viernes, 21 de febrero de 2014

La historia de un poema de Jorge Paolantonio



Sobre el poema 
la hermana clavadista

por Jorge Paolantonio
Especial para El Desaguadero

Sucesos argentinos era, para quien lo ignore, nuestro más clásico noticiero cinematográfico. Abría y cerraba con música épica y un gaucho que avanzaba sobre su caballo hasta ponerlo con las patas delanteras arriba. Entonces el jinete, frente a la cámara, agitaba para todos la bandera de la comunicación moderna. Para entonces, este «niño de la Nueva Argentina» descubría en el monótono blanco y negro muchas novedades impensadas.

Un día quedé boquiabierto frente a lo que se llamaba «los clavadistas del Pacífico mexicano». Populares desde los años ’40, cientos de valientes –a la puesta del sol en La Quebrada de Acapulco– se lanzan al oleaje  desde una saliente de roca a cuarenta metros de altura. Todavía hoy cronometran  a puro ojo su lanzamiento para no caer y estrellarse contra el fondo del mar. Tienen apenas segundos y seis metros de agua para zambullirse y emerger en superficie.

En una de las tomas que vi en ese entonces, un nadador se lanzaba portando una tea ardiendo para dar realce a su acto.

Esa imagen y la palabra «clavadista» me rondaron buena parte de la infancia.

Ya adolescente descubrí que mi hermana, seis años menor, padecía de una «enfermedad» que el clínico resumía en una frase lanzada a mi afligida madre: «su niña es obesa». Pero la «enferma», carente de culpa y cargo, era la gorda más feliz de la comarca («feliz», digo, y no «cómica»). Justamente por ello fue que un día, viéndola lanzarse desde lo más alto del trampolín de la pileta pública a la que nos llevaban, tuve la total certeza de que lo suyo era un acto de pura alegría. Ignoraba «la clavadista», cayendo con el más bello estruendo, la risa de los imbéciles –esos que abundan en pueblo chico (y de todo tamaño, ¡bah!) donde la envidia se mide con lenguas filosas, ojos en blanco y codazos de complicidad–.

Tuve una infancia maravillosa. No fue igual descubrir que ya no era un niño. Ya no tomaba sopa sino que me dormía con un regusto amargo. Ciertas palabras y el prejuicio pesaban hasta sofocarme. Mi miedo hizo que jamás aprendiese a nadar. En cambio «la enferma» siguió su rutina de trampolín hasta convertirse en una espléndida sirena. No es este el cuento del patito feo. Es más vale la historia de un cetáceo hembra que opuso su optimismo y sus ganas de vivir a todas las vallas consabidas.

Hoy ya no se lanza. Eso sí, canta, rodeada de pajaritos que cuida con esmero. Tiene cuatro nietos. Y este hermano que le ha escrito el poema. «La clavadista» también tiene un guacamayo que anuncia los renovados «sucesos argentinos» con colores que encienden su vida, la nuestra y el patio de provincia.


la hermana clavadista 

quien no haya tenido una hermana clavadista
distará de entender 
qué significa lluvia
en un pueblo anegado de malicia 

cada vez que la pienso
cada vez que la digo
es sirena que ulula en carcajadas
y levanta un palmo de la tabla
para lanzarse
y caer 
como chubasco latoso
a rebalsar 
mi sopa de tulipanes 

hay lugares al sol 
donde la larva de la grandilocuencia
les tiene puesto huevos y lemas
que se repiten de vereda en vereda
como meadas de perro callejero

ella 
ella no se reitera
nada en elipsis          después de tocar fondo
y vuelve 
al trampolín
a los aplausos  

quien no ha tenido una hermana clavadista
difícilmente logre  
aceptar sus periquitos 

ella
ella tan ancha y señora de su mundo
tan dueña de sus madrigales
tan nacida del mismo vientre

Del libro El orden y la dicha (Ruinas Circulares, Buenos Aires, 2011)

lunes, 10 de febrero de 2014

Música nómade

La traducción en siete verbos

La clarividencia, de René Magritte.


por María Negroni
Especial para 
El Desaguadero


1. Leer

Traducir es, ante todo, leer. Poner en marcha, con una conciencia agudísima, una suerte de detectivesca sobre un texto. No hay acto hermenéutico más serio ni forma más privilegiada de abordar esa materia secreta que es el poema. Este se vuelve una instancia absoluta, una experiencia que con-mueve y pide ser captada en todos sus núcleos semánticos, sus campos de fuerza intelectuales, sus geografías afectivas.
Macedonio solía decir que los mejores textos son aquellos en que el lector se va. Se va a escribir, agregaba. La regla ha sido válida para mí. Sin duda, fue cierta cuando me fui a traducir.

