miércoles, 24 de marzo de 2010

La ciudad de la poesía



Ciudad Gótica. Ensayos sobre arte y poesía. Nueva York 1985-1994, María Negroni. Bajo la luna, 2007.


por Sergio Pereyra

Antes de comenzar, una advertencia a los lectores ávidos de novedades: el libro de María Negroni del que nos ocuparemos en esta nota fue publicado originalmente en el año ‘94. Entonces, se preguntará el mencionado lector, ¿por qué reseñar un título añejo? Quizás los motivos sean los mismos que obraron su reedición: la vigencia de sus planteos, la calidad de una prosa que hará las delicias, cuando no la envidia, de cualquier poeta [1]. Pero ¿qué es esta Ciudad Gótica? ¿cuáles los temas que la habitan?

En principio, cabría decir que se trata de un libro de ensayos dividido en dos partes. La primera, Melpómene en Manhattan, «incluye crónicas un poco falsas» cuyo «aspecto paseandero esconde mal un ánimo de pelear». Y de eso se trata, de textos que practican el pugilato intelectual contra la pauperización de la poesía en pos de su inclusión dentro del mercado de bienes culturales; contra la reducción en Nueva York (lugar desde el que se enuncia, vale decir, la Ciudad Gótica del título) de lo latinoamericano a lo exótico, a lo político… Y Negroni pelea, vaya si lo hace. Escuchémosla: «Quiero ser aún más clara, ejemplificar: no me opongo a que Neruda, Allende, Ernesto Cardenal sean aplaudidos (cada uno con sus gustos). Pero que exista una industria (una moda) que sintonice a unos en desmedro de otros, que se fomente lo más folklórico de la producción cultural del continente, me parece detestable…». Pero da su pelea sin elevar la voz. Vale decir, esquiva la falacia vulgar del agravio personal (ciertamente muy común en el mundo «poetil») y se concentra, en cambio, en mejorar sus argumentos. Así en algún pasaje afirma: «También los poemas que se escriben apuestan por las superficies, lo trivial, los exteriores (¿el mercado?), como si la heterodoxia propia del medio (donde coexisten entre otras cosas, la poesía del lenguaje, el furor feminista, las urgencias de la poesía negra y homosexual) favoreciera el uso de un registro cuyos rasgos más visibles serían la impronta confesional, el humor y la informalidad, en el marco de una simplicidad sintáctica y léxica muchas veces apabullante» (el resaltado es nuestro).

Si Negroni se refiere, como lo hace, a la producción poética de fines de los ‘80 y principios de los ‘90 en EE.UU, ¿por qué entonces su discurso nos resulta tan familiar? Sospecho que esta familiaridad no se debe sino a su acertado diagnóstico (involuntario, se entiende) de los males padecidos más tarde por cierta poesía argentina que oscila entre el puro juego verbal y la más ramplona narrativa versificada. Diagnóstico que la autora realiza apelando a aspectos muy concretos (sintaxis, léxico) que la alejan también de la corriente dominante dentro de la crítica, que puede extenderse páginas y páginas hablando sobre lo que dice la poesía sin detenerse jamás en ellos. Entiendo que puedan salirme al cruce con aquello de que «poesía es lo que se lee como tal», y aunque no practico ningún tipo de fanatismo formalista, no puedo dejar de preguntarme ¿es poesía todo lo que se lee como tal? O mejor ¿da lo mismo la descolorida enumeración de objetos vistos en la góndola del supermercado que la sencilla delicadeza de Roberta Iannamico cuando dice: «hoy llueve finito/ sin parar/ es un día de invierno en medio del verano/ una lluvia de invierno/ con ese recogimiento/ esa serenidad resignada/ adentro de la casa/ laten las vidas/ de todos los que la habitamos/ late la casa viva/ calentita por dentro/ mojada por fuera/ como una semilla/ que va a germinar»?

