silencio de muerte, de abismo a cada cosa.
Tal vez debí quedarme en los amores quietos
que podrían llenar mi vida con un nombre
en vez de buscar al evadido del hombre,
despojado, sin alma, ser puro, esqueleto.
Tal vez no era pensar, la fórmula, el secreto.
sino amarse y amar, perdida, ingenuamente.
Tal vez pude subir como una flor ardiente
o tener un profundo destino de semilla
en vez de esta terrible lucidez amarilla
y de este estar de estatua con los ojos vacíos.
Tal vez pude doblar este destino mío
en música inefable. O necesariamente...







POEMAS DE JUANA BIGNOZZI


Soy una mujer sin problemas

Todos lo saben
y entonces buscan mi compañía para charlar por las noches.
Sin embargo yo conozco a alguien que quiere morir en paz consigo mismo
y me produce estremecimientos, insomnio, soledad
porque la paz conmigo misma sería una guerra sin fin
dos o tres asesinatos inevitables y alguna entrega desmedida
que no entra en mis planes.
Sin embargo yo sueño por las noches
con un jardín inmenso donde los muertos se levantan para saludarme;
yo sueño con un hombre que me inquieta y como lo ignora
me habla amigablemente del resto del mundo
y de mis múltiples amores, tan simpáticos
tan apropiados como tema de conversación.


*



Era fácil quedarme sola brillante intocable en mi agresividad
tirar los pedazos que aún valían entre gente conocida
cartas prestigiosas de desprestigiados
disimular el paso de los años
su asqueroso pelo infiltrado
con frasecitas jactanciosas

pagar la buena conciencia con reuniones de seudo peligrosos
dedicarme a la solidaridad difusa
era tanto más fácil
que entrar a patadas en esta turbia y compleja realidad
si toda vida es un reemplazo y no existe el lugar en blanco
el sueño de estar a la vuelta de esta historia
con aquellos viejos ácratas revolucionarios principios
es el crujido de la muñeca de madera en la noche

abandonen la hermosa escena familiar
no hablen más de un ciego retrato en colores
sobre él ha caído una permanencia
la de la sangre



*


después de décadas vos me anunciarás mi muerte


el día que dejes de hablarme de manera irónica
seca y un poco desatendida
sabré que me estoy muriendo
el día que dejes de decirme
por favor se habla con el subjuntivo lo has olvidado
no se viste uno con flores y rayas
no se sale así a la calle
ese día seré conmovedora
digna de piedad
y toda forma de felicidad habrá desaparecido
el día que me disculpes cualquier

viernes, 4 de marzo de 2011

Sin títulos no hay paraíso


A favor de los títulos en los poemas




por Hernán Schillagi

En una época donde la gélida tecnología nos permite comprimir información -visual, acústica y gráfica- para poder salir por las calles de la ciudad con la discografía completa de Pink Floyd, o hasta con El Quijote en un artefacto del tamaño de una chaucha; un nuevo fenómeno está sucediendo en cuanto a la identificación de las obras: la pereza de no titular los discos, las canciones y -teníamos que llegar vivos para esto- también los poemas.

De este modo, un adolescente tardío salta de carpeta en carpeta, de track en track y, mientras chequea la actualización del twytter, da lo mismo don Chicho que San Martín, como atizaba Discépolo en Cambalache. Por lo tanto, contrario a lo que se piensa, es cada vez más habitual encontrar esta «no-práctica» en los blogs de poesía, donde los poetas digitales cuelgan sus escritos en verso sin un título que los encabece. ¿Revolución contra la nobleza de los títulos? Me permito pensar que a muchos ni se les cruza la idea de que al otro lado de la pantalla hay un receptor ansioso de contar con todos los estímulos posibles.

Pero es más llamativo todavía, abrir hoy un libro y que, luego de leer cinco o seis poemas rotulados, aparezca un grupo de versos decapitados. Diez o quince líneas abandonadas al blanco baldío de la hoja. Entonces, el paciente lector de poesía -y vale recordar que no abunda- debe reformular su modo de lectura ante semejante holgazanería creativa. Es decir, se siente expulsado del paraíso profano que supone leer un poemario.

Hablo de los títulos porque hace un tiempo, el escritor Fabio Morábito redactó una columna titulada Contra los títulos[1], donde se despacha sin piedad sobre «la innecesaria manía de titular los poemas». Trata a los títulos como si fueran una «extraña anomalía de lectura» de su parte, ya que siempre se los olvida. Los tilda de poco esclarecedores, inútiles y hasta de una formalidad. No conforme, se lanza también contra los epígrafes en los poemas, porque los considera «elementos decorativos y, lo mismo que los títulos, un mero preámbulo para aclararse la garganta…» Pues, como todo buen ensayo, este breve texto del poeta italiano residente en México me generó varios cuestionamientos.

