domingo, 26 de junio de 2016

La historia de un poema de Lucas Soares



por Lucas Soares
(Especial para El Desaguadero)


 
Mi padre acaba de morir a los 55 años. Yo tengo 25. Velatorio en Parque Centenario. En una pausa del desfile interminable de «lo siento mucho», paso por la escalera mecánica del velatorio y me veo reflejado en el espejo que la enmarca. Mientras me miro escucho la voz de mi padre decir «no vinimos a hablar de mí», una frase que él solía repetirme ofuscado cuando íbamos a cenar y yo le sacaba el tema de mi preocupación porque estuviera tomando tanto. 

Corte. 

Cinco años después de su muerte, leo de casualidad, en una sección perdida del diario Clarín, este breve texto anónimo: 

En un país que tiene pasión por conmemorar las victorias bélicas, la batalla de 1373 a menudo es pasada por alto. No es de extrañarse. Fue cuando los rusos estaban tan ebrios que fueron vencidos por sus enemigos, los tártaros. Los alcoholizados rusos fueron arrojados sin gloria alguna a un río cercano, que desde entonces recibe el nombre de Reka Pianaya, «El río Ebrio»

La confabulación inconsciente entre la lectura de ese texto y aquella imagen-frase del velatorio fue lo que gatilló el poema que transcribo abajo, y cuya escritura fue el puntapié de un largo poema-río cristalizado en mi primer libro, El río ebrio.

Visto en perspectiva, sigue siendo para mí fuertemente simbólico el hecho de sentir que recién pude dar con mi voz al escribir un libro sobre un río que todavía arrastra y confunde los restos de la escritura de mi padre con la mía. 

en el reflejo
del espejo que enmarca 
una escalera mecánica
detenida
donde me veo
caminando.
El reflejo de la muerte
en la escalera
de un velatorio
y el sueño mecánico de tu rostro
de tu hablar y de tu caminar
detenido
donde me veo
caminando

 
(*) Lucas Soares nació en Buenos Aires en 1974. Publicó los libros de poesía: El río ebrio (Paradiso, 2005), El sueño de las puertas (Alción, 2006), Mudanza (Paradiso, 2009), Roña (VOX, 2013), El sueño de ellas (Bajo la luna, 2014) y La sorda y el pudor (Mansalva, 2016). Recibió la Beca Nacional de Creación Literaria (2013) y el Primer Premio de Poesía del Fondo Nacional de las Artes (2015). Poemas suyos aparecieron en diversas antologías y publicaciones impresas y virtuales. Sitio: http://lucas-soares.com/




martes, 7 de junio de 2016

La historia de un poema de Ana Guillot

Ana Guillot (foto de Marité Malaspina).


por Ana Guillot (*)
Especial para El Desaguadero

¿Alguna de tus abuelas fue viuda joven? La pregunta llega con aparente mansedumbre. Sí, la madre de mi padre. La respuesta hace mella, pero aún esquiva la arista principal. Pues entonces estás acá para superar su historia, su tristeza; hay un coro de mujeres que está esperando que hables por ellas. Daniel Dancourt había llegado para que lo ayudara a corregir uno de sus libros. Peruano de nacimiento, astrólogo, dedicado al análisis de la psicogenealogía, vivía gran parte del año en España; pero en ese momento se encontraba en Buenos Aires. Alguien le habló de mí y ya habíamos tenido dos entrevistas, muy profesionales y asépticas, en las que sencillamente corregimos y replantearnos la estructura de su material. Pero ese día, sabiendo que yo misma había estudiado astrología, me preguntó si tenía mi carta natal a mano. Sí, claro, ahora te la alcanzo (y todo por ocurrir aún). Voy, la busco, me mira y llega la revelación con la sutileza de lo inevitable; una anagnórisis rotunda. Yo había enviudado un año antes: era una viuda joven también. Y eso fue lo que dijo: que el coro y que mi abuela y que los muertos. Adentro un polvorín, y mi cabeza estallando. Una olla a presión, un volcán, la certeza de los orígenes; el mar que se desborda y no cabe en el frasco, en el cuerpo. Puro estupor, puro kairós.

La guerra civil española había sido el tema habitual entre mis abuelos y mis padres. Hija única de familia troncal (vivíamos con mis abuelos maternos), hablaban muchas veces en catalán y contaban. Un letargo que se demoraba en las sobremesas o a la hora de la siesta, entre la galería y el jardín; un murmullo imparable que fue amamantándome a pesar de mí y aunque no me diera cuenta: la pobreza, las traiciones entre hermanos (mayoría republicana y alguno que delató), los fusilamientos, el miedo, la sirena, el refugio, mi abuelo paterno que ya había muerto (de neumonía), mi abuela Agustina que quedó sola con papá. Sola a los veintipico y en medio de tanta desolación y fosa común.