En cuanto a la segunda parte, La pasión del exilio, se trata de un conjunto de reflexiones en torno a los trayectos bio/bibliográficos de algunas poetas norteamericanas: Bishop, Moore, H. D., Plath, Sexton, Louise Gluck, entre otras; reflexiones que toman como punto de partida la fábula pergeñada por Virginia Woolf en A room of one's own sobre Judith, la hermana de Shakespeare, y sus dificultades al momento de escribir. Negroni, sin embargo, no se detiene aquí, y, munida de su habilidad como narradora, las pone a vivir frente a nuestros ojos. Presenciamos entonces sus dudas, su urgencia de reconocimiento, su desesperación, su dependencia –y la consiguiente necesidad de liberación- de algunas de las más brillantes próstatas de la poesía del siglo XX (Lowell, Hughes, Pound). [2]

Como cabe suponer el libro está básicamente sustentado en la lectora intensa, atenta y generosa que es Negroni, quien no solo nos presenta nombres y obras no muy conocidas por estos lares del mundo (Lorine Niedecker, Rosmarie Waldrop y Susan Howe), sino que además nos acerca incluso las preguntas que estas poetas le suscitan a ella como hacedora de poesía. Por ejemplo, cuando refiriéndose a las dudas que le ocasiona la obra de Marianne Moore, afirma: «Le reclamo algo más bien congénito…algo que acaso no sé todavía darme».



[1] Para más datos, la autora fue galardonada con el V premio Internacional de Ensayo 2009 por su libro Galería fantástica (Siglo XXI)

[2] En 2007, María Negroni seleccionó, tradujo y prologó una antología llamada «La pasión del exilio. Diez poetas norteamericanas del siglo XX» (Bajo la luna).

martes, 16 de marzo de 2010

Muñecas rusas de la literatura

El microrrelato en la poesía *


por Hernán Schillagi

Hay veces que una pequeña historia nos deja perplejos. El desafío entre comprender sobre la poca tinta escrita y reponer lo que fue omitido nos hace mejores lectores, o hasta quizá, unos escritores de segunda mano. Cuántas veces, también, luego de leer El dinosaurio de Augusto Monterroso y El sueño de la mariposa de Chuang Tzu; la sorpresa ante tanta condensación nos obliga a desandar el camino hasta descubrir que un puñado de palabras nos encuentra meditando sobre los límites entre el sueño y la vigilia en un caso, tanto como sobre la fugacidad de la vida en el otro. Vale la pena releerlos para comprobar:

«Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.»

(Augusto Monterroso)


«Chuan Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu.»

(Chuang Tzu)



Igualmente, llama mucho la atención encontrarse en los últimos años con microrrelatos dentro de un texto mayor. Breves ficciones que circulan perfectas y amenazantes por las arterias de un poema o una canción. Un gran autor e impulsor de estos pequeños textos, Raúl Brasca [1], hace tiempo que los viene estudiando con pasión de entomólogo y reconoce en una entrevista que dio a Ángela Pradelli: «La característica más notoria de la microficción tal como la concebimos en la actualidad es justamente su carácter proteico que se puede traducir también como hibridación o mestizaje. La microficción puede hoy tener un montón de formatos…». Una prueba inicial es este fragmento de una conocida canción de Joaquín Sabina. Al mediar la canción dispara:

«Ayer quiso matarme la mujer de mi vida.
Apretaba el gatillo… cuando se despertó.»

en Siete crisantemos (Esta boca es mía, 1994)



Situación inicial, personajes en conflicto y un final que asombra por la elipsis oscura de un amor destrozado. El caso es emblemático, ya que el tema del cantante de Jaén no es narrativo en su conjunto; sino que es una suma de imágenes donde se permite alguna reflexión. Sin embargo, como una muñeca rusa que se abre por las roscas torcidas de la metáfora surge tumultuosa la historia (breve) detrás de la canción.

Pero la primera en «contaminarse» de los rasgos constitutivos de la poesía fue la misma microficción. Sería ocioso pensar que este nuevo género es solamente un cuento bien podado de malezas. Si estamos distraídos hasta se puede confundir fácilmente uno de estos minicuentos con el haiku japonés: «Lo más curioso del microrrelato es que con tres frases te abre unos mundos enormes…», dice Lidia Blanco, directora del Primer Encuentro de Microficción en la Argentina. Pero si abrimos más los ojos, no tardaremos en darnos cuenta de que son más los aspectos que acercan al microrrelato a la lírica, que los que lo alejan. La rigidez de un soneto y su planteo en la primera estrofa, desarrollo en la segunda cuarteta para elevar la tensión en el primer terceto hasta rematar en el último, nos habla de una estructura «casi» narrativa en una de las formas estróficas consideradas «perfectas». Así como también, las microficciones presentan «algo» del soneto en su trabado grupo de palabras donde si se extrae una, cambia todo el sentido del texto. Pablo de Santis lo confirma: «El microrrelato es una especie del arte del efecto, como pueden serlo la poesía o el humor gráfico. […] La escritura requiere que no haya elementos ni palabras de más…».

