lunes, 28 de agosto de 2023

La historia de dos poemas de Rafael Felipe Oteriño

Rafael Felipe Oteriño (foto: Camila Toledo)



por Rafael Felipe Oteriño (*)
Especial para El Desaguadero


El poema Ahora, de mi libro reciente Lo que puedes hacer con el fuego (Pre-Textos, España, 2023) plantea, sin proponérmelo, uno de los destinos de la poesía: su capacidad para brindar ayuda ante la fragilidad de la vida, hecha de tiempo y fuga, y, asimismo, la invitación a hacer del presente un instante vital. Nació una mañana de fines de octubre, a poco yo de despertar. Al salir a la calle, levanté la vista hacia el azul transparente, y vi en el cielo, junto a la luna todavía dibujada, el destello del lucero. Tenía algo de sobrenatural: lo percibí como un llamado, una cita. Eso me dictó el primer verso: «¡Vamos, cuerpo! Avanza hacia lo nuevo / con la misma convicción / que te impulsó hacia lo viejo». Apuntadas esas primeras líneas, me di a la búsqueda de otras imágenes que le dieran continuidad. En primer lugar, las que me explicaran la enigmática oposición entre lo nuevo y lo viejo allí formulada. Vinieron a mi mente sobresaltos y dificultades que metafóricamente opone el diario vivir para avanzar en nuestros proyectos ―la oposición de cursos de agua, serpientes enrolladas, polvo en el aire, tormentas― y, preso de un repentino entusiasmo ―como si hubiera sido destinatario de una señal―, me vi afirmando que esos hechos son episodios corrientes, y que «lo bueno y lo bello» siempre están al alcance de la mano. Que sólo se trata de dar el primer paso e ir hacia ellos, con la misma convicción con que lo hicimos en el pasado. Y fue entonces cuando retomé la imagen del lucero y la introduje en el bosquejo, lo cual me cedió el núcleo del poema condensado en el adverbio (de tiempo, claro está) ahora. Imperioso, definitivo, dicho vocablo repite (ahora lo advierto) el tópico horaciano carpe diem que invita a vivir el día, inscribiéndolo en la propia autoconciencia como un mandato. El fortuito descubrimiento del lucero operó, pues, casi como una orden: si de vivir se trata, siempre es «ahora». No en la compasiva memoria del ayer ni en la promesa bienhechora del mañana. Ahora: «En este amanecer alto y claro» ―tal como lo señala la línea final―, que no es más que la imagen de la vida diaria en su imprevisibilidad, pero también en su compromiso más alentador.

Y como los poemas tienen la capacidad de dialogar entre sí, y de reanudarse y de completarse unos a los otros, sumo a estos apuntes el poema Acto de fe, del mismo libro. Es un poema de la «alta edad», como calificó Saint-John Perse a la edad madura. Para quien ya sabe que la vida tiene un cumplimiento y un límite, el primer verso, con su acción signada en el verbo nominal «aferrarse» (de asirse con fuerza), recoge el énfasis y la congoja ―acaso propios de la edad― que atravesaban mi sentimiento al tiempo de escribirlo. Y estos calificativos son los que fueron dictando las figuras de la pulsión: aferrarse al rayo de sol, al grano de arena, a la nube, a la corteza del árbol, a la música, al viento... Manifestaciones de la vida natural a las que el yo poético «se aferra» como un escudo contra la finitud. Total (el poema parece saberlo y se lo descubre al autor), el viento ha de borrar «con misericordia, todas las señales». Y lo que queda es el amor a la vida y el horizonte del «ahora» como estaciones de la deliciosa aventura.  




Ahora

¡Vamos, cuerpo! Avanza hacia lo nuevo
con la misma convicción
que te impulsó hacia lo viejo.
            Confía en las señales: 
los cursos de agua
y las serpientes enrolladas, 
el polvo suspendido en el aire
y las tormentas de verano.
Nunca es fatal lo que dicen
y no está en tu piel convertirte en oráculo.
Lo bueno y lo bello están al alcance
de la mano; 
       la claridad, como la oscuridad, 
ensayan su obra a cielo abierto.
     Ambas conducen
a una isla de inextinguible verdor
donde todo está a la espera
de quien dé el primer paso. 
                     El presente
es lo que te ofrece esta mañana luminosa.
No tienes más que marchar hacia ella.
Hoy, al despertar, vi, junto a la luna, 
el lucero del alba; 
      brillaba
más fuerte que las otras estrellas, 
y cuando quise retenerlo desapareció. 
Brillaba como diciendo “es ahora”.
En este amanecer alto y claro. 