Puedo decirlo sin miedo. Cuando llegué por primera vez a Nueva York en 1985, descubrí muy pronto que no me sería fácil leer realmente la poesía norteamericana. Mis conocimientos de inglés eran suficientes para desenvolverme en la vida diaria pero mis lecturas me dejaban siempre insatisfecha. Apenas si lograba percibir, por intuición, cuáles poetas me interesaban y cuáles no, y a veces, incluso cuando me interesaban (como en el caso de Susan Howe) me sentía lejos de poder apreciar en toda su magnitud el alcance de sus propuestas verbales. Así fue como empecé a traducir. Por más de diez años, trabajé en mis versiones de Bishop, Moore, Plath, Sexton, H.D., Adrienne Rich, Lorine Niedecker, Rosmarie Waldrop, Louise Glück y la ya mencionada Susan Howe, hasta que, después de haberlas corregido mil veces, me decidí a publicarlas en un volumen que titulé La pasión del exilio: diez poetas norteamericanas y que apareció en Buenos Aires bajo el sello editorial Bajo la Luna.

Mis primeras traducciones fueron así un ejercicio y un modo de medir mis propias fuerzas: un aprendizaje. (Pound habló de la traducción como una pedagogía o una escuela). Escribir y traducir eran para mí –y siguen siendo– una sola actividad, ambas fuertemente ligadas a la lectura y a lo que hoy podría definir como una intensa pulsión verbal, que es otro nombre para la vocación.

Como la traducción es un vicio, no paré. No sólo no paré, empecé a traducir también del francés. Después de completar una selección de la obra de H.D. y otra de Charles Simic, traduje a Georges Bataille, a la poeta surrealista que tanto influyó a Alejandra Pizarnik (Valentine Penrose), a Bernard Noël y a Louise Labé, quien escribió, quizá, los sonetos de amor más bellos de la Francia renacentista.

Una joven pastorcilla
lee un libro de lecciones mientras
cuida su rebaño,
de Claude Melan.


2. Exiliarse

Podría también decir: desconocerse, introducirse en el desconcierto existencial de una cultura dispersa y fracturada, tomar conciencia de la incomodidad en la propia lengua. 

La traducción es siempre una indagación atenta y uno de los modos de mostrar el carácter provisorio del lenguaje. No es que la intemperie sea otra pero en ella los combates con las prisiones lingüísticas y los hábitos mandones del discurso se exacerban con dicha, haciendo más evidente, si cabe, ese estado fortuito. 

Para explicarme, quizá, con más claridad: si hay un premio en la escritura de un poema, sería este: encontrar un estado otro de la lengua. (Proust dijo que los libros más bellos parecen escritos en una lengua extranjera). El objetivo es simple y dificilísimo: se trata de liberarse de las voces calcificadas, las ideas recibidas, las convenciones que anulan y entorpecen. Lo mismo rige para la traducción. Es preciso internarse en ella con la misma incertidumbre con que se escribe el poema: recordando que avanzamos a ciegas, en aras de un fragmento de lo real, sin olvidar jamás que verdad y totalidad son un binomio imposible (e indeseable). A este requisito, ha de sumarse otro: el de recordar que toda la tensión, siempre, está en las palabras, que las palabras son más sabias que nosotros y nos revelan, muchas veces sin anestesia, que el enemigo es interior y la alteridad lo más íntimo. La calidad de la lectura está en juego, también la posibilidad de recomenzar y reinventarse.

