martes, 5 de diciembre de 2023

La historia de un poema de Stella Maris Ponce

Stella Maris Ponce.



por Stella Maris Ponce
Especial para El Desaguadero


Creo que tendría 5 o 6 años cuando le pregunté a mamá por qué me habían puesto mi nombre. Y fue entonces que me contó la historia.

Ella era adolescente y tuvo que acompañar a mi abuelo Jacinto, su papá, a Buenos Aires por razones de salud. Lo iban a operar y esa intervención no podía hacerse en Concordia.

El viaje fue en barco, como se acostumbraba, y era un trayecto largo, parte del día y de la noche por el Río Uruguay. Cuando llegaron frente a la costa de Concepción del Uruguay, localidad que está a 150 km al sur de Concordia, grande fue su sorpresa al ver sobre las aguas algo que se destacaba por su luz en medio de la noche.

Al acercarse el barco descubrió que era un Faro y que en él estaba la imagen de la Virgen Stella Maris, patrona de los navegantes. Quedó impactada, la vio tan cerca, tan hermosa, y con ese nombre que guardó en su memoria para alguna vez.

El relato también quedó en mí durante mucho tiempo, hasta que empecé a cantar música afroamericana. Buscando repertorio, encontré un Negro Spiritual que se llama Hush, somebody’s calling muy name (Silencio, alguien está llamando mi nombre) Y de repente se reunieron el recuerdo de la historia de mi madre y esta canción que habla de la importancia de ser nombrados.

En ese momento empecé a escribir el poema, pero no salió enseguida, me costó darle cuerpo y alma, tuvo varias reescrituras y quedó en la carpeta de borradores. Tampoco encontraba un título que me convenciera y dejé esos versos de la canción como epígrafe.

Cuando estaba reuniendo material para el libro Spirituals, un corpus de poemas inspirados en canciones afroamericanas (negro spirituals, gospel, hollers, work songs) retomé la corrección de esos textos. Y ahí estaba, el poema del nombre. Supongo que le hizo bien reposar, o a mí me hizo bien vivir otras cosas en espera de la forma, porque pude encontrar las palabras que necesitaba, el tono que buscaba y creo que el texto maduró.

Mi madre ya no está, lo cual es sólo una forma de decir. Ella quería ver de nuevo el Faro, la Virgen, después de tantos años. Y yo quería volver «a la semilla». Por eso celebro ese viaje que pudimos hacer juntas al lugar donde se originó todo. En principio, mi nombre, y, por lo tanto, también mi vida.



Hay un video que registra momentos de esa travesía, en la cual sentí que las aguas nos acunaban y el tiempo parecía detenerse.

En latín, «stella maris», es estrella de mar. Para mí, es una luz en medio del río que me acompañará siempre.





Los nombres y la vida

Hush, hush somebody's calling my name
Oh my Lord, Oh my Lord what shall I do, what shall I do? (*)


stella maris en medio del río
madre la vio
y yo nací ahí
antes, mucho antes
de haber nacido
en ese nombre
con esa estrella de mar
sobre el uruguay de los pájaros
por la pura invocación sobre las aguas

ella miraba desde el barco
cielo y agua, agua y cielo
hasta que apareció la imagen
con un manto de pliegues celestes
en medio del faro anochecido

quizá el temor y la soledad
le hicieron decir: es enorme la virgen

y hubo luz de aura en sus ojos
cuando pensó
si alguna vez...
si llega a ser niña...

y dice ella que entonces juntó las manos
y sacando aire de sus entrañas
exhaló el primer soplo
y me nombró.



(*) Silencio, alguien está llamando mi nombre / Oh, mi Señor, oh mi Señor, ¿qué voy a hacer, qué voy a hacer?

Stella Maris Ponce
Del libro: Spirituals, Ediciones Del Dock, Buenos Aires, 2015

martes, 7 de noviembre de 2023

4 poemas de Alfredo Lemon

Alfredo Lemon.


Alfredo Lemon nació en Córdoba (Argentina) en 1960. Su obra poética está conformada por los libros Eclipses, arritmias y paranoias (1983), Cuerpo amanecido (1988), Humanidad hecha de palabras (1991), Sobre el cristal del papel (2004) y 23 (2023). Con su libro de ensayos El mono metafísico obtuvo en 1991 el Premio Asociación de Escritores Argentina.
Es materia sabida que escribir poesía, o, mejor dicho, intentarlo (cada cual mediante sus dones), requiere demasiados detalles y que resulta necesario captar todo de nuevo para lograr hacerlo, para encontrar las palabras o una palabra: la mitad del silencio. En 23, Alfredo Lemon, sin regodearse en vanos enunciados ni pretender recalar en la vida social de la literatura, o en su defecto, en el progresismo hormonal de la época, capta y brune cada verso para que el mundo siga andando dentro de esas pocas líneas juntas que supone un poema («Dios es un poema que no terminaré de escribir»), en la inferencia de que el tiempo se lleva consigo más tiempo («El deseo dice que no es tarde. Que tal vez») propone al desocupado lector una manera en que sería factible recordar algo, buenas nuevas o cualquier noticia cotidiana que habrá de guardarnos de nosotros mismos y que no será dado conocerla antes de que ese momento ocurra; porque siempre se trata de volver un día para cantarlo mejor y que el corazón diga lo que falta («Dejo una rosa en el muelle y una moneda en la arena / Abrazo mi entusiasmo insensato»).





1° de enero en San Marcos Sierras

Atrás quedó el bullicio del año viejo

Respiro alzo los brazos 
veo el paisaje encajonado entre los cerros 
fluye el río ante mis ojos 
el pulso existencial en el agua

Cobijo de la hora 
concédeme un milagro

La poesía es un alma cargada de futuro

Tengo tres libros alrededor de una sombrilla 
y una botella de cerveza bajo los sauces

Los dragones descansan en la casa de piedra 
y un duende saltó del callejón al santuario

Siempre la belleza sorprende y supera

Dios es una pasión desbordante

Quiero quedarme aquí 
divagando en un poema 
descalzo desnudo 
en estado de gracia


Los condecorados

Allí van los poetas oficiales 
a buscar sus certificados 
como quien aprobó sus últimas materias

Y suben al escenario a recibir sus diplomas 
mirando desde arriba a los demás

Patéticos, intelectuosos, 
acumularon versos como quien junta figuritas

¿Necesitan una rúbrica, un permiso para sentirse plenos?

¿Quieren una medalla para asegurar posteridad?

Cegados por sus ínfulas infladas 
olvidaron que la gloria es paupérrima

¿Quién dará cuenta de las trampas, triunfos, infamias?

Tú, poesía,
déjame sacar la sortija y dar otra vuelta en calesita



Vida y literatura

Derramó whisky sobre sus viejos poemas.

Decidió abandonar su obra incompleta: 
hojas escritas a mano con humedad y penumbras.

¿Quién no quiso legar una página magnífica 
y acabó siendo un mediocre satisfecho?

Las grandezas son ilusorias y hacen sufrir.

El reloj de humo de su pipa barniza la memoria.



El cofre

La carne está feliz 
y quedan muchísimos libros por leer todavía

El deseo es distancia 
Está allí, al alcance de la lengua

Desde el paraíso sopla un huracán

El poema no es la realidad 
pero simula nombrarla

Lo verosímil es plagio de la mentira

Lo fatal es el gozo de sentirse vivir 
Escribir el presente resbalando

Si el ayer vendrá mañana 
disfrutémoslo hoy con el espíritu a full

El destino traerá otro intríngulis, otra adivinanza

martes, 31 de octubre de 2023

Breverías analógicas frente a la Inteligencia Artificial (IA)

Imagen de Freepik.



por Rubén Valle (*)
Especial para El Desaguadero


Si partimos de la premisa del teórico de la comunicación Carlos Scolari de que «todo lo que escribimos o decimos sobre la IA ya es viejo», efectivamente esto que estás leyendo ya es viejo y por lo tanto se puede pisar el freno aquí. O se puede seguir y, al final del recorrido, concluir que todo es tan nuevo y paradojal que valió la pena poner la lupa en la letra chica de la inteligencia artificial. 