Todo poema tiene título. Es casi impensado hallar un libro impreso sin nombre alguno. Recorrer con la mirada un anaquel de libros, leer los nombres de cada lomo hasta que aparece uno de ellos completamente en blanco resulta angustiante. Mezquindades de la editorial, me dirán. Aunque sí es muy común toparse con poemarios enteros que tienen los textos sin titular. Poemas que aparecen numerados, o con un asterisco, o hasta sin nada. Aquí Morábito asesta casi con razón: «La poesía sigue siendo en buena medida un arte oral […] los títulos son mudos por naturaleza…» En los cuentos pasa lo mismo con respecto a la oralidad, y no exagero si digo que no existen casi relatos sin nombre. No obstante, recuerdo la Poesía Vertical de Roberto Juarroz y sus sucesivos tomos. Un ejemplo extremo donde el autor elige un único nombre para toda su obra y para todas las piezas que la integran. Esos poemas, entonces, sí tienen un título. Pero cuando ya vamos leyendo la Novena o la Décima Poesía Vertical pedimos a gritos, como Dante extraviado en el medio de la selva oscura, a un Virgilio que nos guíe un poco en tanta maraña verbal y numérica. Para el caso, si un título es mudo, el poema sin él comienza a tener problemas de disfonía.

Vox populi. Ante la falta de títulos, los lectores -y también los críticos- han ido creando anticuerpos ingeniosos, ganchos para no caerse en el aljibe sin fondo del silencio. Son evidentes e inevitables las históricas «soluciones» formales en las «Coplas» de Manrique, las «Églogas» de Garcilaso y las «Rimas» de Bécquer. Me imagino a los amigos del inolvidable Gustavo Adolfo resolviendo cándidamente qué hacer, post mortem, con las más de 80 «rimas» dispersas. Además, ¿alguien puede negar, más allá del arbitrario número, que su rima más famosa no se llama «Volverán las oscuras golondrinas»?[2] Es allí donde los lectores comunes imponen su voz. Hablan sin consultarle a José Hernández de la «Ida del Martín Fierro» para referirse a la primera parte de la obra en consecuencia con «La vuelta».

Concentración máxima. De todos los géneros, la poesía se destaca por la brevedad de su discurso, por concentrar en un puñado de palabras todo un mundo de significados. Cualquiera puede leer un par de veces en su vida La guerra y la paz o Bomarzo sin necesidad de revisitar esas páginas en su totalidad; pero un poema tiene la capacidad proteica de decirnos algo nuevo y sorprendernos en las diferentes etapas de nuestra vida. Modestamente, todo poema concentra a toda la poesía. Como dice Víctor Redondo en una entrevista: «El poeta tiene que sacar el mayor jugo posible de la menor cantidad de palabras; en ese sentido, debe leer como el más inteligente de los lectores…»[3] Por lo tanto, el nombre de un poema sería la expresión máxima de esa síntesis. Los más sagaces poetas utilizan el título como si fuera algo inseparable del resto; a veces el título contradice lo dicho, a veces abre puertas insospechadas y, en las mejores ocasiones, funciona como un primer verso autónomo que se potencia con la lectura de los demás. Es el caso de este poema del español José Agustín Goytisolo:


ÉXITO DE UN POEMA

Escribiste un poema a fin de cautivar
a una muchacha y el resultado fue
que la muchacha se enamoró perdidamente
del mensajero que le entregó el poema.


en Palabras para Julia y otros poemas (Plaza & Janés, 1997)

M´hijo el pueta. Es cierto que muchos poetas utilizan los epígrafes como un elemento de adorno. Es más, que los colocan en una esquina superior del poema como los petulantes padres amuran la chapa de su «hijo el dotor» junto a la puerta. Inseguridad y mucho esnobismo de algunos «puetas» que necesitan darse a conocer a través de la voz prestigiosa de otros, tal vez. «Sufren de para-citología», me dice una amiga escritora. Es injusto que Morábito los compare con los títulos, ya que estos son distintivos del poema como el nombre de una persona o de un lugar. Así y todo, un sincero y pertinente epígrafe -muy de vez en cuando- demuestra que el poeta está dispuesto a dialogar con otros, propone a los lectores que hagan links analógicos hacia los autores que lo han deslumbrado.