Las fronteras limítrofes entre la microficción y el poema en prosa, por caso, son también bastante borrosas, y estallan los muros que las dividen en cada relectura. Basta mirar «hasta pulverizarse los ojos» algunos textos de Alejandra Pizarnik para sentir esa intimidad entre el relato y la poesía:


«Ella no espera en sí misma. Nada de sí misma. Demasiado ensimismada.
Sólo vine a ver el jardín donde alguien moría por culpa de algo que no pasó o de alguien que no vino.
Ella es un interior.
Todo ha sido demasiado y ella se irá.
Y yo me iré.»

En Textos de sombra y últimos poemas, 1982



Entonces no resulta extraño que, sin aviso, historias pequeñas se hayan colado entre los versos para contagiarlos de la potencia de una anécdota turbia o deslumbrante. ¿Aire de una época fragmentaria, estética del twitter o el sms, imperio de la hibridez taxonómica? La aduana paralela que es la literatura ha visto atravesar de un lado a otro –con una descarada felicidad- a muchos autores. Cualquiera que lee la nouvelle de Fabián Casas, Ocio (2000), sabe que muchos de los núcleos narrativos ya habían sido «ensayados» antes en su libro de poemas El salmón (1996). Jorge Aulicino puso un dedo feroz en la llaga del statu quo del estilo: «En saber narrar quizá se concentra la posibilidad actual de hacer poesía […] Del único modo en que puede ser interesante hoy la narración. Como búsqueda de un momento abierto, breve, donde está todo lo necesario para comprender el desconcierto del narrador…» (Saber narrar en poesía, prólogo a El espía de Pablo Chacón, 1997). Por lo tanto, con el tiempo los poemas se han visto intervenidos por astillas de otro palo para asestar el golpe de manera letal:

ANA Y LOS LOBOS


¿Y si esta noche me llamaras desde las callecitas
de nuestro pueblo y tu llamado me alcanzara,
como si fuera un goteo de llovizna tu voz sobre el empedrado
donde resuenan todavía mis pasos, los pasos
de mi madre? ¿pero y si no te escuchara?
A veces llega hasta la casa, desde el bosque cercano,
el canto de los lobos. Puedo distinguir,
entre todos, el llamado del lobo herido, imaginarlo
tendido en soledad bajo la luna,
abandonado tras la cacería de la tarde
para que la muerte lo alcance con mucho más trabajo
que las balas. Tu voz no me dejaría olvidar,
me repito, sería el hilo de luz intermitente que me guiaría
a algún sitio remoto y familiar. Pero quizás el canto
de esos lobos es una red tendida, una trampa
preparada para que la niña caiga, y distraída,
se olvide de escuchar. Recuerdo
una historia que mi madre contaba
sentada en un sillón de mimbre a la sombra
de los cedros. Hubo una noche –decía–
particularmente oscura en que un faro,
en una orilla lejana del océano Atlántico,
se apagó de pronto, como se apaga una vela
bajo el temblor de un soplo, y entonces
todos los barcos se extraviaron: el azar
quiso que los tripulantes de esas naves, marineros
o familias de inmigrantes, recalaran

en un puerto cualquiera, perdidos,

sin dinero ni instrucciones para volver a casa.
Yo misma, muchos años después,
varada en tierra extraña como ellos, imagino
a aquellos navegantes. Me digo:
como ocurre siempre que el azar sostiene
los cimientos de un destino, seguramente
pasaron el resto de sus vidas
soñando cómo sería la ciudad, el puerto aquél
que no tocaron, preguntándose
si sonarían más dulces las palabras
en ese idioma desconocido, si serían
los hombres, las mujeres más dichosos,
más bellos, si habría menos melancolía en las canciones
que se cantan al atardecer, cuando se vuelve
de las fábricas o los buques cargueros, llevando
un bolso raído entre las manos. No puede saberse
qué hay en la otra orilla, excepto la certeza
de la misma niebla y los mismos pájaros,
bajo un cielo distinto que nos ha desairado.

