domingo, 16 de abril de 2017

La excusa del poema y Liliana Lukin



(Presentación y selección)

Nada más que cinco versos en cada poema, dispuestos en una sola estrofa, le alcanzan a la poeta Liliana Lukin (Buenos Aires, 1951) para que la filosofía, la reflexión ensayística y el lenguaje poético se crucen de una manera intensa y reveladora. La autora propone unas anotaciones, en una especie de «modo tanka», para ir descubriendo una tesis sobre el poder y el amor, el deseo y el placer, la víctima y su verdugo. Contundencia argumentativa mezclada con  el filo del hacha de la imagen póetica: «El cordero no ama en el lobo más / que su temor anciano y nonato: él es una creación / de la mujer por salvarse del lobo del cuento…». Así, los dieciocho textos de Ensayo Sobre El Poder, resultan ser el recorrido inquietante de un lector que sabe siempre que estuvo del lado del término real en la conocida metáfora del lobo y el cordero.





1.
El amor del lobo por el cordero es
una herramienta que sangra
la comprensión de lo que no
se comprende del amor ni del lobo,
en lo que queda desgarrado del cordero.

2.
En lo que no se comprende del lobo,
en lo que del cordero hay desconocido,
avanza la conjetura sobre la naturaleza
del amor que el cordero tiene por
el amor del lobo hacia el cordero.

3.
Pura carne, puro sentimiento
blanco, blando, frágil: ofrece
el cordero al lobo tanto
que el lobo debe dudar
antes de dar la dentellada.

4.
El amor del lobo por el cordero ama
su debilidad de lobo expuesto al vellón,
a los ojos redondos del pánico. El lobo
ama la piedad que no conoce,
adivinada en el momento del zarpazo definitivo.


De Liliana Lukin, Ensayo Sobre El Poder. Wolkowicz Editores, 2015.


LILIANA LUKIN nació en Buenos Aires, en 1951. Egresada de Letras de la UBA, es docente en Crítica de Artes de la Universidad Nacional de las Artes. Desde 2005 a 2015 coordinó la Clínica de escritura poética de la Biblioteca Nacional. Recibió, entre otros, el Primer Premio ECA de la Secretaría de Cultura de la Nación (1985) y el premio de la Fundación Antorchas (1989).Publicó, en poesía: Abracadabra (1978), Malasartes (1981), Descomposición (1986), Cortar por lo sano (1987), Carne de tesoro (1990), Cartas (1992), Las preguntas (1998), retórica erótica (2002), Construcción comparativa (2003), Teatro de operaciones (2007), Libro de buen amor (2010), La Ética demostrada según el orden poético (2011) y Ensayo sobre el poder (2015). En 2009, editorial Del Dock publicó su Obra reunida. 

lunes, 10 de abril de 2017

La historia de un poema de Patricio Torne



por Patricio Torne*
(Especial para El Desaguadero)

Por entonces, me había obsesionado en encontrar el meollo de las conductas y modos de vida de aquellos acérrimos defensores de las tradiciones cuyanas y la tonada como música inevitable y referencial. Peñas, asados, fiestas familiares, guitarreadas con clima de profunda intimidad, todo era propicio y bienvenido a mi intención de asirme a ese flujo de vida tan particular como auténtico. Poco a poco, un grupo de esos hombres, que a la vez estaban relacionados por lazos familiares, me fue incorporando a su cofradía que en apariencias era muy abierta, sin embargo, fiel a sus propias tradiciones, era muy cerrada, como quien teme abrirse a un juego social que funciona más como amenaza que como lugar propicio para compartir. Allí me hicieron depositario de historias y hechos que, de no ser por la confianza y el afecto conquistado, jamás podrían haber estado en poder de mi conocimiento: rencillas y decepciones amorosas; peleas irreconciliables por cuestiones domésticas; pasiones cruzadas o traiciones. Hechos todos que, superado el pudor, fueron el tema inspirador de algunas tonadas o cuecas de las que algunos de los integrantes de este grupo fueron autores.

Uno de estos hombres se hizo profundamente confidente conmigo, él aparecía como desvalido ante el ojo de los que no pertenecían a ese círculo, porque era uno de los pocos que no tocaba la guitarra, no cantaba, ni escribía versos, sin embargo siempre estaba como el motor, y se situaba en los bordes de la escena que surgía de una juntada, un asado, una guitarreada, como quien lleva a cabo el registro visual que luego se volverá anécdota fiel de lo ocurrido para un documental. Si bien me hizo partícipe de muchas de sus cuestiones personales, fue sobre una en particular que volvía recurrentemente, y trataba de un amor clandestino con una mujer que ya estaba casada con uno de sus familiares. Si bien intentaba disimularlo, cada vez que aparecía el tema, su sufrimiento era ostensible. Toda la culpa de la concepción occidental y cristiana lo atormentaba, pero no podía hacer otra cosa que volver, una y otra vez, al centro del pecado. «Tendrías que escribir sobre esto», me decía. Por estos lugares hay un modo de amainar las consecuencias de la resaca: «pá destrancar», dicen los criollos, y consiste en tomarte un vaso de aquella bebida que la noche anterior funcionó como la mejor compañía. Y esto fue lo que tomé como eje para escribir, a mi modo, lo que le estaba pasando a ese amigo cuyano.