Acto de fe

Me aferro al rayo de sol, al grano de arena,
a la nube que cruza de oeste a este.
Me aferro al agua que bebo y a la tierra que piso,
a la corteza del árbol y a la raíz.

Me aferro al mes de julio,
a las páginas del Quijote,
a la lluvia lenta y a la pajarita de papel. 

Me aferro al ámbar, al lapislázuli,
a las vetas de la madera,
a la piel del durazno y a la oración. 
 
Me aferro al fagot grave, al solo de violín, 
al Adagietto de Mahler.

Me aferro al mar porque es mar
y a la roca porque es roca,
al laberinto porque me extravía
y a la línea del horizonte porque me llama.

Me aferro a las enumeraciones,
a la cifra exacta, al número impar.

A la niebla
que pronuncia, en sus intervalos, 
el nombre de Dios
y deja al descubierto una gran colina blanca.

Me aferro al viento, 
a la noche oscura, a los senderos de grava.

¡Al viento, al viento
que desespera en las hojas
y borra, con misericordia, todas las señales! 

martes, 22 de agosto de 2023

6 poemas de Luciana Jazmín Coronado

Luciana Jazmín Coronado.



Luciana Jazmín Coronado nació en Buenos Aires en 1991. Es Licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Publicó los poemarios La insolación (2014), Catacumbas (2016, último ganador del I Premio Hispanoamericano de Poesía de San Salvador) y Los hijos imperfectos (2023). Obtuvo la beca de creación artística Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores (Córdoba, España, 2017) y la Residencia de Escritores de la UNESCO y la UGR (Granada, España, 2019). Parte de su obra ha sido traducida a diversos idiomas e incluida en antologías. 





Seis poemas de Los hijos imperfectos


El comienzo


I

He nacido.
Tomaré alguna ruta, preguntaré 
por qué tengo tanta pena.
Al sol le pido que se aparte porque es viejo
y mira cada cosa con olvido.
Con una mano me amo 
y con la otra hurgo el norte,
puedo estar en una flor 
o en cualquier parte.

II

Prueba las manzanas, 
prueba los sabores del mundo 
y verás que son como tú:
niños que exigen un nombre.
Estamos aquí. 
Somos la sombra y somos el mar,
juntamos pedacitos de alhelí 
para que nos abraces.
Ven, estamos en todas las cosas, 
nos gusta caminar por las telarañas del dedo creador,
morir de la risa y sopesar lo que se balancea en la luz.
Ven a ver lo que tenemos:
hemos encontrado el mundo carbonado.
Ahora abre la boca, 
ya verás qué hacer con el lenguaje.




El despertar

Debería haber nacido de mariposas,
de algo jamás visto ni pensado,
ausente del lenguaje
que me viste para un casamiento de lava.
Todo lo que no es necesario
se ha vuelto pecado. 
Soy una piedra demacrada
por una gota de lluvia;
soy una entre cientos de niños
meciéndose como un junco,
dejando que el sol
me invente quemaduras.



Infancia


Robo los semblantes,
los guardo entre las ramas. 
Me armo este cuerpo 
con las nueces que unos padres
dejan sobre el camino. 
Abrazada a un germen de agua, 
me esculpo otra forma 
para nacer en familias ajenas 
como una pequeña limosna.



La exigencia del nombre


Quieres otro nombre 
y no esa mancha de nacimiento
que te elegimos.
Quieres otro nombre
pero nos preguntamos
si un día gritarás a los campos de ceniza
o pondrás tus manos de seda 
para servir la luz en los cuencos vacíos,
si el miedo te hará los ojos más pequeños,
y organizarás tus cosas como insectos 
pinchados en vitrinas. 
Ahora nos preguntamos
si hay algo que pueda, de verdad,
ser un nombre como ese que deseas,
uno que al pronunciarlo
use el ritmo de las rosas diminutas.



Fantasía

Cuando extirpen mi árbol 
saldrán insectos a borbotones,
quedará una capa de larvas blancas
como crías de ángel a la intemperie.


Los hijos imperfectos


La soledad es la ruta
donde se apilan las cosas
que brillan a lo lejos.
Quisiera amanecer un día
y pedirle a dios
que detenga el movimiento,
que no sangre más
su hilo interminable
de hijos imperfectos.