Trasladar el trabajo de un poeta de una lengua a otra implica así ensanchar la propia percepción. Y no me refiero sólo a las referencias lingüísticas, históricas, políticas, sociales, es decir culturales, que configuran una obra sino, sobre todo, a la dimensión plural, infinita, del espacio imaginario. Cada poeta es una tensión vulnerable y única entre palabra y mundo. La traducción vuelve porosas, habitables, esas diferencias. Deja intuir qué ritmos, qué obsesiones pulsan bajo las formas de un corazón verbal. Lo que resulta es un enriquecimiento, no personal (o no tan sólo), sino de la lengua. Una ampliación de los registros posibles. Al apostar a favor de la otredad, salimos del ensimismamiento, de la autosuficiencia cultural. El cambio nos cambia. Lo menos temeroso de nosotros mismos halla consuelo y agradece.


3. Trasladar

Hace varios años, en el prólogo a su traducción de mi libro El viaje de la noche/Night Journey, Anne Twitty escribió: «Along with other meanings suggestive of movement, there is a specific and lesser-known definition of translation: the transfer of relics from a previous shrine to a new one, which cannot be sanctified until the relics have arrived» [«Entre las definiciones de la traducción que priorizan la idea de movimiento, hay una, menos conocida, que la equipara a la transferencia de reliquias de un altar a otro y establece que estas últimas no pueden ser santificadas hasta no haber llegado»]. 

Esta definición, que Anne Twitty tomó a su vez de Michael Sells, traductor de Ibn-Arabi, me parece inmejorable. En primer lugar por elegir el concepto de reliquia –que remite a esos pequeños souvenirs, a medio camino entre la ruina y lo sagrado, que solían trasladarse en el pasado como amuleto o prueba de un milagro–. Segundo, por no establecer jerarquías entre el templo de partida y el de llegada.

La traducción es, por antonomasia, el ámbito de los cambios, las interpretaciones. Borges fue más enérgico: habló del ámbito de la discusión estética. A eso se debe la incesante proliferación de versiones, el reiterado esfuerzo de comenzar a traducir de nuevo.

Es cierto, en el camino de un sitio al otro, algo se pierde pero ¿acaso no se pierde siempre? ¿No se pierde cuando se escribe el poema «original»? La fórmula de Frost («la poesía es lo que se pierde en la traducción») me parece ingeniosa pero falsa. El fracaso incumbe a toda creación. Me refiero al fracaso en los términos de Beckett, un fracaso que puede mejorarse, como en la fórmula: «No importa, intenta de nuevo, fracasa de nuevo, fracasa mejor». Son incontables los textos y poemas que han dejado prueba de esta desesperación. Basta pensar en la visión baudelairiana del poema como sueño de piedra. Algo se petrifica, muere irremediablemente en el acto de crear. La obra se vuelve contra el modelo o contra su creador. Todas las alternativas de la incansable polémica entre arte y vida se reducen, a fin de cuentas, a esto: el deseo (irrealizable) de hacer el cuerpo del poema con el cuerpo, como quería Pizarnik.

Pero el poema, se sabe, es un elogio incansable a lo imposible. Hay que aceptar que el forcejeo con el lenguaje es doble y paradójico: por un lado se lucha para tratar de devolver toda su plenitud a las palabras «de la tribu» y por otro, para dotarlas de un sentido distinto vinculado a nuestro deseo más oculto. Y todo eso dentro del repertorio formal de la tradición, a la que se cuestiona a fin de establecer desvíos, fracturas, movilidades. De este íntimo núcleo contradictorio, hecho de entusiasmo y desmoralización, nace la escritura. También a él se dirigen las mejores traducciones. 

No pretendo afirmar con esto que no existan los fracasos concretos en una traducción sino que, en todo caso, dichos fracasos son una subcategoría dentro del fracaso de la creación en general. Se me podrá objetar que, entre quien escribe y quien traduce, hay un cuerpo que falta y es cierto, nunca se podrá replicar con exactitud cómo eran las cosas cuando quien las escribió las tocaba (asumiendo que las tocara). Pero el poema, hay que decirlo enseguida, no reproduce la realidad, la inventa. De modo que, a quien traduce no le cabe explicar (ni siquiera pretender revivir una situación) sino más bien experimentar poéticamente una realidad que es, ante todo, verbal.