Ya no recuerdo cuál de los poemas llegó primero, pero ya no paré. Algunos los escribí casi de un tirón y casi sin corregir. Otros me dieron mucho trabajo, por supuesto y como es esperable. El libro se armó en diez capítulos. Y entre ellos, este coro que siempre imaginé como un coro griego (aunque también podría ser lorquiano): mujeres girando en un escenario, diciéndose a sí mismas, vociferando sus frustraciones y sus logros. Como Yerma, mujeres de luto. Mujeres del dolor. Pero también mujeres que comenzaban a quebrar el techo de cristal.

La orilla es el punto de llegada, pero también el de partida o un límite. Todo lo que me había molestado de niña, cuando quería jugar o que me contaran cuentos con final feliz, se expandió en los poemas. Espacio y forma para tanta oscuridad. Un caldo de bendición en donde se hirvieron las luchas, los gritos, los gozos y las sombras [1] de mis antepasados queridos.

Mientras escribo, ahora, me conmueve la sincronicidad (¿la magia?) de la vida. Hace tres semanas murió mi padre. Uno de los protagonistas del libro, desde ya. Hace pocos días un amigo mejicano, Roberto Resendiz Carmona, me pidió que le enviara diez poemas para un encuentro que organizará en junio. Decidí que pondría algunos de La orilla familiar y otros de un libro inédito (Taco de reina). Releerlo fue abismal y contundente: esta soy yo, pensé; esta sigo siendo aunque los años pasen. Allí estaban todos ellos, frondosos, carne de mi tesoro (parafraseando a la Lukin) [2]. Mi zona más nodal y feroz. Y aun más: al otro día, exactamente al siguiente, Fernando G. Toledo me escribe y me invita a integrarme entre estas voces que admiro y conozco. Estuve leyendo tu Orilla familiar, dice, y pensé que podrías elegir un poema, etc. etc. Papá anda por ahí, entonces. Lo sé con obstinación. Habla en catalán, vuelve a Montjuic y al colegio del Corazón de María y a la calle Nápoles. «...Lo que es frágil y pura carne que se vuelve polvo desaparece, pero lo que tiene un núcleo sólido de piedra o hueso, eso se vuelve suave y límpido con el tiempo y permanece», dice Juan José Saer en Sombras sobre un libro esmerilado. Por eso Dancourt sigue a mi lado también, abriendo sin reservas el dique de las palabras.

Todas las orillas se asemejan. Pienso en Troya (un tema que me obsesiona también y sobre el que trabajo actualmente). Pienso en cada holocausto. Cada fusilamiento es una guerra, decido. Mi orilla familiar subyace. Siempre estarán ellos conmigo.

[1] Novela de Gonzalo Torrente Ballester
[2] Lukin, Liliana. Carne de tesoro. (Ed. Sudamericana)



mujer 2
 a Guadalupe Wernicke

la baba de ese beso
la saliva en la espalda
en la vagina
la yerma lasitud
de haberse equivocado
de hombre
los corpiños al borde
de la cama
las enaguas que retienen la seda
no hay canto primoroso
no hay gemido grito rasguño gutural
espasmo
no hay nada
hay la pared y su humedad
como un augurio
el olor hueco de sus crines
sobre el desaguadero
ella tensa las manos
en el hierro
se sujeta de la cabecera
él empuja la queja más dolida
ella hace silencio
los corpiños al borde de la cama
una ladera montañosa
la roca de por medio
(haberse equivocado de hombre)
el hueco de las crines
no hay roce caricia extremaunción
no hay nada de nada
se encoge frugal ella
él avanza las crines y el quejido
taladra la madera del abdomen
los músculos más tiesos
se agigantan
las noches
pesadillas del aire la baba en los pezones
nada de nada
en el vejamen sólido
en el entretejido de las mantas
ella reza para que pase pronto
él oscila las crines
las masa de su cuerpo
no hay más techo no hay sigilo
no hay ternura
no hay nada de nada
ni acaso rebelión
habría
él se come la zarza en ese grito
ella detiene el rezo
él bosteza
ella gira en la cama
el pueblo es un espectro
una calavera amenazante



(*) Ana Guillot nació en Buenos Aires en 1953. Profesora de Letras, coordina talleres literarios y dicta seminarios de mitología y literatura en su país y el exterior. Ha publicado los libros sobre docencia El taller de escritura en el ámbito escolar (1987) y  ¿Querés que te cuente un cuento?(1989). En poesía publicó: Curva de mujer (1994), Abrir las puertas (para ir a jugar) (1997), Mientras duerme el inocente (1999), Los posibles espacios (2004) y La orilla familiar (2009). También es autora de la novela Chacana (2012).