A continuación, algunos apuntes, breverías analógicas surgidas del autor interpelándose a sí mismo y a su circunstancia (digital).  

• ¿Qué nos preocupa, la calidad poética de la IA o que un poeta se quede sin trabajo? A ver, empecemos de nuevo. 

• Si la inteligencia es artificial, ¿por qué la poesía que genera no habría de serlo? 

• Ahora bien, si artificial es todo aquello que ha sido hecho por el ser humano, no por la naturaleza, entonces el poema ―siempre― es una construcción humana. Es decir que también lo serían aquellos versos elaborados por una máquina fabricada por el hombre. Bienvenidos al loop.
  
• Nada más en las antípodas que Poesía e IA: la poesía es misterio; la IA, eficiencia, certidumbre. Precisión.

• La IA es resultadista. Es Boca clasificando una y otra vez por penales. La poesía es la Scaloneta. Y ya lo dijo mejor Pier Paolo Pasolini: «El goleador es siempre el mejor poeta del año».

• Desafiar a la IA a que haga un poema resulta tan antipoético como pedirle a un poeta que emocione a un software.
 
• Un poeta con mucho oficio, en plena conciencia de sus herramientas, experiencia y objetivos, ¿no debería dar también como resultado más poesía artificial?
 
• Malo, bueno o regular, lo que genera la IA no es otra cosa que lo que los humanos le aportamos en cada interacción, más una codificada búsqueda propia y las interconexiones que generan los propios bots. De ese caos híper controlado sale un Frankenstein más o menos respetable. También aquí corre lo de «para gustos no hay nada escrito». O demasiado, F5 mediante.

• No olvidar un detalle no menor: hay tanta, pero tanta mala poesía, que lógicamente la IA puede producir poemas que resultarán tanto mejores. Lo contrario sería algo así como «Luthiers versus fabricación en línea».

• Como buena máquina, da lo que se le pide. Si se le solicita un poema, eso tendremos. Técnicamente será un poema, pero no hay ninguna garantía de que incluya esa cualidad intangible que entendemos ―los humanos, claro― como «vuelo poético».
 
• Borges, en el prólogo de La rosa profunda: «Dos deberes tendría todo verso: comunicar un hecho preciso y tocarnos físicamente como la cercanía del mar». El mar IA es preciso, pero intocable.

• Como su conocimiento es intuitivo, la IA no tiene la capacidad de reflexión o de pensamiento racional. Por eso sus resultados son lógicos y prescinden del «alma», a falta de una palabra más contundente. Carece del concepto de obra, no sabría (sin instrucciones precisas) articular por sí misma poemas sueltos y darles un sentido de unidad. Quizás lo haga en lo formal, no en la profundidad de lo auténticamente poético. 

• Si un taller como el de Fabián Casas enseñaba a encontrar poesía en el motor de un auto, ¿por qué no habríamos de hacer lo mismo en una aplicación?  

• Confirmando su parte inteligente, la IA reconoce: «Aunque es posible crear poesía sin autor humano, la mayoría de la poesía considerada relevante y significativa suele ser creada por un poeta con una identidad y una voz distintiva». A confesión de parte, relevo de pruebas.
 
• ¿Importa, importará el concepto de autoría? El poema que produce la IA es resultado de cientos de miles de poemas aprendidos, de innúmeras preguntas de usuarios y de carga ex profeso de programadores. El autor de ese aleph es tanto un nadie en especial como un todos en su incomprobable medida. 
• En cuanto a la disolución de ciertas categorías «clásicas», como autor y lector, también este último ya no es lo que era. En un contexto donde la economía de la atención surge como un concepto propio de estos vertiginosos tiempos, la figura del lector también es cada vez más fluida y etérea. ¿Nace otro tipo de lector? ¿Un lector al que ya no le importe el autor? ¿Un lector que no lea?  

• «¿Heredarán los robots la Tierra? Sí, pero serán nuestros hijos». La improbable sentencia no es de un poeta, un analista de sistemas o un sociólogo futurista. Es de Marvin Misky, quien junto a John McCarthy fundó en 1959 el laboratorio de inteligencia artificial del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT).  El mismo, habría que advertir, que cree que «cuando los ordenadores tomen el control, puede que no lo recuperemos. Sobreviviremos según su capricho. Con suerte, decidirán mantenernos como mascotas».  
¡Guau!

(*) Una versión de este texto fue leído en la mesa «Yo, robot lírico: poesía e inteligencia artificial», que formó parte de las actividades del Festival Internacional de Poesía de Mendoza 2023.

lunes, 9 de octubre de 2023

El resto que salva: poesía y rebelión en la era de la inteligencia técnica

Imagen de Freepik.



por Bárbara Alí
Especial para El Desaguadero (*)


«De toda imagen podría decirse, no sólo que está estructurada como un umbral, sino además como una cripta abierta: que abre su fondo, pero lo retira, que se retira, pero nos atrae a él» (i).

La frase es de Didi-Huberman, del libro Lo que vemos, lo que nos mira, en el cual el ensayista francés reflexiona sobre la naturaleza de las obras artísticas, específicamente del campo de las artes plásticas.  Sin embargo, cuando la escucho no deja de resonar en mi interior, un eco que echa una luz de complicidad sobre otro lenguaje, el lenguaje poético. 

¿No puede hablarse en términos similares de la poesía? ¿No hay en todo poema una estructura de cripta-umbral, que hace aparecer el sentido de un modo un tanto fantasmático, como algo que se muestra y a su vez se oculta? ¿No es de alguna manera la lectura de un poema un acontecimiento parecido al caminar por un bosque, un juego de luces y sombras en un espacio un tanto encantado?

¿De dónde viene ese carácter de encantamiento, esa presencia inefable, ese duende (diría Lorca) y cómo podría estar presente en un poema generado por una máquina?
 
Cuando Ezra Pound define la imagen poética como un complejo intelectual y emotivo en un instante temporal, nos muestra los dos componentes de los que está hecha la poesía: pensamiento y emoción.

Por su parte, cuando Denise Levertov se refiere a la composición del poema, habla de un proceso que involucra un pensar-sentir, sentir-pensar que es el motor de quien escribe y que se encuentra presente como una fuerza de dos dimensiones durante la creación.

La emoción es el terreno fértil que da nacimiento al poema, la sustancia que se encuentra en su origen, un origen incierto y no programable en términos sistémicos ni voluntaristas. 

Todo acto de escritura es, primero, un acto de lectura del mundo y en este sentido, cabe preguntarnos ¿qué sería leer el mundo para escribir? ¿Desde dónde se lee? ¿Cómo se lee?

«Dice Merleau-Ponty que el sujeto de la percepción no puede ser considerado un espectador desafectado, no es un sujeto cartesiano, completamente racional, alejado de su objeto, sino un sujeto situado, inmerso en el mundo. Él mismo carne del mundo» (ii).

Se lee entonces desde el cuerpo, desde las experiencias atravesadas, desde la infancia, desde lo que se sabe y lo que se desconoce, desde el inconsciente, el deseo y los duelos. Leer es un movimiento que involucra siempre coordenadas: un aquí y un ahora son la brújula sensible desde donde se capta el mundo. En esa captación entre cuerpo y mundo, en ese entre, inabarcable e incognoscible del todo, surge el poema.

En esa lectura del mundo adviene el poema. El sujeto de la percepción es un sujeto encarnado, nos dice Merleau-Ponty, y desde ese cuerpo singular se incluye un reservorio de emociones e imágenes no conocidas a priori, no ordenadas, no verificadas, un reservorio más cercano a la textura de lo onírico, a esas primeras experiencias que dejaron huella en el sujeto incluso antes de la adquisición del lenguaje. 

El chat GPT2 se puede entrenar, personalizar (incorporando en su memoria lecturas de quien lo maneja) e incluso direccionar hacia lo «políticamente correcto». A partir de estos elementos de los cuales se nutre el algoritmo y una serie de combinaciones e instrucciones, se originan los textos.