«La poesía», escribió Antonio Ramos Rosa, «alcanza el punto máximo de su significabilidad cuando ya no puede ser interpretada». Y Lowell: «un poema es un acontecimiento, no la descripción de un acontecimiento». De ahí que la poesía misma –y no otra cosa– sea su tema. De ahí, también, que el objetivo de la traducción consista en un negocio escurridizo: captar esos impulsos, coloraciones, engarces y deslizamientos del así llamado «texto original» que le permitan ser, a ella misma, una experiencia estética. 

Alegoría de los cinco sentidos:
oír,
de Nicolaes van der Horst.

4. Oír

Juan Ramón Jiménez reunió sus traducciones bajo el título Música de otros. También podría haber dicho: Música propia desconocida hasta ahora. Dije antes que traducir es descolocarse respecto a un supuesto hogar estético, abandonar un paisaje lingüístico familiar. Pero ese descolocamiento es complejo: busca simultáneamente re-conocerse, dar con una afinidad tonal, algo así como un temblor acompasado para poder reinventar la realidad material o sígnica que todo poema propone. «De la musique avant toute chose», escribió Verlaine. Y sí, la fidelidad ha de ser, ante todo, al campo de los juegos rítmicos, al fraseo y sus golpes acentuales, a eso que se despierta o se duerme en las intermitencias, los espacios en blanco, resonando fuera de la memoria literaria. De esa forma y no de otra, atraviesa el traductor la penumbra y la experiencia de lo «extranjero», y después penetra en un campo donde cualquier intento de regularizar lo irregular (sea en la prosodia, el léxico o la sintaxis) está descartado de antemano porque lo importante, como siempre, es el efecto poético, es decir el impacto que produce la feliz ruptura de la regla.


5. Amar

En toda traducción hay un movimiento de amor, gestos de acercamiento que nacen de una apasionada atracción verbal y que llevan, por lógica, a desear compartir los textos traducidos. Dar a conocer: expresión única del español que ve al conocimiento como una donación. La traducción es, en este sentido, la más generosa de las actividades literarias. En ella se busca, con una sintaxis a la vez apasionada y despersonalizada, tocar el ruido de nuestra época. Y eso ejerciendo una suerte de palabra en voz baja, un canto casi tímido, como quien escribe, parafraseando a Anna Ahkmatova, un «poema sin héroe».  Todo el talento, la sensibilidad de quien traduce está puesta al servicio de un otro o más bien de la otredad de ese otro/a que es quien escribe en la lengua así llamada original. Como quien se pone una máscara (adicional), el traductor se adueña imaginariamente de un mundo. Quiero decir, hace suya toda la intemperie, la oscuridad, el imponderable manojo de deseos, obsesiones y asombros que es también la materia con que se hace el poema. Y desde ahí trabaja y hace oír el punto en que su propia voz se encuentra con la voz del otro y un cortocircuito alumbra alguna nota nueva, irrepetible. A esto se le llama cruzar un puente. Siempre pensé que la escena en que la protagonista del cuento Lejana de Julio Cortázar intercambia roles con su alter ego en el puente que une y divide la doble ciudad de Buda-pest podría ser una metáfora curiosa de la traducción.


6. Crear

El poema, lo sabemos, siempre es Otro. Incluso cuando es escrito por el otro del yo del que hablaba Rimbaud. A fortiori, el poema traducido es una nueva creación. Ninguna duda en esto. La traducción perfecta, se ha dicho, es otra  obra. ¿Y eso, por qué? A riesgo de repetirme, insisto: no existe equivalencia entre las palabras de dos idiomas distintos como no existe equivalencia entre las palabras del idioma original y la realidad que supuestamente esas palabras intentan captar. Cuando se traduce, hay que dar las cartas de nuevo. Moverse entre luces que se encienden y apagan como pequeños resplandores de los que pueden surgir imágenes, ritmos, pequeños hallazgos. Hay que avanzar así. Y también retroceder sobre aquello que se ignora para poder dar a luz una versión serena de la misma tempestad. La traducción es ese desafío y esa maravilla.

Veritas, de Christopher Murer.

