viernes, 17 de febrero de 2023

Fervor de Buenos Aires: el primer libro de Borges cumple 100 años

Jorge Luis Borges en su juventud.



El modesto volumen apareció por una editorial de escaso renombre y prácticamente nulo porvenir: Imprenta Serrantes. Hoy, de seguro, nadie recordaría ese sello si hasta sus talleres no se hubiera acercado para imprimir ese libro de 34 poemas, en 1923, un joven de 23 años que, a pesar de la corta edad, tenía un enorme caudal de lecturas en su cabeza, una ya declarada pasión por la escritura y un padre que lo ayudó a costear la edición.

Ahora, 100 años más tarde, vemos a ese como un momento fundamental para las letras argentinas, en principio, pero también para la literatura universal. Y es que ese joven que traía su libro titulado Fervor de Buenos Aires no era otro que Jorge Luis Borges, y con ese conjunto de poemas, ya maduros aunque difícilmente anticipatorios de la gran obra que seguiría construyendo, iniciaba su singladura con su debut literario.

«El libro fue impreso en cinco días (…) Yo había pactado por una edición de 64 páginas, pero el manuscrito resultó demasiado largo y a último momento, por suerte, hubo que dejar afuera cinco poemas. El libro fue producido con espíritu un tanto juvenil. No hubo corrección de pruebas, no se incluyó un índice y las páginas no estaban numeradas. Mi hermana hizo un grabado para la tapa y se imprimieron trescientos ejemplares», contaría después su autor.

Fuera de esa timidez aparente, Borges quería que su debut literario fuera leído. Por algo, se ha dicho, aprovechaba las reuniones sociales para dejar escondidos, en los bolsillos de los abrigos de amigos con los que compartía alguna tertulia, ejemplares de Fervor de Buenos Aires.

Ese título tan encendido de su primera obra tenía raíces, quizás, y justamente, en el desarraigo. El joven Borges había nacido en Buenos Aires el 24 de agosto de 1899, y su familia lo había educado poco en el idioma castellano que décadas más tarde él mismo embellecería con sus textos. En su casa se daba un peculiar bilingüismo que se trasladaría a la lectura de un pequeño lector que forjó sus primeras lecturas en el idioma inglés. Al hablar de su niñez, el propio Borges contaría en alguna ocasión: «Cuando le hablaba a mi abuela paterna lo hacía de una manera que después descubrí que se llamaba el idioma inglés, y cuando hablaba con mi madre o mis abuelos maternos lo hacía de otra forma que luego resultó ser la lengua castellana».

La vida de la familia en la que se crio Borges tuvo un brusco cambio de vida cuando el padre comenzó a sufrir una progresiva ceguera que lo obligó a viajar a Europa en busca de tratamientos. Eso llevó al futuro escritor a vivir, desde 1914, en Ginebra (donde estudió en francés) y luego, desde 1919, en España, donde descubrió las letras, se codeó con representantes del movimiento literario llamado ultraísmo y escribió los primeros textos de cierta valía, hoy casi todos perdidos. 

Pero en 1921 la familia decidió regresar y tomó un barco desde Barcelona hacia Buenos Aires. Ese impacto del regreso a su tierra natal fue tan notable en Borges que modificó en gran parte su escritura, lo llevó a desprenderse de muchos de los poemas que iba acumulando y a escribir otros en los que las estampas de su país, tanto paisajísticas como históricas, llevarían al poeta a sentir tal «fervor» por la ciudad con la que se había reencontrado.

En ese autor en ciernes hay influencias innegables. Una, que lo acompañará por siempre, es la de Whitman, por el que (dice Nicolás Magaril en el ensayo que integra el libro Borges lector), sentía directamente «devoción». Y, sin embargo, el reencuentro con Buenos Aires lo llevó a Borges a incorporar el léxico porteño, incluso algo impostado, con el que construyó una gran elegía a esa ciudad en la que buscaba exaltar los paisajes más íntimos y cercanos.
 
