por Hernán Schillagi
¿Para qué leer? En un mundo taimado y mercantilista, la
pregunta encierra una verdad y una afrenta, porque nos obliga a otro
interrogante algo más incómodo: ¿para qué escribir? Sin embargo, leer y
escribir son dos felicidades poderosas que adquirimos con bastante esfuerzo al
comienzo, aunque a tan temprana edad que se nos borra el sentido, la
orientación cabal de entrenar la mirada ante unos dibujos caprichosos y
repetitivos. La activación en simultáneo de la parte frontal del cerebro y del
hipocampo podría ser una réplica tan cierta como insuficiente.
Por eso, cuando los signos de interrogación se abren filosos, son anzuelos para extraer en lo profundo de las dudas: ¿para qué leer poesía, entonces? «Varían los tiempos, las formas y la centralidad de la palabra, pero la poesía siempre tiene algo para decir…», avisa Rafael Felipe Oteriño; para rematar más adelante: «Reacia a cualquier encasillamiento, musical o lacónica, invita a un ejercicio de atención para una mente sobrecargada de mensajes…». Por lo tanto, esta práctica excéntrica, ya sería una cuestión que no tiene lugar en la realidad actual. O sí.
Cuando nos tocaba viajar en el asiento trasero del Ami 8 con mi hermano, durante la niñez de los 80, para pasar el aburrimiento inventábamos varios juegos durante el camino: descubrir quién veía primero el espejismo de agua en el medio de la ruta, encontrar horneros en los palos del tendido eléctrico, sacarle la lengua a todos los niños que pasaban, saludar a los camioneros con gesto de complicidad para que tocaran bocina y, si justo llegábamos a las vías y la barrera estaba baja, surgía la ruleta del tren; el triunfo era para el que adivinaba el número del último vagón. Todos esos entretenimientos salidos de nuestras cabecitas analógicas, en verdad eran un adiestramiento solapado para otro juego: el de cazar con la mirada. Pero no dependía de nosotros, sino del azar. Zorros, cuyis, serpientes, lagartijas, vizcachas y cuanto bicho de la fauna cuyana se atreviera a cruzar por el asfalto voraz. Entonces, atrapar ese flash viviente, con sus pelos, escamas o colmillos, te hacía ganar todas las jugadas. Es cierto que los juegos de niños estimulan la imaginación, aunque hay algunos que te definen para siempre.
En la película Animales fantásticos y dónde encontrarlos, de 2016, guionada por la famosa J. K. Rowling, el mago Newt Scamander porta una misteriosa maleta con una docena de criaturas tan irreales como asombrosas. Así, atraviesa la ciudad de Nueva York sin poder dominar del todo a estas extrañas bestias que quieren colarse en un mundo sin magia, el nuestro. Con este muestrario particular, el protagonista es capaz de abrir cualquier cerradura, repeler maleficios, provocar tormentas, desaparecer para huir del peligro y aparecer cuando sea conveniente. Es decir, una persona con un aspecto similar al de un primo lejano, puede sorprenderte de un momento a otro con artilugios reconocibles y verdaderos.
Juegos y magia, diversión y maravilla. Quiero pensar que, del mismo modo, quizás un poeta sea un mago arrepentido que se olvidó de sus poderes, o un niño tardío que no se resigna a dejar de jugar. María Negroni nos revela en el precioso Pequeño mundo ilustrado: «Los cajones donde el niño guarda sus tesoros son arsenales y zoológicos. Los del poeta serán reservas de imágenes y retazos de lenguaje…». Esta zoología de la mente, por tanto, se traduce con los años en delgados y potentes libros de poemas, armas no solo cargadas de futuro —como quería Celaya—, sino de tiempo, uno que merece perderse sin consecuencias. Así como no hay discursos políticos para niños (aunque traten de engañarnos con puerilidades), tampoco existen libros de poemas enteramente para adultos. Escondidos en zonas infames y oscuras de las librerías comerciales, apretados hasta la invisibilidad en nuestras bibliotecas entre pesadas enciclopedias y novelas de éxito, recibidos con cierto desaire por lectores incautos en una presentación; estos especímenes de papel, tinta y sueños nos salen al encuentro en el momento que más los necesitamos: cuando una puerta se traba, cuando una nube negra no se aparta de nosotros, cuando el peligro de crecer en un mundo demasiado serio es un maleficio insoportable. Cuando, finalmente, nos olvidamos que ser niños y leer libros de poemas no deja de ser otra cosa que la búsqueda de algo vivo que se nos atraviese en el camino.
MENCIONES
-Oteriño, Rafael Felipe. Continuidad de la poesía, Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2020.
-Negroni, María. Pequeño mundo ilustrado, Caja Negra, Buenos Aires, 2012.
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