¿Podría esto reemplazar un poema escrito por un ser singular que muchas veces escribe para enterarse de lo que aún no sabe? ¿No es la escritura, la mayor parte de las veces, un momento epifánico, más allá del trabajo artesanal que esta conlleva? Lejos de la idea romántica del escritor como médium, sujeto al devenir de lo sobrenatural y del rayo de los dioses, estamos pensando en quien escribe como un trabajador de la palabra, un artesano que se alimenta de un material nutriente no programado previamente, que adviene del inconsciente, de los sueños, del resplandor de una idea surgida en un momento de trabajo con la atención sobre el mundo. Y es también un artesano, porque quien escribe poesía sabe perfectamente que puede pasarse días e incluso meses sopesando un adjetivo frente a otro, una coma frente a un punto, comparando un abanico de palabras. Es que las palabras en la poesía no tienen un valor instrumental (como sí lo tienen en la ciencia y como podría llegar utilizarlas una IA), es decir, no son un instrumento al servicio de la transmisión de un mensaje que existe por fuera de él. En la poesía especialmente y en la literatura en general, el lenguaje es el ser de la obra, la literatura entera está contenida en el acto de escribir.


Bárbara Alí habla sobre poesía e IA
en el Festival Internacional de Poesía de Mendoza


«Desde el punto de vista ético, es simplemente a través del lenguaje cómo la literatura pretende el desmoronamiento de los conceptos esenciales de nuestra cultura, a la cabeza de los cuales está el de lo real. Desde el punto de vista político, por medio de la profesión y la ilustración de que ningún mensaje es inocente y de la práctica de lo que podríamos llamar el lenguaje integral, la literatura se vuelve revolucionaria. Así pues, en nuestros días resulta ser la literatura la única que soporta la responsabilidad total del lenguaje» (iii )nos dice Barthes en un artículo de 1967, publicado en El susurro del lenguaje.

¿Cómo podría asumir esa responsabilidad y soberanía del lenguaje la inteligencia artificial (IA)? Es cierto que la IA puede crear obras y que los pensamientos dicotómicos naturaleza-tecnología, humano-máquina, naturaleza-cultura, hombre-mujer, afortunadamente vienen siendo puestos en jaque hace ya varios años desde posicionamientos muy interesantes. Cito, por ejemplo, las obras de Donna Haraway Manifiesto Cyborg y Seguir con el problema.

Es cierto también que no se trata de pensar desde una lógica del poder, el control del humano sobre la máquina o de la máquina sobre el humano, sino más bien desde un modo de trabajo colaborativo y ya hay experiencias con esto: Los campos electromagnéticos, de Jorge Carrión, es una de las primeras materializaciones de este experimento de escritura colectiva entre hombre y máquina.

Supongamos, entonces, que el mecanismo del chat GPT, cada vez más sofisticado, produce un «buen poema». Probablemente se parezca más a una rosa de plástico, muy lograda en su parecido con la realidad, pero impotente para generar emoción.

¿Por qué nos seguimos conmoviendo frente al Guernica de Picasso o Las meninas de Velázquez, si los podemos observar cómodamente desde el sillón de nuestro living, en una computadora, bebiendo una copa de vino y sin ninguna persona que se cruce en nuestro campo visual? Quizás porque algo de lo que Walter Benjamin llamo aura, frente al avance de la reproductibilidad técnica de las obras, todavía subsiste en cualquier producción artística.

Sentir el aura de una cosa es otorgarle el poder de alzar los ojos, dice Benjamin, y agrega: «Esta es una de las fuentes mismas de la poesía» (iv).  Dos características invisten a los objetos auráticos: una presencia inquietante de lo contemplado/leído (que lleva a un poder de la mirada prestado a lo mirado por el mirante) y una distancia que se presenta como la aparición de una lejanía.

Hay en la obra algo que excede la obra misma y que no es del todo asible ni en el momento de creación, como circunstancia de encuentro con algo del orden de lo incalculable y de lo que sobrepasa los límites de lo voluntario y más aún en el momento de la recepción, como momento de la polisemia, de lo que queda un poco velado o de lo que se echa a rodar generando otras significaciones. «Por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa» enuncia Alejandra Pizarnik.

Me pregunto entonces si ese resto aurático, que sospecho es el germen vital de la obra, lo que escapa un poco de la lógica, de las certezas, de las leyes y se acerca más a la infancia, a lo impredecible, al balbuceo, puede emerger de una combinatoria de elementos cargados en un sistema programado. Es decir, ¿puede la inteligencia artificial decir lo que no sabe, como lo hace la poesía?  
«¿Qué decimos cuando decimos lírico?» se pregunta Diana Bellesi en La pequeña voz del mundo. «Lírica es una voz desnuda en la impudicia de volverse sobre sí y hallar, en lo profundo del yo, aquello que la rebasa» (v). La voz lírica va por los caminos de la desobediencia, es infiel a su propia plusvalía.
Nos dice Diana: «Las tareas de esta voz: permanecer atenta a lo inútil, a lo que se desecha, porque allí, detalle ínfimo, se alza para ella lo que ella siente epifanía. Las tareas de esta voz: deshacer las cristalizaciones discursivas de lo útil y tejer una red de cedazo fino capaz de capturar las astillas de aquello que se revela. Atención y artesanía. Las tareas de esta voz: desatarse de lo aprendido que debe previamente aprenderse y disminuir así los ecos de las voces altas para dejar oír la pequeña voz del mundo» (vi).

Un camino vinculado a la sustracción, al permanecer en la intemperie de las incertezas, al dejarse sorprender por lo que adviene y trabajar luego con el lenguaje como un orfebre que dedica tiempo a pulir una piedra preciosa. Esos parecen ser los senderos por los cuales transita la poesía, bastante alejados por ahora de los dispositivos que responden a lógicas de cálculo, más cercanos a la desobediencia y a la «violenta y amorosa acción que reclama a la lengua volver a hablar» (vii). En ese sustrato reside el resto que salva.

(*) Una versión de este texto fue leído en la mesa «Yo, robot lírico: poesía e inteligencia artificial», que formó parte de las actividades del Festival Internacional de Poesía de Mendoza 2023.


Notas

(i) Didi-Huberman, Georges, Lo que vemos, lo que nos mira, Buenos Aires: Manantial, 2011, p.175.
(ii) Genovese, Alicia, Sobre la emoción en el poema, Santiago de Chile: Cuadro de Tiza Ediciones, 2019, p.10.
(iii) Barthes, Roland, El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y la escritura, Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Paidós, 2013, p. 15.
(iv) Op. Cit 1. P.94.
Bellessi, Diana, La pequeña voz del mundo, Córdoba: Caballo Negro Editora, 2023, p.13.
(v) Ibidem, p.10.
(vi) Ibidem, p.33.

lunes, 4 de septiembre de 2023

7 poemas de Juan Carlos Moisés

Juan Carlos Moisés.


Juan Carlos Moisés nació en Sarmiento (Chubut), en 1954. Publicó, en poesía: Poemas encontrados en un huevo (1977), Ese otro buen poema (1983), Querido mundo (1988), Animal teórico (2004), Palabras en juego (2006), Museo de varias artes (2006), Esta boca es nuestra (2009). En narrativa: La velocidad de la infancia (2010), Baile del artista rengo (2012). En teatro: Desesperando (2008), Pintura viva, El tragaluz, La oscuridad (2013).



Caja de Pandora

Una poesía de propuestas
o una poesía de poesía,
una poesía de filiaciones
o una mirada destructiva sobre las lilas blancas,
un cielo sin ángeles
o un revólver frío como la noche,
una poesía sin palabras
o una poesía de dientes de ajo,
una poesía de respuestas 
o una poesía de personas,
una nube pasajera bajo las constelaciones
o un viento del sur,
una escritura automática
o una lapicera clavada en el cuerpo de tu enemigo.


Los pies no me han llevado

Los pies no me han llevado,
más bien he ido quedándome
atrás,
al fondo,
entre los juncos,
con los patos de la laguna.

(de Animal teórico, 2004)


Romper el poema

1

Se escribe el poema
y se lo rompe
para conocer se poema.


3

Primero escribo el poema
en el papel,
rompo después el papel
en muchos pedazos.
Que los una el viento.


5

En lo blanco del papel escribo.
Escribo arriba de lo que escribo.
Escribo varias veces en la misma línea,
en cada una de las líneas,
hasta que la escritura se torna ilegible,
como si cerrara los ojos.