La mejor prueba de esto es el poema con el que inicia Fervor de Buenos Aires y se titula Las calles. En él se encuentra una confesión directa desde los primeros versos: «Las calles de Buenos Aires / ya son la entraña de mi alma» (en la versión corregida por el autor esto cambiaría a: «Las calles de Buenos Aires / ya son mi entraña»). Pero luego, hay algo más, una declaración de principios de lo que busca el libro en lo evocativo: «No las ávidas calles, / incómodas de turba y ajetreo, / sino las calles desganadas del barrio, / casi invisibles de habituales».

Patios, calles, aljibes, arrabales y zaguanes forman parte de la escenografía que Borges levanta en sus poemas, casi todos de verso libre, también seguramente por la influencia del mencionado Whitman y de los ultraístas. Pero de a poco, en medio de esos paisajes, se entrometen personajes de su pasado y del pasado argentino del que se siente parte. Por ejemplo, Juan Manuel de Rosas, ante quien Borges muestra ya un desprecio sosegado («es menos una injuria que una piedad / demorar su infinita disolución / con limosnas de odio»), que nunca cesará.
 
Pero junto con esas estampas de una porteña intimidad y el peso de la historia, están también, finalmente, otros temas presentes en este libro inicial. Por un lado —extraño si se mira a Borges en el conjunto de su obra— hay aquí una seguidilla de poemas amorosos, algunos que alcanzan lo conmovedor, como cuando en Ausencia dice: «Desde que te alejaste / cuántos lugares se han tornado vanos / y sin sentido, iguales / a luces en el día». O en Sábados, que concluye con estos versos: «Tú / que ayer sólo eras toda la hermosura / eres también todo el amor, ahora».

Por otro lado, la preocupación metafísica se empieza a mostrar en este libro inicial de un autor que haría de la filosofía parte de su obra. Eso se ve en La rosa, cuando evoca a «la inmarcesible rosa que no canto» en un poema que «se particulariza por poetizar la teoría literaria del escritor maduro», según Rafael Olea Franco. También hay alusiones a las esencias platónicas en Final de año y sutiles elucubraciones teóricas, como las que destaca Mariana Elola en La Recoleta, donde, según esta ensayista, «Borges deambula por nuestra ciudad con una mirada metafísica que es capaz de posarse en nimiedades para elevarlas a la categoría de creación literaria».

Si Fervor de Buenos Aires encerraba ya o no, en su carácter iniciático, todo el poderío que iba a desplegar el autor con el resto de su obra es difícil decirlo desde la perspectiva de lectores admirados por volúmenes de cuentos como Ficciones y El Aleph o poemarios posteriores como El Hacedor, El otro, el mismo o La cifra. Pero, sin dudas, en esos poemas iniciales que están cumpliendo un siglo, el mismo Borges sí se reconocía. Para confirmarlo, basten las propias palabras que él eligió para su prólogo de la reedición de 1969: «He sentido que aquel muchacho que en 1923 lo escribió ya era esencialmente —¿qué significa ‘esencialmente’?— el señor que ahora se resigna o corrige. Somos el mismo. Los dos descreemos del fracaso o el éxito (...). Para mí, Fervor de Buenos Aires prefigura todo lo que haría después».



6 poemas de 
Fervor de Buenos Aires
de Jorge Luis Borges


Las calles

Las calles de Buenos Aires
ya son mi entraña.
No las ávidas calles,
incómodas de turba y ajetreo,
sino las calles desganadas del barrio,
casi invisibles de habituales,
enternecidas de penumbra y de ocaso
y aquellas más afuera
ajenas de árboles piadosos
donde austeras casitas apenas se aventuran,
abrumadas por inmortales distancias,
a perderse en la honda visión
de cielo y llanura.
Son para el solitario una promesa
porque millares de almas singulares las pueblan,
únicas ante Dios y en el tiempo
y sin duda preciosas.
Hacia el Oeste, el Norte y el Sur
se han desplegado –y son también la patria– las calles;
ojalá en los versos que trazo
estén esas banderas.