7. Desmentir

Una de las ideas menos perspicaces en torno a la traducción es la que la considera una actividad subsidiaria: algo así como un mal menor, un ejercicio de servidumbre, totalmente desprovisto del «aura» que aún se concede a la creación. No faltan, lo que es peor, escritores ilustres (entre ellos Goethe o Valéry) que la consideran francamente impracticable.

Semejantes preconceptos olvidan o adulteran varios hechos. La traducción, como dije, trabaja sobre el lenguaje y sus desafíos son los del lenguaje en tanto herramienta estética. Traducir, por tanto, no puede equipararse a difundir, informar, o aclarar nada: su fin es hacer existir algo que antes no existía (igual que el poema, diría Huidobro). Limitar la traducción a un deber de mímesis olvida, por otra parte, que cualquier demanda de univocidad señala la derrota de lo poético. Olvida también que la escritura mira siempre a la pendiente secreta del lenguaje donde, precisamente, no hay qué decir. En tal sentido, traducir sería como abrazar a un cuerpo que no se ve, del que se desconocen las proporciones. Lo que es más: si hubiera algo que calcar, sería lo incomprensible. Como al poeta, en suma, al traductor le caben las prerrogativas del desconocimiento y la imaginación. También, como a aquel, le competen dos tareas: desmontar los ángulos muertos del idioma y las calcificaciones de sentido (que constituyen, entre paréntesis, la opresión menos visible) y forzar al lenguaje a cobrar vida a partir de la conciencia de su propio vacío, es decir de su impotencia. En ambos casos, el resultado es el mismo: un murmullo indiscernible vuelve a afirmar que tan importante como aquello que se dice es aquello que no se dice. La apertura a lo excéntrico y a lo diferente en la traducción es, en tal sentido, un distanciamiento consciente de la palabra asertiva y una apuesta a favor de lo inaudible. En una palabra, hay una dimensión crítica, profundamente corrosiva, que compete también y de modo crucial a la traducción.

Esta dimensión no es menor: a la ya complejísima trama de la escritura, agrega una capa suplementaria que pone el acento, por sobre cualquier otro aspecto, en la urdimbre misma del texto y de ese modo des-naturaliza el proceso de construcción verbal, haciendo visible su carácter artificial. Dice que, al final de cuentas, traducir es un asunto de lenguaje, casi puramente.


lunes, 3 de febrero de 2014

Una blasfemia necesaria



                                              
blasfemo, de Leandro Calle. Alción Editora, Córdoba 2013, 53 págs.



1

Todo poeta es un blasfemo reflexivo.

2

Leandro Calle (Zárate, 1969) repite en su nuevo libro las minúsculas en el título, al igual que en el anterior entonces (Alción, 2010). Pero esta vez con un sentido que va más allá de lo estético: el blasfemo iguala al mismo nivel a «dios» para poder enrostrarle un par de verdades duras, crueles y hasta impiadosas: «nosotros condenados a la pena de muerte / él a cadena perpetua».

3

Abro el libro. Tiene dos partes bien diferenciadas. La primera, la que da título a la obra completa, continúa con la ausencia de mayúsculas en una serie encadenada de poemas sin nombrar, con versos de amplio espectro y otros bien breves. Como una respiración que refleja la agitación de las ideas de este sacrílego decir. El segundo capítulo, «Cuerpo», otra serie de quince poemas, aunque separados. Todos poemas de seis versos heptasílabos, excepto el último que, caligramáticamente, se descompone en palabras sueltas, arrojadas a la página en blanco sin un punto final.

4

En este diálogo tan igualitario como imposible, las preguntas universales se imponen: qué hay antes y después de la vida, la ausencia misma de dios, la duda como motor de la creencia. Hay intentos valientes de respuesta, por supuesto, el amor es dios y no al revés, el silencio como lo único cierto y concreto, así como la muerte no es atributo divino, ya que dios –propone el blasfemo poeta- no se lleva a nadie. Le exige, además -y sin permiso mediante-, hablar de los muertos, de los teólogos y las religiones, de lo eterno, de la sexualidad: «hablemos de dios teniendo sexo / ¿su posición favorita es siempre arriba?». Ironía y sarcasmo para el que padece el mutismo de alguien tan cruel como un padre borracho y golpeador.