23

Si poesía es música o instrumento
todavía no he podido encontrar la respuesta,
o si los dos, en el sonido, se vuelven uno
como labios que al juntarse hacen un beso.

(de Palabras en juego, 2006)



El damasco

«Antes de que ocurriera
yo no sabía nada».

Raúl Gustavo Aguirre (Señales de vida)

En estos primeros días de otoño
el damasco sigue siendo un damasco,
flaco de aspecto pero fiel
a su carácter,
con unas pocas hojas
aferradas de las uñitas
que demoran el desprendimiento.
Da una especie de lástima.
Si lo comparamos con el plano
de la pared del fondo,
con los ladrillos parejos
quema-dos a fuego, chamuscados,
superpuestos en hilera rigurosa,
esas ramas desiguales modifican
las cosas dispuestas de antemano,
lo uno y lo otro, el fondo y el objeto
de lo que enfoca la mirada.
La perrita, que llamamos Nube
por las manchas claras de color
en su pelo, no es parte del damasco
pero se involucra como si lo fuera,
y hasta se diría que espera el clic
que no espera el damasco
de quien lo mira.
Nubes siguen siendo también
las que miran desde arriba,
prendidas a lo que trepa.
Las ramas se desprenden
de los gajos
como si quisieran ser parte
de otro árbol, pero no tardan en volver
para poner las cosas otra vez en su lugar:
la rama, donde hubo rama,
la hoja, donde hubo hoja.
Árbol movedizo por donde se lo mire,
nunca es el mismo.
Su forma es informal, para decirlo
de otro modo.
El movimiento
engaña en su dirección,
las ramas insinúan que se tuercen
cada una para su lado.
Creemos que la estructura va a desmembrarse
y que después de un instante
nos quedaremos sin árbol ante los ojos.
Esto no es así, el damasco produce
una especie de pataleo impreciso,
un fluir de ramas gruesas y delgadas,
y poco importa en verdad
al cabo de un momento
la magnitud del camino,
ancho o angosto, recto o sinuoso,
porque la forma se las arregla
para descartar lo que parece
y quedarse con lo que es.
Si miramos tras los racimos
de hojas, se deja ver el cuerpo,
las costillas del condenado.
Quedó indefenso, pero no dudó
cuando la oleada de humo
de la fogata de hojas secas
que se elevaba en el patio del vecino
hizo un giro en remolino
y lo envolvió, ni le hizo mella
que en un momento de confusión
se hiciera lo que parecía
la noche anticipada.
La noción de tiempo
es a nosotros que confunde.
Todo pasó y el desafío del árbol
provoca una nueva irrupción
de la realidad en los sentidos.
Que asimismo los sentidos
son provocativos con la realidad
es lo que incomoda, pero no al damasco.
El énfasis de su aspecto
se presta a una definición incierta.
Llama la atención por lo que calla
y rehúye, pero sin bajar los brazos.
Marca su territorio con sólo estirar
el pescuezo; de animal tiene lo suyo
como nosotros de árbol.
Su trazo es delgado y es vago como el vuelo
de una mariposa con las alas asimétricas
que no encuentra el rumbo ni acierta
con el ritmo de su desplazamiento.
Algo desentendido hay allá arriba
que produce entredichos.
Un color último se manifiesta
en diversos tonos que se extravían
y no tienen continuidad,
pero aun lo breve se debate
con crispada tensión.
El efecto de la luz en esa variedad
de detalles descompone la forma
y los espacios ocupados hacen olvidar
los vacíos que envuelven al árbol.
Miramos dramáticamente,
obligados como estamos a definir
esa cosa viva llena de padecimiento.
Y mientras una rama se ha desnudado
toda a lo largo, otra permanece unida
a sus hojas, distraída,
ajena a las modificaciones
que se van sucediendo sin que nada
podamos hacer para alterar
el libreto de su tragedia.
Salvo que como el gato
tuviera seis vidas más para arriesgar
en un juego que, lo sabe,
no tiene los naipes marcados.
No es comedia, como quisiéramos.
El caso es que lo sabemos,
como sabemos que nuestras manos
son incapaces de resolver
el cálculo de posibilidades
de un destino inseguro.
Apenas somos mirada y voluntad
para las intenciones que calla.
Lo mínimo fluye ahora,
mientras vamos apresando
al damasco que hay en el damasco,
como un modelo bajo la pincelada
que tantea el vacío.
No hay manera de escaparle
a las definiciones.
Por lo bajo el árbol se ríe
de lo que pienso de él,
porque sabe quién soy,
y el crédito que no me da
es la duda que ahora le devuelvo.
Nunca está todo dicho, aun
entre viejos amigos
que en medio de la verdad
se quieren y necesitan sin condiciones,
porque uno justifica al otro
y la diferencia lo complementa.
El damasco no es lo que fue
ni es lo que será,
y todo eso, sin embargo, es
un continuo que no pifia
pero engatusa.
Mirándolo me miro a la cara
para interrogarme, para saber
si es posible un pensamiento
sin abolladuras.
Siento, luego pienso, es
lo que digo, lo que creo que digo,
o lo que debería decir.
Estoy dispuesto a caer en su trampa.
De tanto mirarlo vemos que muestra,
esquivo y mordaz, lo más obvio y conocido.
No porque esquive las preguntas
se presta a una confusión inútil.
Su certeza puede más
que nuestra desconfianza.
El árbol no quiere darse
por enterado de lo que silbo.
Pronto mi cuerpo se abatata en el encuentro.
Si aflojar las piernas
fuera algo más que una ilusión,
le haría bien caminar
un poco por ahí, como nosotros;
tanta tierra por delante
lo mantendría ocupado
y no se pondría a pensar
en problemas de difícil solución.
Por momentos se me hace
que anda
con el cuchillo bajo el poncho,
como si nadie lo supiera.
Lo que todavía no sabemos
es cómo se reparte
la muerte en su corazón
ni qué sentimiento bombea primero
al resto del diseño, porque semeja
vivir sin preocupación como una boca
sin palabras.
Eso que llamamos damasco
permanece en apariencia
cerrado, ensimismándose, ajeno
a lo que pasa.
Sin embargo, el otoño
se ha ensañado con el árbol
en este breve día de mayo.
Lo que se había elevado
cae sin peso, sin remordimiento.
Ahora esas hojas miran desde abajo.
Llega el frío y pueden imaginarlo:
cambia su aspecto pero no su orgullo.
De pie y a menos de dos metros
de distancia, busco mis manos al final
de mis brazos abiertos.
La vecindad me devuelve
restos del verano: pétalos oscuros,
hojas secas, carozos descarnados,
macerados por acumulación.
Hasta no hace mucho el damasco despedía
aromas fragantes, y ahora,
cuando una ráfaga anticipa la lluvia,
se dobla con un quejido.
Los arrebatos del viento lo modifican
previendo un final.
Los ojos que miran
se adelantan en el dolor.
Esos golpes bruscos lo deshojan casi
completamente, la humedad que lo cubre
queda a la vista, oscurecida,
pero la luz ha surgido
de algunas hojas como un cosquilleo
que despierta la curiosidad
de quien se ve envuelto en su misma red.
Las hojas que se volvieron negras
tiran de las más claras;
saturada está la base, el tronco
donde nace, y fragmentaria su copa,
su parte de cielo que se mueve en abanico,
sin quejarse pero con chuchos.
Nos olvidamos de aquel aspecto
y la atención nos lleva
a la parte superior
donde las formas precarias
dibujan nuestro acertijo.
Las hojas de arriba se pierden primero,
algunas comienzan a mostrar agujeros
como si la materia tendiera a romperse
por tensión de sus partes individuales;
muestran perforaciones con signos
evidentes de que tarde o temprano
algo se degrada,
a la vez que otras pocas hojas permanecen
indiferentes, ajenas a cualquier posible
modificación, y esto es engaño
también, y es astucia.
Lo inevitable
termina por suceder.
¿Pero qué es lo inevitable?
¿Es ir de lleno hacia la nada
sin recorrer el camino?
Buscamos alguna posibilidad
para el damasco mientras padecemos
un estremecimiento: el árbol
reflejado en nuestros actos.
La única esperanza es que todas
las respuestas puedan ser saciadas
no bien trasp-ues-to el invierno.
¿Pero qué es todas?
¿Y cuáles las respuestas?
En nuestra duda se hace fuerte el damasco.
Piel de gallina en nuestros brazos;
es el frío del invierno anticipado
que hace el efecto por sorpresa.
La forma se desnuda; inocencia
es lo que no puede esconder.
El damasco también está hecho
de palabras, y las palabras
de tiempo.
Todo eso sigue ahí, cerca,
en el jardín, próximo a la ventana
mostrando las hilachas.
Hilachas, no pinceladas.
Podría pasar por una acuarela;
recuerda a las acuarelas
de Pompei Romanov, un artista ruso
y ‘real’ que supo vivir sus últimos años
pintando como un impresionista
tardío en medio de las chacras,
árboles, pastos, aguadas,
de esta tierra perdida.
También podría ser un dibujo
con unas rayas hechas a cuchillo
en el papel, tiradas a ciegas para hacer
notar el efecto de la casualidad
antes que de la furia.
Pero no es casual ni hay abstracción
en su lucha personal, osada y pendenciera.
Es una nueva posibilidad
para el damasco.
No sé
si esos intentos lo tranquilizan
o lo ilusionan; lo que conmueve
es la audacia de su naturaleza.
Y si lo real es posible en esa forma
que asume su revés, podremos glosar
pantomimas antes que palabras
sin que le haga mella
el resultado.
Imitarlo, parodiarlo, padecerlo
o reírnos con él de lo que somos.
Contar su historia en la nuestra
y la nuestra en la de él.
Ser eso de lo que hablamos.
Cada posibilidad se suma para que avance
la idea sobre la cosa, la envoltura
o la falta de ella,
en esa humanidad increpada.
Vuelve a hacer lo suyo la memoria
por un instante: pienso en los frutos
que dio en el verano
contra los cuales se ensañaron
los pájaros cada mañana,
en especial chingolos y zorzales.
Aquellos frutos, dulces y jugosos,
tuvieron su momento;
las huellas de esa violencia
puede verse en unos pocos
carozos acribillados que todavía cuelgan,
secos, aferrados a las ramas.
Lo que salvamos
se encuentra en la despensa:
unos frascos de mermelada
que hicimos cocinando
la pulpa azucarada a fuego lento
sobre la hornalla y revolviendo
con la cuchara de madera
hasta el punto que indicaba la receta
casera que nos dio mi abuela María
en su cocina de la chacra
cuando la visitamos el último verano
mientras nos hablaba
de su infancia española.
No le temblaban las manos curtidas
cuando refirió detalles de su padre
deportado por causas políticas
a España, en el 35.
De estas cosas también se hace un árbol.
Lo que fue en el damasco
vuelve a ser un desafío sin condiciones,
lejos de un aire veraniego
que sigue en contacto
con el paladar y la lengua.
No hay acto fallido para los sentidos.
Muchas cosas se han ido sumando:
la tierra oscura, las hojas alrededor,
opacas y dispersas, y una vereda,
a su derecha, que refleja una parte
de cielo.
Reflejo de reflejos,
así vamos de cabeza hacia el árbol real.
Sólo en lo alto de esas ramitas
desgraciadas la luz permanece
apiadándose por un momento.
La oscuridad empareja las formas,
las últimas hojas comienzan a definirse
con gruesa imprecisión.
El damasco se hunde en la noche
como si se alejara de nosotros;
diría que nos arrastra con él.
Raro: ninguna queja en el dolor.
Nos tiene agarrados.
Es un escarmiento moral
para los que esperamos algo
de las palabras.
Sabemos que todavía permanece
porque un contorno sugerido,
un arco leve se curva de arriba abajo.
Un pedazo de copa, de rama separada
y de hojas solas se desdibujan en el cielo
donde hay menos oscuridad que al ras
de la tierra, donde de algún modo
la realidad se ha ido
o se ha borrado; sólo
por el movimiento de esas hojas
-que pudieran ser otra cosa-
sabemos que algo todavía queda.
Lo que muere se resiste un poco,
nada más, y el damasco, el pequeño
frutal plantado en los fondos
del patio, dice y no dice
que no quiere saber nada con la nada.