El Sur

Desde uno de tus patios haber mirado
las antiguas estrellas,
desde el banco de
la sombra haber mirado
esas luces dispersas
que mi ignorancia no ha aprendido a nombrar
ni a ordenar en constelaciones,
haber sentido el círculo del agua
en el secreto aljibe,
el olor del jazmín y la madreselva,
el silencio del pájaro dormido,
el arco del zaguán, la humedad
—esas cosas, acaso, son el poema.


La rosa

La rosa,
la inmarcesible rosa que no canto,
la que es peso y fragancia,
la del negro jardín en la alta noche,
la de cualquier jardín y cualquier tarde,
la rosa que resurge de la tenue
ceniza por el arte de la alquimia,
la rosa de los persas y de Ariosto,
la que siempre está sola,
la que siempre es la rosa de las rosas,
la joven flor platónica,
la ardiente y ciega rosa que no canto,
la rosa inalcanzable.


Final de año

Ni el pormenor simbólico
de reemplazar un tres por un dos
ni esa metáfora baldía
que convoca un lapso que muere y otro que surge
ni el cumplimiento de un proceso astronómico
aturden y socavan
la altiplanicie de esta noche
y nos obligan a esperar
las doce irreparables campanadas.
La causa verdadera
es la sospecha general y borrosa
del enigma del Tiempo;
es el asombro ante el milagro
de que a despecho de infinitos azares,
de que a despecho de que somos
las gotas del río de Heráclito,
perdure algo en nosotros:
inmóvil.


Amanecer

En la honda noche universal
que apenas contradicen los faroles
una racha perdida
ha ofendido las calles taciturnas
como presentimiento tembloroso
del amanecer horrible que ronda
los arrabales desmantelados del mundo.
Curioso de la sombra
y acobardado por la amenaza del alba
reviví la tremenda conjetura
de Schopenhauer y de Berkeley
que declara que el mundo
es una actividad de la mente,
un sueño de las almas,
sin base ni propósito ni volumen.
Y ya que las ideas
no son eternas como el mármol
sino inmortales como un bosque o un río,
la doctrina anterior
asumió otra forma en el alba
y la superstición de esa hora
cuando la luz como una enredadera
va a implicar las paredes de la sombra,
doblegó mi razón
y trazó el capricho siguiente:
Si están ajenas de sustancia las cosas
y si esta numerosa Buenos Aires
no es más que un sueño
que erigen en compartida magia las almas,
hay un instante
en que peligra desaforadamente su ser
y es el instante estremecido del alba,
cuando son pocos los que sueñan el mundo
y sólo algunos trasnochadores conservan,
cenicienta y apenas bosquejada,
la imagen de las calles
que definirán después con los otros.
¡Hora en que el sueño pertinaz de la vida
corre peligro de quebranto,
hora en que le sería fácil a Dios
matar del todo Su obra!

Pero de nuevo el mundo se ha salvado.
La luz discurre inventando sucios colores
y con algún remordimiento
de mi complicidad en el resurgimiento del día
solicito mi casa,
atónita y glacial en la luz blanca,
mientras un pájaro detiene el silencio
y la noche gastada
se ha quedado en los ojos de los ciegos.


Ausencia

Habré de levantar la vasta vida
que aún ahora es tu espejo:
cada mañana habré de reconstruirla.
Desde que te alejaste,
cuántos lugares se han tornado vanos
y sin sentido, iguales
a luces en el día.
Tardes que fueron nicho de tu imagen,
músicas en que siempre me aguardabas,
palabras de aquel tiempo,
yo tendré que quebrarlas con mis manos.
¿En qué hondonada esconderé mi alma
para que no vea tu ausencia
que como un sol terrible, sin ocaso,
brilla definitiva y despiadada?
Tu ausencia me rodea
como la cuerda a la garganta,
el mar al que se hunde.


De Fervor de Buenos Aires (1923)

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