5

Leandro Calle más que atacar se defiende: «Al blasfemar afirmo tu presencia».

6

Hacia el final del primer capítulo/libro, el impío reconoce que le es imposible no «desgastarse» u «oxidarse» por los golpes de la vida, las dudas, el dolor y los temores, por eso sabe que no dejará de beber en los silencios de dios. En un pareado endecasílabo que resulta ser el clímax de esta «tirada» tan poética como difamatoria dice: «sucia de dios esta ciudad que habito / sucia de dios y limpia de infinito». Así y todo, el yo lírico admite a regañadientes la existencia de una realidad absoluta y trascendente -¿agnosticismo al fin?-, como también hay escepticismo religioso y algo de apateísmo: la existencia de dios o no, no solo no es conocida, sino que es irrelevante. Aunque la blasfemia no deja de ser, a su pesar, una dolorosa confirmación.

7

Susan Sontag: «Las satisfacciones que encontramos en el Paraíso perdido no proceden de sus concepciones sobre Dios y el hombre, sino de la energía, la vitalidad y la expresividad superiores encarnadas en el poema…». Blasfemo es una creación humana, una «creatura» de un poeta -salvaje y racional- que escribe sin pudor para demostrar que, tal vez, es el único que realmente está vivo.

8

Llego a la segunda parte: «Cuerpo». Es un contraste en estilo y tono con la primera. Donde había furia e irreverencia, ahora hay elegancia y sensualidad. El epígrafe de Octavio Paz: «Y las sombras se abrieron otra vez y mostraron un cuerpo» no es azaroso (no olvidemos además los ensayos sobre amor y erotismo de La llama doble). Poemas de celebración del cuerpo y, por tanto, del sexo. Acaso una hermosa manera de blasfemar y de aclamar lo único cierto: la vida. Juega con el oxímoron y reflexiona en sinestesia: «inmóviles caminan / dos caracoles quietos» o «tus dos orejas cantan. / Una canta en silencio / otra grita colores». Hay una vuelta intencional a las mayúsculas en esta especie de tankas extendidos y personales. La métrica regular de los versos sugiere una cadencia más gozosa que monótona. Aquí, Calle tiende un puente hacia su libro entonces, donde el amor era el motor de búsqueda, una sed que encendía y saciaba al mismo tiempo. Aunque en los poemas de «Cuerpo», el amor físico surge ahora como una posibilidad.

9

El erotismo, entonces, como una posible y paradógica respuesta de «apagar el deseo», el deseo de creer sin dudas -sin fisuras- en un ser supremo y bondadoso: «No quisieran volar / no quieren ser del aire. / A veces tus dos manos / se aferran tanto al cuerpo…».  Finalmente, en el último poema, el cuerpo alcanza cierta sublimación y deja irremediablemente de existir. Es «ese algo que arde» repetido lo que, provocativamente, lo llama y desvela al yo lírico.

10

Todo blasfemo es un poeta desatinado.




Algunos poemas de Blasfemo, de Leandro Calle


durante años salí a buscarte
y ahora que no te busco te aparecés en las esquinas
y me mirás con esa cara de silencio

*

busco a dios en tus ojos
no lo encuentro
tampoco está en la tarde de domingo
descielado
bajo lentamente por tus piernas
y la zarza arde todavía

*

una lata vacía es una lata vacía
pero la he llenado de lápices, marcadores y alfileres
ahora ya no es más una lata vacía
ahora es una lata llena
una lata vacía es también la posibilidad de llenar algo
una lata vacía
es como la mitad de la muerte

***

Cuerpo

III

Ejército de oriente
rebaño de corderos
tus dientes permanecen
asidos a mi carne.
No los burla la muerte.
No los arrastra el hambre.

VII

No son malas serpientes
ni anguilas recostadas.
Tus labios son de pólvora.
Mojados, embebidos
tienen color de incendio.
Apagan el deseo.

XI

Huellas en la madera
mordedura del hacha
es tu sexo una encina
donde puedo habitarte.
Se duerme entre temblores.

No se despierta nunca.