(de Museo de varias artes, 2006)

lunes, 28 de agosto de 2023

La historia de dos poemas de Rafael Felipe Oteriño

Rafael Felipe Oteriño (foto: Camila Toledo)



por Rafael Felipe Oteriño (*)
Especial para El Desaguadero


El poema Ahora, de mi libro reciente Lo que puedes hacer con el fuego (Pre-Textos, España, 2023) plantea, sin proponérmelo, uno de los destinos de la poesía: su capacidad para brindar ayuda ante la fragilidad de la vida, hecha de tiempo y fuga, y, asimismo, la invitación a hacer del presente un instante vital. Nació una mañana de fines de octubre, a poco yo de despertar. Al salir a la calle, levanté la vista hacia el azul transparente, y vi en el cielo, junto a la luna todavía dibujada, el destello del lucero. Tenía algo de sobrenatural: lo percibí como un llamado, una cita. Eso me dictó el primer verso: «¡Vamos, cuerpo! Avanza hacia lo nuevo / con la misma convicción / que te impulsó hacia lo viejo». Apuntadas esas primeras líneas, me di a la búsqueda de otras imágenes que le dieran continuidad. En primer lugar, las que me explicaran la enigmática oposición entre lo nuevo y lo viejo allí formulada. Vinieron a mi mente sobresaltos y dificultades que metafóricamente opone el diario vivir para avanzar en nuestros proyectos ―la oposición de cursos de agua, serpientes enrolladas, polvo en el aire, tormentas― y, preso de un repentino entusiasmo ―como si hubiera sido destinatario de una señal―, me vi afirmando que esos hechos son episodios corrientes, y que «lo bueno y lo bello» siempre están al alcance de la mano. Que sólo se trata de dar el primer paso e ir hacia ellos, con la misma convicción con que lo hicimos en el pasado. Y fue entonces cuando retomé la imagen del lucero y la introduje en el bosquejo, lo cual me cedió el núcleo del poema condensado en el adverbio (de tiempo, claro está) ahora. Imperioso, definitivo, dicho vocablo repite (ahora lo advierto) el tópico horaciano carpe diem que invita a vivir el día, inscribiéndolo en la propia autoconciencia como un mandato. El fortuito descubrimiento del lucero operó, pues, casi como una orden: si de vivir se trata, siempre es «ahora». No en la compasiva memoria del ayer ni en la promesa bienhechora del mañana. Ahora: «En este amanecer alto y claro» ―tal como lo señala la línea final―, que no es más que la imagen de la vida diaria en su imprevisibilidad, pero también en su compromiso más alentador.

Y como los poemas tienen la capacidad de dialogar entre sí, y de reanudarse y de completarse unos a los otros, sumo a estos apuntes el poema Acto de fe, del mismo libro. Es un poema de la «alta edad», como calificó Saint-John Perse a la edad madura. Para quien ya sabe que la vida tiene un cumplimiento y un límite, el primer verso, con su acción signada en el verbo nominal «aferrarse» (de asirse con fuerza), recoge el énfasis y la congoja ―acaso propios de la edad― que atravesaban mi sentimiento al tiempo de escribirlo. Y estos calificativos son los que fueron dictando las figuras de la pulsión: aferrarse al rayo de sol, al grano de arena, a la nube, a la corteza del árbol, a la música, al viento... Manifestaciones de la vida natural a las que el yo poético «se aferra» como un escudo contra la finitud. Total (el poema parece saberlo y se lo descubre al autor), el viento ha de borrar «con misericordia, todas las señales». Y lo que queda es el amor a la vida y el horizonte del «ahora» como estaciones de la deliciosa aventura.  