***


Resaca

Ahora es lo que pesa. El dolor donde antes hubo dicha. Lo amargo de una fruta que antes supo la más jugosa y dulce de su especie. Lo que de ser veneno mata con esa lentitud que te hace dialogar con el verdugo. Lo que de ser verdugo lleva el rostro y el perfume del que amas y viene a indigestarte. Lo que de haber sido sonrisa ya es la mueca, es el espasmo. Lo que no más fuese el elixir, vuelto hiel como cicuta en las entrañas. Lo que no tiene remedio. Eso que está lejos de cualquier bálsamo. Lejos de toda compasión, toda palabra bienhechora, porque la ternura de otra fuente nunca alcanza y es infierno después de tanto cielo. Lo que a pesar de tanto infierno es una espada congelada rompiéndote de frío, y mucho más que todo eso. Lo que uno siente que es mejor no haber tenido paz; ni haber bailado con lo más deseado de la fiesta, o haber comido de su plato hasta saciarse nada más que con las migas, vaciando una tras otra las botellas del más franco de los vinos.
Lo que antes de tan breve fue un suspiro, vuelto ahora bocanada sin aire en los pulmones. Lo que lejos de querer ser vade retro, maldición, un acto despreciable, es pura pena por saber lo que nos falta. Un acto irremediable de conciencia con piadosa mentira, haciéndote decir que ahora has aprendido; que es mejor ser un estoico, un ermitaño, un desalmado, un cero, alguna piedra, cualquier cosa menos la pasión; cualquier objeto menos la sangre. Porque nadie está dispuesto a resistir tanta tragedia, tanta sombra en lo inmenso de la noche, y lo que es peor: nada es tan grande como este malestar que nos aqueja, que sólo hay un brebaje capaz de disiparlo, y es el mismo veneno que lo trajo.


*Patricio Emilio Torne, poeta, cronista, artista plástico. Nació en Helvecia (Provincia de Santa Fe), el 31 de Enero de 1956. Desde el año 1985, reside en Villa Mercedes, y desde entonces coordina Talleres de Escritura en la Secretaría de Extensión Universitaria de la U.N.S.L. Desde el año 2010 Coordina el Ciclo PRETEXTO, donde poetas de todo el país, la región y locales se dan cita para desarrollar lecturas y compartir experiencias creativas. Ha participado y editado en distintos congresos, encuentros y publicaciones del país y el extranjero. Ha publicado los libros Orbita de Endriago (Editorial Filofalsía, 1990); Helvecia y Otros Tópicos (Editorial Todos Bailan, 1990); Donde Muere la Lógica (Editorial Último Reino,1992); Anacrónica (Ediciones de la nada, 2000); Perros (Editorial Revistas Callejeras, 2010); Materialismo Dialéctico (Editorial deacá, 2013); Perros y más perros (Editorial deacá, 2015). Junto a Pablo Castro realiza performance poético musicales, entre ellos “Un abrazo” y “Corazonada”.

lunes, 3 de abril de 2017

La poesía universal de un escritor de provincia

Antología poética, de Julio González. Dibujos inteiores: Alfredo Ceverino.
Prólogo: Jaime Correas. Editoria: Mendoza Ciudad, 2016. 



Hay un dictamen, más declamativo que otra cosa, que exige a los poetas dejar asentado en sus textos el lugar desde el que escriben para que sus poemas valgan la pena. Por supuesto, esa clase de sentencias no pueden aplicarse al conjunto de todos los poetas, ya que si bien tenemos a autores que han hecho de cada «aldea» propia la materia principal de sus versos, hay otros que prefieren elevar la vista y contarnos acerca de lo que pasa allende la comarca en la que están sentados y trazando sus versos.

En Julio González tenemos a un poeta sin ataduras geográficas, de esos a los que la dirección de una calle cercana o las personas que le pasan por al lado le influyen menos que la gente lejana de ciudades soñadas;  menos que las ciudades de papel de sus poetas admirados, lo cambian menos que una lectura afiebrada de un filósofo alemán o un vate peruano.

Esa ciudadanía imprecisa que propone la poética de Julio González lo convierte en un poeta legible para cualquier bandera (especialmente si el bello idioma español está en sus labios). Estamos ante un autor cuya obra se ha construido en voz baja, como los sueños que lo llevan a las ciudades de los poetas que ha leído y a los que tributa con su propia voz. La obra de Julio, sí, es una obra breve y dispersa, pero una antología –como la que acaba de publicar la editorial de la Municipalidad de Mendoza– permite apreciar su relieve universal, su enlace con la gran poesía de los contemporáneos que lo han acompañado: Dylan Thomas, César Vallejo, Czeslaw Milocz y su cercano Fernando Lorenzo.

