sábado, 5 de diciembre de 2015

La poesía es el otro



Algunas notas sobre leer poemas en público 

por Hernán Schillagi

1. No voy a pedir disculpas por anticipado. Ser prescriptivo es dirigirse conscientemente hacia el error. Como esos teclados que, al mandar con apremio un mensaje, nos hacen sugerencias tan caprichosas como inefables. Es decir, todo aquel que lea este irredento puñado de notas sabe que tengo razón (en ser inexacto). ¿Quién escucha hoy, por tanto, una recomendación sin pensar que el otro es un arbitrario? La cronista Leila Guerriero en su texto «Arbitraria» me advierte que dar consejos, en lo profundo, es un «oficio de soberbios. Entonces, cuando me preguntan, digo no, ninguno, nada…». Así y todo, ella los ofrece del mejor modo: como un alucinado mapa de posibilidades. Sin embargo, con más de 15 años de asistir a lecturas / presentaciones de libros / recitales / performances / ciclos / festivales y de aburrirme como loco / emocionarme con razón / desorientarme sin regreso; y de propulsar en persona, para más inri, el acercamiento vocinglero de los poemas al soberano; me permiten hacer unas pocas (aunque no menos intensas) propuestas. Aprieto, con toda la energía liberadora, la tecla «Enviar». Ups.

2. Una obviedad para el comienzo: leer de pie -cuando se puede- le otorga, no solo cierta estampa, sino una mayor proyección acústica a la voz. Por este motivo, muy pocos cantantes lo hacen sentados y los que se atreven, realizan ejercicios especiales de respiración (Mercedes Sosa sería la excepción a todas las reglas, pero mientras le fue posible, caminó sobre el escenario). Además, el poema pasa por el cuerpo de otro modo (esto es tan subjetivo como opinable), ya que no media una mesa como trinchera o muro de contención. Los escritores suelen aparecer acovachados tras un florero de oferta, los cables y pies de los micrófonos, además de la pila de papeles o libros. El poeta entrerriano Marcelo Leites reflexiona sobre las lecturas festivaleras: «Cuando el poeta lee sus textos, los defiende con su cuerpo y con su voz, la ‘presencia’ de la poesía va acompañada de la presencia de su autor…», para acertar más adelante: «Creo que escuchar al poeta leyendo sus poemas tiene algo de encantamiento, un plus que se le agrega al mismo texto y que cautiva…». Por lo tanto, la cercanía vertical con el público horizontal es quizá el eje donde se cruza el punto orgánico del poema. Todo aquel que ha sido profesor en una escuela secundaria lo puede entender con la complicidad de un excombatiente: nadie quiere oír al que no se esfuerza.

3. Hacer un breve comentario antes de leer el poema, por breve que sea, entibia el oído del oyente (potencial lector del libro) y los versos llegan hacia él de una forma más directa gracias a una pista, a una luz tenue como señal de despegue. El tipo que se acerca a un recital es un lector constipado, tiene una necesidad viral de prodigarse y encontrar, al menos, un aire oxigenado de palabras y tonalidades. En el mejor de los casos se bañó, eligió la ropa, tomó el colectivo, pagó una cerveza y espera una retribución equivalente al mérito. Lo mismo digo con respecto a los títulos de los poemas. No pueden leerse como algo más. Nombrar el título es un momento privilegiado, iniciático, como tocar el timbre a la puerta del auditorio.

4. Otro detalle muy pocas veces tenido en cuenta: hay que llevar impresos los poemas en una carpeta (abrochados, tanto mejor), seleccionarlos previamente y darles un orden para la performance (bocetar un guion ya rozaría lo orgásmico). El asistente no se merece las dudas del expositor buscando un poema entre las hojas del libro sin recordar la página y que, además, «pierda» una mano por sostener el pequeño y rebelde poemario que siempre quiere cerrarse. Como también se dan accidentes cuando el texto sobrepasa la página y se ha pegado a la siguiente (por una acción magnética que nunca entenderemos) o hay un espacio demasiado largo entre un verso y el otro, donde un silencio incómodo no nos da tiempo para reponernos. Las toses crueles no tardan en aparecer.

5. Más allá de los «modos» de lectura (monocordes, inaudibles, tribales, arrobados, arengadores, irónicos o de una velocidad temeraria), la falta de adecuación de los poetas a la situación comunicativa es pasmosa: ¡recitan poemas de más de tres carillas! Sabemos que, a partir del décimo verso (mal leído), el oyente/espectador se distrae, o no puede seguir el hilo; ya que, por lo general, son largas tiradas de imágenes inconducentes, cuando no un cuento flojo de tensión narrativa con muchos «enter» para simular los cortes de verso. Ana Porrúa apunta con lucidez: «Situados allí, la voz agrega algo y a veces también tacha, arma una caligrafía tonal que precisaría otro tipo de notación (similar a la música)…». Es decir, mejorar la letra con la que se pronuncia los textos ante los demás. No pido que seamos líderes carismáticos de una banda de rock en mute, tampoco actores sin talento en busca de autor, ni mucho menos, nenas crecidas del taller de declamación barrial. En fin, se trata de tener en cuenta al otro, aunque sea poeta y comprenda, aunque nos leamos entre barbudos, o la vayamos de artistas con los familiares resignados y las amistades cautivas. Tal vez así, una noche nos sorprenda el aplauso sincero, cómplice, de alguien que supo escucharnos y encontró, a viva voz, las palabras que se le estaban negando.  


Menciones 
 -Guerriero, Leila. «Arbitraria», en Revista El Malpensante, N° 119, mayo de 2011. 
-Leites, Marcelo. «El grano de la voz», en www.facebook.com/marcelo.leites 
-Porrúa, Ana. «Caligrafía tonal. Ensayos sobre poesía». Entropía, 2011.

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