Ahora

¡Vamos, cuerpo! Avanza hacia lo nuevo
con la misma convicción
que te impulsó hacia lo viejo.
            Confía en las señales: 
los cursos de agua
y las serpientes enrolladas, 
el polvo suspendido en el aire
y las tormentas de verano.
Nunca es fatal lo que dicen
y no está en tu piel convertirte en oráculo.
Lo bueno y lo bello están al alcance
de la mano; 
       la claridad, como la oscuridad, 
ensayan su obra a cielo abierto.
     Ambas conducen
a una isla de inextinguible verdor
donde todo está a la espera
de quien dé el primer paso. 
                     El presente
es lo que te ofrece esta mañana luminosa.
No tienes más que marchar hacia ella.
Hoy, al despertar, vi, junto a la luna, 
el lucero del alba; 
      brillaba
más fuerte que las otras estrellas, 
y cuando quise retenerlo desapareció. 
Brillaba como diciendo “es ahora”.
En este amanecer alto y claro. 


Acto de fe

Me aferro al rayo de sol, al grano de arena,
a la nube que cruza de oeste a este.
Me aferro al agua que bebo y a la tierra que piso,
a la corteza del árbol y a la raíz.

Me aferro al mes de julio,
a las páginas del Quijote,
a la lluvia lenta y a la pajarita de papel. 

Me aferro al ámbar, al lapislázuli,
a las vetas de la madera,
a la piel del durazno y a la oración. 
 
Me aferro al fagot grave, al solo de violín, 
al Adagietto de Mahler.

Me aferro al mar porque es mar
y a la roca porque es roca,
al laberinto porque me extravía
y a la línea del horizonte porque me llama.

Me aferro a las enumeraciones,
a la cifra exacta, al número impar.

A la niebla
que pronuncia, en sus intervalos, 
el nombre de Dios
y deja al descubierto una gran colina blanca.

Me aferro al viento, 
a la noche oscura, a los senderos de grava.

¡Al viento, al viento
que desespera en las hojas
y borra, con misericordia, todas las señales! 

martes, 22 de agosto de 2023

6 poemas de Luciana Jazmín Coronado

Luciana Jazmín Coronado.



Luciana Jazmín Coronado nació en Buenos Aires en 1991. Es Licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Publicó los poemarios La insolación (2014), Catacumbas (2016, último ganador del I Premio Hispanoamericano de Poesía de San Salvador) y Los hijos imperfectos (2023). Obtuvo la beca de creación artística Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores (Córdoba, España, 2017) y la Residencia de Escritores de la UNESCO y la UGR (Granada, España, 2019). Parte de su obra ha sido traducida a diversos idiomas e incluida en antologías. 





Seis poemas de Los hijos imperfectos


El comienzo


I

He nacido.
Tomaré alguna ruta, preguntaré 
por qué tengo tanta pena.
Al sol le pido que se aparte porque es viejo
y mira cada cosa con olvido.
Con una mano me amo 
y con la otra hurgo el norte,
puedo estar en una flor 
o en cualquier parte.

II

Prueba las manzanas, 
prueba los sabores del mundo 
y verás que son como tú:
niños que exigen un nombre.
Estamos aquí. 
Somos la sombra y somos el mar,
juntamos pedacitos de alhelí 
para que nos abraces.
Ven, estamos en todas las cosas, 
nos gusta caminar por las telarañas del dedo creador,
morir de la risa y sopesar lo que se balancea en la luz.
Ven a ver lo que tenemos:
hemos encontrado el mundo carbonado.
Ahora abre la boca, 
ya verás qué hacer con el lenguaje.




El despertar

Debería haber nacido de mariposas,
de algo jamás visto ni pensado,
ausente del lenguaje
que me viste para un casamiento de lava.
Todo lo que no es necesario
se ha vuelto pecado. 
Soy una piedra demacrada
por una gota de lluvia;
soy una entre cientos de niños
meciéndose como un junco,
dejando que el sol
me invente quemaduras.



Infancia


Robo los semblantes,
los guardo entre las ramas. 
Me armo este cuerpo 
con las nueces que unos padres
dejan sobre el camino. 
Abrazada a un germen de agua, 
me esculpo otra forma 
para nacer en familias ajenas 
como una pequeña limosna.



La exigencia del nombre


Quieres otro nombre 
y no esa mancha de nacimiento
que te elegimos.
Quieres otro nombre
pero nos preguntamos
si un día gritarás a los campos de ceniza
o pondrás tus manos de seda 
para servir la luz en los cuencos vacíos,
si el miedo te hará los ojos más pequeños,
y organizarás tus cosas como insectos 
pinchados en vitrinas. 
Ahora nos preguntamos
si hay algo que pueda, de verdad,
ser un nombre como ese que deseas,
uno que al pronunciarlo
use el ritmo de las rosas diminutas.



Fantasía

Cuando extirpen mi árbol 
saldrán insectos a borbotones,
quedará una capa de larvas blancas
como crías de ángel a la intemperie.


Los hijos imperfectos


La soledad es la ruta
donde se apilan las cosas
que brillan a lo lejos.
Quisiera amanecer un día
y pedirle a dios
que detenga el movimiento,
que no sangre más
su hilo interminable
de hijos imperfectos. 

viernes, 7 de julio de 2023

Ted Hughes y Sylvia Plath: cuando entre el silencio y la poesía está la verdad

Ted Hughes y Sylvia Plath. Foto: James Coyne / Black Star


 

 A propósito de los 25 años de la edición de Cartas de cumpleaños (Birthday Letters), de Ted Hughes.



Se están cumpliendo 25 años de uno de esos acontecimientos literarios que, cuando son tan potentes, tan intensos e involucran a algo más que la literatura, alcanzan un poder simbólico que excede la poesía. «Qué me importa a mí la poesía», dirá algún lector. En este caso, sin embargo –el que esta fecha nos está recordando– poesía y vida, historia y lírica, se entrelazan de manera tan fascinante que puede que estemos ante algo que sí importe.

El poeta Ted Hughes publicó poco antes de morir el libro Cartas de cumpleaños, que le valió una consagración mundial, pero dejó abierta la puerta para el cotilleo, dado que todos los poemas que lo integraban tenían una destinataria inconfundible, la protagonista excluyente de su historia vital.

Esa historia equivale a uno de los culebrones más frecuentados de la literatura en inglés desde los años 60 hasta la actualidad: la genial y tortuosa poeta estadounidense Sylvia Plath se casó en 1955 con el poeta inglés Ted Hughes. Aunque el matrimonio estaba conformado por dos artistas íntegros, no escapó a las exigencias mundanas, pues Sylvia se dedicó al hogar y Ted siguió escribiendo. No había, en un primer momento, discordia con el acuerdo. De hecho, a poco de casarse, el poeta obtuvo un premio por el libro El halcón en la lluvia y ella anotó en su diario íntimo: «El libro de poemas de Ted ganó el primer premio de Harper’s, ¡en cuyo jurado estaban W. H. Auden, Stephen Spender y Marianne Moore! Ni siquiera ahora, mientras lo escribo, termino de creerlo. La gentecilla miedosa lo rechaza. Los grandes poetas y valientes lo aceptan. Me enorgullece mucho que Ted sea el primero. Todas mis ideas trilladas contra el matrimonio con un escritor se han disipado con Ted: cada vez que le rechazan un poema siento el doble de pena que cuando rechazan los míos, y cada vez que lo publican me alegra más que si me publicaran… Es como si él fuera la media naranja perfecta para mí».

Poco después nacieron dos hijos del matrimonio, pero algo en el ánimo de Sylvia cambió, al caer en depresión (antes de su vida con Hughes había intentado suicidarse) y llegó el distanciamiento, la relación de Hughes con la cautivante Assia Wevill y la inevitable separación.

Paradójicamente, junto con eso la actividad literaria de Sylvia creció (sus mejores poemas y su novela La campana de cristal corresponden a esta época).

Sin embargo, en el invierno de 1963, Sylvia Plath se suicidó colocando su cabeza en el horno de su casa, y todos los ojos se volvieron hacia Hughes en busca de un culpable. Así, las voces públicas (lideradas por feministas) se alzaron contra el poeta, acusándolo de encarnar el abuso y la indiferencia machista en el mundo, cuando en realidad, todo indica que el autor de Despertar de primavera fue excluido del abismo que Plath se cavó laboriosa e irremediablemente.