Claudia Masin, en la vista (Visor, 2002)


La propia historia de los barcos extraviados -introducida sin inocencia por la voz de la madre- funciona como el eje para esas dos aspas que conforman el «poema en sí» de la autora. Es que en la mejor poesía escrita en esta última década, los ejemplos se suceden con frecuencia y demuestran que no se resigna lirismo por contar una historia. Toda poesía actual es cimarrona; en caso contrario de pureza (ya sea alta o baja), atrasa. En el espléndido prólogo a Conejos en la nieve de Eugenio Mandrini (Colihue, 2009), Jorge Boccanera dice acerca de los poemas: «De su lado, el lenguaje va, de la vehemencia a una ceñida reflexión […] alternando el tono lírico con pasajes decididamente narrativos. […] Incluso introduce una serie de repujados microrrelatos…»:

«Mi matrimonio con la pesadilla sería intolerable
si no fuera que me despierta para oírme gritar…»

en Voces del hospicio (Conejos en la nieve, 2009)

***

«Se le preguntó qué es el sueño
a una mujer cuyos ojos se gastaban frente al espejo, y
dijo:
-Debería ser un viento que borrara todo lo vivido y
al despertar me quedara intacto aquello que anhelaba…»

en El sueño (Conejos en la nieve, 2009)



Acaso la autonomía de los microrrelatos interpolados en un poema sea fugaz y caprichosa (como también lo es la belleza). Apenas recordamos el texto que los contiene, ya no se puede escindirlos. Sin embargo están allí, expectantes para que alguien atento les pegue el tirón y corte el cordón umbilical de la tradición genérica. El verdadero peligro, entonces, sería descubrir cuánta sangre se pierde en el alumbramiento y con cuánta fuerza lloran después.


*Este ensayo es una intervención y profundización de otro que escribí en el blog Quebrantapájaros en abril de 2008.

[1] Además de Brasca, otros escritores argentinos como Borges, Cortázar, J.R. Wilcock y sobre todo Marco Denevi y Ana María Shua han cultivado maravillosamente el género de la microficción. Hace ya unos años, algunos autores de Mendoza como Emilio Fernández Cordón, Roque Grillo, Leandro Hidalgo, Rubén Valle y quien firma este texto vienen forjando microrrelatos sin pausa.

viernes, 5 de marzo de 2010

Bajo el amparo de las palabras




por Paula Seufferheld


El refugio, Victoria Schcolnik, Abeja reina, 2008, 75 páginas.

Abrir un poemario representa de por sí para el lector de poesía la posibilidad de hallar un refugio. El final de la lectura confirmará si el esperanzado visitante ha quedado desnudo y a la intemperie o ha encontrado la protección de las palabras que buscaba. ¿Qué decir cuando ese refugio poético se llama El refugio? Sin duda, las expectativas se duplican. Victoria Schcolnik, a medida que discurran las páginas de su extenso texto, primero, no defraudará la promesa del título; segundo, irá desplegando un variado tapiz de refugios para que los viajeros-lectores corran a guarecerse. Allí encontrarán la fuerza de sus poemas breves de impronta narrativa en donde las metáforas tienen la contundencia de sentencias y, paradójicamente, la cadencia de las reflexiones que se susurran al oído. También hallarán abrigo en imágenes en las que la naturaleza, reducida a sus elementos esenciales, es una presencia constante.

En el bello y certero prólogo de Claudia Masin, la poeta chaqueña se pregunta si se construye un refugio porque se tiene miedo o para arrebatarle poder a éste. El libro tiene respuestas para ambos interrogantes. De pronto el miedo es padecimiento del que se pretende huir: «llevame del dolor con tu música,/ que se desprenda/ como cuando la humedad aparece en los muros/ y la pintura empieza a abrirse». En otras circunstancias, esta emoción oscura es poder al que se intenta desafiar: «entré allí/ donde la serpiente se enrosca a descansar// quería descubrir cómo se amoldaba a mis formas/ el refugio de un animal/ que se dispone a atacar ante el mínimo peligro».

