Cristian Aliaga nació en Darragueira (Provincia de Buenos Aires), aunque se crio en la Patagonia. Tras recibirse de Licenciado en Comunicación Social por la Universidad del Comahue (General Roca, Río Negro) se instaló en Comodoro Rivadavia (Chubut), donde comenzó trabajando en el diario El Patagónico.
Luego de dirigir el gabinete de Prensa de la Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco (donde se desempeñó como docente desde 1987 hasta el final de sus días), volvió a El Patagónico, esta vez a cargo de la redacción. También tuvo una labor en radio, a cargo de programa como La vuelta al día y El Banquito.
Posteriormente se trasladó a otra localidad de la familia en que residía, Lago Puelo, para interesarse por temas de los «pueblos originarios», como mostró en artículos para el medio El Extremo Sur.
Publicó numerosos libros de poesía, pero también relatos de viajes y ensayos. Entre sus títulos destacan: La sombra de todo, Música desconocida para viajes, La caída hacia arriba, La pasión extranjera y el más reciente: La nostalgia del futuro (2023).
En su rol de editor, dirigía Ediciones Espacio Hudson, que publica libros de pensamiento crítico, ensayo, poesía y narrativa.
Falleció el 16 de abril de 2024 en Buenos Aires, adonde había sido trasladado por complicaciones de una neumonía.
El poema de la muerte
Y si viene la muerte
la divertiré
y si escribe un poema
para darme lo que buscaba
antes del fin
diré que he perdido
la memoria
y el interés
y la divertiré.
Y luego
copiaré el poema
de la muerte.
Edificar sobre plumas
Edificamos sobre plumas el cisne
blanco que se ahogará. No es culpa del objeto,
somos animales de antes del diluvio.
Crímenes de toda especie
se consuman sin que lo admitamos.
Una lengua no es suficiente, una ética tampoco.
El sentimiento turbio
Una letra azul hasta que la hoja acabe en negro,
siempre, el final.
Ese color de fin de era se impone al rojo, alternan sangre los dos.
Querer condensar en un verso largo esa pálida voz perfecta.
Es turbio el sentimiento, tiene el poder
para anular la angustia por segundos;
de la inteligencia sacamos eso, angustia,
por estar al acecho. Pero el sentimiento es adictivo
aunque se pierda
en la dulce turbiedad
de un tren que pasa a velocidad constante en otra vida.
Mi madre hierática no fue,
el padre mío sí, cantaba tangos
en la oscura siembra.
Imaginaba París para cantar
como un uruguayo.
Ah, los señores
que lo ungieron al arado.
Hemos sido insensatos,
sedientos, santos de catedral destruida,
infancias pobres, gauchitos giles,
del amor aquél cruel que suscita
desastre,
pero no descarten el futuro en esos imbéciles de genealogía,
yo mismo el instrumento, los bueyes,
mi padre y yo.
La entrega
he entregado de mí el alma
a la negra de Baudelaire
en adelante me repliego en el hablar
hablo la carencia del poema
suscito emociones de abandono
en el barro más dulce de mente
soy una mujer no el poeta
ardida por el desprecio
trabajada por el amor
de Baudelaire
ya inmóvil, religioso en la isla
soy una negra como poeta
querida
para siempre
al sol del tiempo abandonada
Maltratado y plácido
pesa la mano sobre lo escrito
cargada la mano
resiste el peso
que el brazo le impone
el cuerpo entero
maltratado y plácido
viaja por la mano
hasta lo escrito
el aerolito inalcanzable
golpeó al cerebro
que hace los movimientos
del acróbata
sin dominar al cuerpo
que lo escribe
Estirar la mano
Estirar la mano como quien pide un don
y se arrepiente,
deja el gesto en el aire y pide menos que nada
para seguir.
Arte, poética
Un poeta –un lobo sin cartel–
no muestra sus cartas, no baraja
de nuevo, no escancia vinos
que no es capaz de beber.
Es un animal procaz
que no ve detrás de las ventanas
sino más allá de las rejas,
un espectro sordo
que no domina su carga
y se entrega a ella.
Un poeta –un punto azul sobre la mesa–
no mira para ver
sino para abrir los ojos.
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