Ante el escarnio, el silencio prudente de Ted había sido la única respuesta. Incluso cuando, para él, siguieron las tragedias, elevándose en dolor: en 1969, Assia Wevill también se suicidó, no sin matar con ella también a la hija que tenía en común con Hughes.

Décadas después, ese silencio de Hughes se interrumpió, al fin, con Cartas de cumpleaños, un volumen de poesía en el que se saldaban las cuentas pendientes. En esos 88 poemas, como en una elegía desencantada, Hughes recorrió la historia íntima de su vida junto a esa mujer que era como una llama siempre a punto de desatar un devastador incendio. El libro es una obra maestra, fue un éxito de ventas y le deparó premios que Hughes alcanzó a disfrutar en la agridulce antesala de su muerte.

Pero, ¿por qué esas páginas eran más que un libro de poesía? Porque Hughes decidía en Cartas de cumpleaños (hay una traducción del escritor Luis Antonio de Villena, para editorial Lumen) narrar anécdotas reveladoras de su vida matrimonial, tachonar su testimonio con anécdotas conmovedoras, ser sincero hasta el asombro. Siempre con Sylvia como centro de sus textos. Y es que Plath era a esos poemas lo que las palabras a la poesía misma, lo que la sangre al cuerpo y el ojo a la luz. Después de tanto silencio, el poeta había decidido pronunciar su verdad, de manera dolorosa y contundente.
La clave para lograrlo era, sin duda, una especie de diálogo entablado con la ausente. El poeta pareció poner delante de sí a su interlocutora y convertir cada poema en una rememoración de tiempos pasados, en una dolida reprobación o en un tristísimo lamento por las cosas que pudieron haber sido y no fueron.
El resultado fue un libro fascinante donde la poesía oficia como médium para que ese hombre que escribe bajo una lámpara pueda decir, tal vez, todo lo que debió haber dicho y tuvo que callar. Entre el silencio y la palabra, a veces, se encuentra la verdad. Sólo en ese resquicio es posible la poesía. Pero una poesía como esta: intensa, porque une los mundos a veces divididos de la literatura y la vida. Y que Ted Hughes, y por supuesto, Sylvia Plath, decidieron reunir en su propia carne.









Tres poemas de 
Cartas de cumpleaños, 
de Ted Hughes
Traducción de Luis Antonio de Villena

Becarios Fulbright

¿Dónde era, en el Strand? Una muestra
de noticias varias, con fotografías.
Por alguna razón la vi.
Había una foto tomada ese año
de los Becarios Fulbright. Recién llegados
o ya aquí. O de algunos de ellos.
¿Estabas entre ellos tú? La fui mirando,
no demasiado aprisa, divagando
sobre a quienes podría llegar a conocer.
Recuerdo ese pensamiento. No
tu cara. Sin duda escudriñé especialmente
a las chicas. Acaso me percaté de ti.
Quizás te sopesé. Sin sentimientos.
Me di cuenta de tu pelo largo, ondulado y suelto.
El tupé a lo Veronica Lake. No te escondía. Resaltaba lo rubio. Y tu sonrisita.
Tu exagerada sonrisa americana
ante las cámaras, los jueces, los amedrentados, los extraños...
Luego olvidé. Pero aún recuerdo
la foto: los becarios Fulbright.
¿Con equipaje? Seguro que no.
¿Vendrían en equipo? Fui andando 
con los pies cansados, con sol caliente y adoquines calientes. 
¿Compré el melocotón entonces? Me acuerdo de eso. 
En un puesto cerca de la Estación de Charing Cross.
Era el primer melocotón fresco que probaba. 
Me costó darme cuenta de cuán delicioso era. 
A mis veinticinco años estaba anonadado otra vez 
ante mi ignorancia de las cosas más sencillas.

*

El búho

Vi mi mundo de nuevo a través de tus ojos 
como lo volvería a ver a través de los ojos de tus hijos. 
A través de tus ojos todo era extraño. 
Los sencillos espinos eran peculiares alienígenas. 
Un misterio de sabiduría y singularidad. 
Cualquier cosa salvaje, con patas, brotaba 
en tus ojos con el signo de la exclamación 
como si hubiese aparecido entre los invitados 
a cenar en medio de la mesa. Los ansares comunes 
eran para ti artefactos con algo extraterrestre, 
su cortejo una soporífera película 
desembobinada por el río. Imposible 
comprender la comodidad de sus patas 
en el agua helada. Eras una cámara 
grabando reflejos que no podías profundizar. 
Hice mi mundo se rindiera al máximo a ti. 
Tú lo tomaste con una incrédula alegría 
como la madre cuando recibe el nuevo bebé 
de manos de la comadrona. Tu frenesí me aturdió. 
Despertó mi extática y estúpida infancia 
de quince años atrás. Mi obra maestra 
llegó aquella noche negra en la carretera de Grantchester. 
Imité el sonido delgado y ronco de un conejo 
con los nudillos mojados, al lado de un arbusto
donde un búho pardo andaba indagando. 
De repente apareció volando, sus alas extendidas 
sobre mi rostro. Me había confundido con un poste de telégrafos.

*

Ouija

Malas noticias siempre en la Ouija.
Deletreamos el alfabeto, decoramos el circo 
de tu mesa de café con letras.
Dos metas: «Sí», a un extremo. «No», al otro. 
Entonces nos inclinamos, nuestros dedos corazón 
reclinados sobre el vaso puesto del revés. La frivolidad 
haciéndose oscura para convertirse en solemne aprensión. 
Respetuosamente convocamos a un espíritu.
Fue tan fácil como pescar anguilas 
en la cálida oscuridad del verano. Apenas un minuto 
y el vaso comenzó a husmear las letras, dando vueltas pensativamente. Al fin, «Sí».
Algo había allí. Un espíritu se ofreció a ser nombrado. 
Ella elaboró su nombre con empujoncitos. Y estaba 
desesperada, deprimida, patética. Inventó 
respuestas macabras y sombrías. Cada respuesta 
era putrefacción o gusanos o sencillamente huesos. 
Quedó un peculiar sentido de culpa. Un sucio 
sentimiento de peligro, la sensación 
de que harían falta días para limpiarnos 
de la polución. Algún oculto carterista 
había hecho un corte en la seda del alma y nos la había manoseado. 
Pero lo explicamos fácilmente: alguien marginado 
de otro sueño había encontrado el camino al vaso 
y ese poder entonces se le subió a la cabeza.
                                                                      Mucho mejor
que pescásemos una clarividencia desacreditada, 
asumir que tarareamos en todas las frecuencias de la creación, 
sincronizar la Ouija a las frecuencias 
de la omnisciencia o de la profecía.
En caso de localizar al espíritu adecuado. 
Una vez más nos inclinamos
sobre el borde de las letras y gritamos hacia abajo, 
al pozo de la Ouija. Esta vez 
anunciamos los requerimientos en tonos firmes, 
y a medida que el vaso comenzó a merodear, repetimos
con claridad las cualificaciones pedidas.
De repente el vaso, en un silbante floreo, 
casi fue arrancado de debajo de nuestros dedos hacia el «Sí». 
Como si hubiésemos enganchado un pez justo en la superficie. 
Este prometió tan sólo la verdad. Para demostrarlo 
ofreció rellenar la quiniela de fútbol de esa semana 
y hacer nuestra fortuna en sólo cinco minutos.
Eligió trece empates. «No son muchos».
«Los suficientes», replicó. Y tenía razón. 
Pese a lo largo de la columna de partidos, 
sus trece empates certeramente marcados, 
el grupo entero quedaba a la deriva por un solo partido
pendiente de resultados futuros. «¿Demasiado afanoso?» «Sí». 
Pidió disculpas. Juró que se corregiría. 
Cinco días entonces de interno silencio de puntillas.
Por fin, al acecho, dispuestos a apuntar. 
Y otra vez, entonces, sacó el número entero, 
dieciocho, precisamente. Perfectamente adivinado 
si no hubiera sido rajado 
y en su deriva por dos grupos de sentido opuesto.
Dos delante, tres detrás ― cayó
a través de la red de seguridad que había preparado para sus errores. 
La fiebre del juego le está empezando a poner nervioso.
Se toma demasiado interés en algunos equipos. 
Busca ganadores y perdedores, y pierde 
la solidaridad natural con la verdad.
Hay una lección en ello, pensé, observando 
semana tras semana, su colapso con el azar 
malbaratando esperanzas y fantasía, humano y ansioso. 
Prefirió hablar de poesía. Hizo poemas.
Deletreó uno:
                      «No tendrá nombre.
La miríada de hijas
ocupándose de su imagen
lavando con lágrimas las laderas de la montaña 
para satisfacer la sed de las resecas llanuras».
                                               «¿Le parece un buen poema?»
pregunté. «Este poema», declaró,
«es un gran poema.» Su poeta preferido 
era Shakespeare. Y su poema favorito El Rey Lear.
¿Y su verso favorito de El Rey Lear? ―«Nunca
nunca nunca nunca»― pero 
no pudo recordar lo que venía después.
Nosotros lo recordamos, él no lo pudo recordar.
Cuando le presionamos, dio vueltas, confuso, entonces: 
«¿Por qué me aturden siempre así?
Me cortaría el brazo a hachazos como una rama podrida 
si me hubieran traicionado como mi memoria».
¿Dónde lo encontró? ¿O lo inventó acaso? 
Era una broma rara. Le gustaban las bromas. 
Pero normalmente era serio. Una vez, inclinados ambos, pregunté:
«¿Seremos famosos?», y tú apartaste la mano hacia arriba 
como si alguien la hubiese agarrado desde abajo. 
Destellaron tus lágrimas, tu cara estaba conturbada. 
Tu voz se hendió, trueno y relámpagos juntos: 
«¿Entregaros a la publicidad? ¿Es eso lo
que queréis? ¿Por qué queréis ser famosos? 
No lo veis ― la fama lo arruinará todo». 
Me quedé atónito. Pensé que me había unido 
a tu asociación de la ambición para complacerte a ti y a tu madre, 
para cumplir la ambición de tu madre 
de que fuéramos ambiciosos. De otro modo 
estaría en el oeste de Australia 
pescando desde una roca. Así pareció de repente. Y lloraste.
Te negaste a seguir con la Ouija. Nada 
de lo que pude pensar explicaría 
tu extrañeza y tu llanto. Quizás, 
tan sólo, que tú habías captado un susurro que yo no alcancé, 
antes de que vuestro vaso se moviera, alguna quieta vocecita: 
«Vendrá la Fama. Especialmente para ti la Fama.
La Fama no puede evitarse. Y cuando llegue 
la habrás pagado con tu felicidad, con tu marido y con tu propia vida».