Pecado capital. De todos los vicios condenatorios, se dice que la pereza es el peor, debido a que genera otros pecados. No es que me sienta Brad Pitt y Morgan Freeman persiguiendo a un asesino, sin embargo sospecho que más de un poeta rotula deficientemente un poema o prescinde de los títulos por flojera. Admiro los poemarios que proponen una serie de poemas numerados -o no- a partir de un solo nombre, siempre y cuando sostengan la idea motriz de principio a fin. Por el contrario, la miscelánea implica indefectiblemente la titulación de los textos; el poema se encuentra dentro de un alucinante revoltijo de ideas, ritmos, emociones y temas donde el lector realiza una lectura random, un paseo aleatorio y a los saltos por las páginas del libro. Entonces se hace necesario encontrar carteles en la ruta poética, señales de una causa más que personal, parafraseando a Joaquín Giannuzzi. Desalienta chocarse en el camino con poemas que repiten el primer verso como título, encontrarse además con los que al azar eligieron una sola palabra perdida entre el texto, como también resulta una neblina impenetrable aquellos que impíamente los borran de la cabeza del poema. Invito a hojear los libros de cualquier biblioteca y los ejemplos ilustres y desconocidos estarán de sobra. Hacia el final, Fabio Morábito arremete: «Ponerle el título es delatar el hecho oprobioso de que volvimos la cabeza en algún momento para, justamente, ponerle un título, siendo que lo propio de un poema es no volver nunca la cabeza y solo admitir un camino hacia delante…». ¿No será -digo- un hecho más vergonzoso olvidarse de los lectores en medio del caos sin mirar para atrás, como un Lot hipermoderno escapando de Sodoma?

Sin etiqueta. Para mi sorpresa, me encontré unos meses después de leer la opinión de Morábito con una entrevista[4] donde el escritor sacude otra vez a los títulos con obsesión: «Los títulos, por un lado, no tienen mayor importancia. Hay que ser sinceros. Creo que les importan más a los editores que a los escritores. No es que el escritor viva con el título metido en la cabeza. Yo casi siempre los encuentro al final, y de una manera muy azarosa. Por ejemplo, La lenta furia, tenía dos o tres títulos, y de repente apareció, pero todavía no sé si tiene que ver realmente con lo que escribí…» Sería interesante que los lectores -tan dejados de lado por el autor- encontraran también la relación entre el nombre y el texto.


Finalmente, el arduo trabajo del poeta entraña otra cosa más importante. Escribir poesía es una lucha constante y lúcida con el lenguaje. Aunque vemos, por ejemplo, cómo Santiago Sylvester ha reparado -en el fragor del combate- en los lectores. Ante la pregunta de por qué los títulos de su último libro, El reloj biológico, están entre paréntesis responde: «Es que no son tanto títulos como ‘indicaciones de lectura’. El hecho de que hubiera un tema general hacía que no tuviera sentido poner títulos, pero sí ‘orientar’.»[5] Orientar sugiere, por tanto, guiar sin imposiciones. En una hermosa carta/poema a Álvaro Mutis[6], el poeta y crítico Alfredo Veiravé reflexiona risueñamente sobre la escritura de su nuevo libro: «No quiero exagerar sobre los/ nombres pero/ en verdad, el título es un rótulo un símbolo un signo/ una señal en el camino que debe indicar la dirección del viento/ al caminante para que no se extravíe en sus alucinaciones…» Por lo tanto, la guerra de guerrillas con las palabras supone ganar de vez en cuando alguna que otra batalla, que se traduce en el cuerpo del poema. Pero, una vez enfriadas las armas, aún quedarán las negociaciones diplomáticas con los títulos que pueden convertir ese pequeño y anhelado triunfo, en nada.



***

[1] Fabio Morábito, en Suplemento Ñ de Clarín (30/04/2010)
[2] Llama al menos la atención que, en vida, Bécquer publicara en periódicos de la época una docena de sus «Rimas» y que más de una vez las presentase con un título. Como pasa con la rima 29 (Imitación de Byron), la 33 (Dos en uno), la 45 (Melodías), la 56 (Al amanecer), entre otras. Me he guiado por el Estudio Preliminar y las Notas de Ivonne Bordelois y María Silvia Delpy en Rimas, Gustavo Adolfo Bécquer, ed. Kapelusz, Buenos Aires 1969.
[3]Entrevista de Marcelo Di Marco a Víctor Redondo, en Hacer el Verso, apuntes, ejemplos y prácticas para escribir poesía, ed. Sudamericana, 2009.
[4] Entrevista de Franco Torchia a Fabio Morábito para el Suplemento Ñ de Clarín (05/11/2010)
[5] Entrevista de Fernando G. Toledo a Santiago Sylvester para el Suplemento Escenario, Diario Uno (17/02/2008)
[6] Carta a Álvaro Mutis bajo el cielo de México, de Alfredo Veiravé, en Laboratorio central, ed. Sudamericana, 1991.