El poemario está dividido en cuatro secciones. Cada una de ellas se abre con sugestivas fotos en blanco y negro en donde la fotógrafa, Dolores de Torres, capta las sombras que proyectan en la pared botellas o floreros llenos de agua. Lo sabemos: las sombras no tienen contenido ni continente; todo escapa a ellas. Esta afirmación recorre como una verdad el libro entero. No hay refugios que no puedan franquearse o derribarse con el simple roce de una mano, la fuerza directa de una mirada o el golpe de una idea. Los refugios son, en definitiva, sombras, simulacros para huir del miedo o combatirlo.

Primer refugio: el propio cuerpo

No existe cuerpo que no sea máscara protectora también. Detrás de esa carne de yeso, el yo lírico no se siente reconocido: «cada vez que siento una presencia, me doy vuelta/ como si yo fuese/ un objeto al que se le acercan sin tocarlo jamás». El refugio aquí es puerta hacia el conocimiento doloroso de la incomunicación y la soledad.

Otros refugios

Un refugio también se levanta con recuerdos. Una mujer los encuentra en los zapatos de quien fuera su papá. El tiempo, entonces, retrocederá con esa rapidez que no tiene para avanzar: «se los probará, sentirá que le quedan grandes/ y en esa pequeña distancia recordará que es niña/ y que tenía padre». Otras veces, recuerdos menos felices buscarán amparo en la voz poética que los reclama: «me quedo/ concediendo nombres a lo que se desplomó en el empedrado/ y todavía retiene/ la lumbre de haber vivido alzado al viento».

Los refugios no son solo moradas solitarias. Un cuerpo puede buscar a otro para, juntos, resistir: «¿si ocurriera que nos apoyáramos cuerpo contra cuerpo,/ y luego, el resto del tiempo fuera una lucha por no caer?».

A veces adoptan la hechura de construcciones ajenas. Vivir aprisionado es habitar un refugio no elegido: «¿cómo se vive una vida en el lugar errado?».

La palabra, ¿el refugio imposible?

Para cualquier poeta la palabra es cuerda, lanza, puente que se tiende entre el silencio y el abismo de papel. No hay viaje más ambicioso y Schcolnik lo sabe: «es tarde/ y los niños corren por el campo/ buscando el secreto/ que escribo y escribo/ sin encontrar». A pesar de ello, desea hallar ese refugio vedado: «si inventara un lenguaje/ que uniera mi necesidad a la satisfacción, una palabra/ que me diera refugio». Estos versos cierran el libro y el lector se pregunta si este poema no debería ser, en realidad, el primero. Inmediatamente se contesta que no, que fue imprescindible desandar el camino de todos los refugios contemplados: los viejos zapatos que devuelven a una mujer su niñez, el lago frío en el que el yo lírico quiere nadar con los cardúmenes o el cerezo que regala sombra y flores para apretar. En cada caso, la poeta construyó firmes guaridas con el material noble de sus palabras. No sé si cumplió en parte su deseo de inventar un lenguaje. Solo ella podrá decirlo tras su máscara. Lo que puedo afirmar con seguridad es que bajo el techo de sus versos el miedo se vuelve un animal indefenso.



Algunos poemas de «El refugio»

*

de la tierra creció un cerezo
como si las ramas fueran un cielo
que jamás se nubla

el viento acercaba los pájaros

bajo el árbol
buscó una sombra

una flor cayó en su palma
la apretó
hasta que ya no tuvo la fuerza

*

que pasaría si un ejército llegara al lugar de batalla
y los enemigos hubieran muerto,
cómo hace uno cuando aquello
por lo que le ha tocado luchar
ya no existe
y se encuentra haciendo movimientos inútiles
limpiando la escarcha de inviernos pasados
esperando lo que ya no se ama

*

te espero
como se espera la punta de una lanza
aún no clavada en el cuerpo

*

si pudiera darle a las palabras la forma
de las curvas en las hojas

tal vez dejaría de sentir el tirón
de lo que es arrancado antes de caer

Victoria Schcolnik*, en El refugio



*Victoria Schcolnik nació en Buenos Aires, 1984. Es Licenciada en Comunicación y poeta. Editó en tres antologías, incluyendo La última poesía Argentina (Ediciones en Danza, 2008). Fundó junto a las poetas Teresa Arijón, Paula Jiménez, Claudia Masin, Mercedes Araujo y Guadalupe Wernicke la editorial Abeja reina, a través de la cual publicó su primer libro de poemas, El refugio.