martes, 20 de junio de 2023

4 poemas de Luis Ricardo Casnati

Luis Ricardo Casnati.


Luis Ricardo Casnati nació el 21 de junio de 1926, en San Rafael, al sur de Mendoza. A los 15 años fue alumno del gran poeta Alfredo Bufano, quien se desempeñaba como profesor de Literatura. Egresó como arquitecto de la Universidad Nacional de Córdoba, en el año 1952. Fue, además, escritor, diseñador y docente. 
Fue figura destacada de la poesía mendocina en la segunda mitad del siglo XX. Su trayectoria literaria se inició con De avena o pájaros (1965), libro de poemas al que le siguieron Aquel San Rafael de los álamos (1975), La batalla del oro (1975), Cantata a dos voces (1975), Balanzas, cabras y gemelos (1984), La hilandera (1987), La luna en el agua (1993) y otras obras poéticas por las cuales recibió numerosos premios. Editó también los cuentos Historias de mi sangre, Sólo tu nombre de trigo verde y Las palabras del sésamo, entre otros.
En 1958 fue nombrado director de Arquitectura de la Provincia, por lo que se trasladó a vivir al Gran Mendoza, fijando su domicilio en el distrito Las Cañas, de Guaymallén, donde diseñó y construyó su hogar. En su domicilio poseía una biblioteca con unos 3.000 libros.
Fue cofundador de la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Mendoza en 1960. Allí se desempeñó como profesor de la cátedra de Plástica, que incluía equipamiento de interiores y diseño de muebles. Además, fue presidente de la Sociedad de Arquitectos de la provincia, presidente del Colegio de Arquitectos y presidente de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE) de Mendoza, institución en la que también ocupó el cargo de vicepresidente a nivel nacional.
En marzo de 2017 fue distinguido por su aporte y trayectoria en el mundo artístico por la Cámara de Senadores de Mendoza. Fue gran amigo y cómplice en el arte del pintor Luis Quesada, con quien creaba piezas de mobiliario. De hecho, la casa de Quesada fue diseñada por Casnati. El 20 de junio de 2017 falleció con 91 años, rodeado del afecto de sus familiares y amigos.



Piel

Tu piel es tierra de suspiros. 
Tierra de antigua miel 
y trazo limpio 
donde se envuelve el duro 
aire que soy yo mismo.

Tierra de sol
altísimo,
que lleva a la raíz 
de tu vida y mi vida a ser rocío, 
a fundirse en el mundo legendario 
donde el grito es un lirio herido 
y donde es suelo firme 
el vacío.

Potro blanco en la noche. 
Savia que es casi río. 
Detrás de nuestros ojos, 
un camino de agua y un navío.

(de De avena o pájaros, 1965)


6

Yo estaba de violeta, de nostalgia, de otoño, 
los vientos traspasaban mis palabras, mi carne, 
me dolía el cabello, mi nombre me dolía,
la luz me parecía oscura y dura, 
el sol lejano y enemigo, 
la luna torva y triste. 
Todo era idéntico a otra cosa: 
la tristeza al azufre, 
el azufre a la lluvia, 
la lluvia a las avispas. 
Los días comenzaban 
llorando, 
se abrían los crepúsculos 
como una herida, 
todo era gris y quieto, 
todo se resolvía de manera 
pesadamente melancólica, 
pastosa, indiferente. 
Las máquinas gemían, 
los tenedores, los cuchillos 
amenazaban desde los trinchantes, 
las espinas volaban por el aire de luto, 
los caballos corrían por campos de ceniza, 
las agujas clavaban lentamente los ojos.

Pero entonces llegaste.

(de Amo, luego existo, 1984)


Carta del hombre que mira a Samarcanda

He caminado por esta ciudad,
Que antiguamente estuvo amurallada, y que una vez fue destruida por Alejandro de Macedonia. 
He mirado sus mezquitas,
Con su devastada arquitectura y sus cúpulas de nervios azules.
He mirado el sextante de Ulugh-beg,
Que con sus simples ojos de hombre clasificó la magnitud de mil ochocientas estrellas, 
Y calculó hace medio milenio la duración del año, con sólo un error de segundos.
He mirado un paisaje que se dilataba en cuatro cordilleras detrás de una de las cuales comenzaba la China.
He mirado la flor del té.
He mirado este curioso cielo,
Que tiene su Dragón y su Serpiente y su Delfín, pero donde no está clavada la Cruz del Sur.
He tocado adobes cortados antes de las Cruzadas y antes de Carlomagno, y me he estremecido.
He mirado rostros inhabituales para mí, de altos pómulos, Bajo los cuales se escuchaban lenguas a las que, con toda probabilidad, jamás tendré acceso.
He mirado la curvatura de la noche,
Creyendo adivinar el polvo de las caravanas y las sombras de Tamerlán y Marco Polo,
Y no sé si eran, o no eran, o era tan sólo el viento entre las ruinas 
He mirado todo esto largamente, con los ojos abiertos y con los ojos cerrados. 
Y por arriba de esto, por debajo de esto, detrás de esto, atravesando esto,
Te he visto a ti.

(de Cartas rusas, 1993)


Nada sucede 

Y uno se siente igual. Con los caminos 
tan cercenados o bloqueados como 
los que ya caminó: sin un asomo 
de cambio. Ve los días asesinos

de los meses, los meses de los años, 
los años de la vida. El horizonte 
visible es como aquel Jano bifronte 
de la mitología: desengaños

hacia adelante y hacia atrás olvido. 
Todo parece vano y sin sentido 
y dado a luz por la melancolía.

Y uno con su reloj de arena cruenta, 
mirando cómo el tiempo se alimenta 
de un día y otro día y otro día.

(de Las palabras del sésamo, 1995)