Sin embargo, si la poesía de Julio tiene pocas aspiraciones regionalistas y mucha ambición universal, basta con dejarse recorrer por los poemas que ha elegido para advertir rápidamente que es imposible desanudarla de otros afectos que exceden el terruño.

El afecto por el tango es el primero y más palpable, y no por nada nuestro autor dedica un capítulo de sus poemas elegidos para reunir allí algunos de los versos que no sólo la música, sino la sangre y la carne del tango y los tangueros han hecho de él este poeta que es.

Julio González.
Pero hay otros intereses cercanos, como la pintura (no por nada el libro está ilustrado por uno de los grandes: Alfredo Ceverino), el cine y el espectáculo del mundo que se muestra a través de las noticias de los periódicos. Y otro más: el interés por el amor como tema lírico. En Julio González el amor acaba siendo el reducto final de todo decurso poético, la razón de todas las razones. Y si bien el poeta hace del amor una esencia del tipo platónico («sombra iluminada», le llama), este amor es siempre un amor encarnado, palpable, tan corpóreo como las manos que recorren la piel de una mujer. Por ello aunque los poemas de amor no hacen al grueso de la obra de este poeta, podemos pensar en el amor como la metáfora ineludible que explica su pulsión creadora.

Y es que, así como Julio entiende que al Amor –con mayúsculas– se llega amando, también vemos cómo en cada poema esa dialéctica entre las apariencias y las esencias se despliega con cada tema que toca: habla de una lluvia vespertina y esa lluvia es todas las lluvias («un rezo entre el viento y la hierba», le llama); si habla de un cielo pintado por Georges Braque, de pronto «se divisa, alto, / el cielo de los hombres»; o si habla del momento en que el sol de ese día cae, Julio sabe que «para todos llega la noche».

Cuando descubrimos que este es el modo de proceder poético de Julio González es cuando entendemos que carece de sentido la dicotomía que mencionábamos al comienzo, aquella que enfrenta al escritor con nacionalidad y al otro sin ataduras gentilicias.

Y vemos al fin, entonces, que un poeta como Julio González es capaz de trazar un autorretrato esquivo en ese poema que incluye en su antología y que se llama Escritor de provincia. Un poema en el que se dice amante «de tres o cuatro poemas» (de Dylan Thomas, de Milocz, de César Vallejo); en el que confiesa que de todas sus costumbres prefiere «la del silencio», quizás para no olvidar lo que dice; y un poema en el que deja escrito un mandato: que sus papeles escritos sean cremados «y sus cenizas arrojadas / al suave comienzo del otoño».

Son estos, quién lo duda, los deseos comunes a todo poeta. Por eso no importa si nacieron en París o en Mendoza. Importa si crecieron mirando al mundo, queriendo abarcarlo con la sola herramienta de sus poemas. 


Tres poemas de Julio González

El hombre invisible

Hemos perdido el calor del rebaño,
olvidado a los dioses y su sombra.
Pagaremos por ello, como griegos sin oráculo.
El hombre, ¿enciende el fuego, cuida
la lumbre y el ganado, calienta su cuerpo y su deseo?
La noche y su soplo de ceniza
apaga la mirada del tigre,
el vuelo, el vuelo del viento entre los árboles,
la brizna y su tiempo muerto.
Todo sucede sin memoria;
es la hora del hombre invisible,
del hombre sin espejo,
arrodillado en las horas descalzas.
Nadie cuida la llama que se apaga.
De su sueño han huido el toro,
su arco y las flechas del aire en la hierba;
nada para llevarse a la tumba,
cuando los días concluyan en su pecho
y el bisonte perdido en la cueva de su alma.
Nunca más el trote, el trote verde
de la muerte entre la risa de los jóvenes.
Con qué soñar, en esta noche arrepentida.
El hombre invisible camina solo
en la ciudad invisible.
El gran hermano lo espera
en la pared-pantalla.
Aprieta el botón de la infancia;
menos mal, porque ya no recuerda nada,
ya nadie recuerda nada.

*

Esperando tus manos

La cama se amarra al silencio
como un barco sin gaviotas
y los restos de sueño
pegan en mi pecho muerto.
Cae el alba sobre mi cuerpo
sin oleaje
trazando círculos en el muro
sin respuesta.
La sombra de la vigilia
vaga en la almohada desierta…
Espero una palabra, una sola,
como un mandoble del estío,
como hablarle al rocío,
lo que queda del vuelo,
ese aire abandonado,
esa espada sin manos;
voces, voces entre los árboles,
juegan con el silencio
y levantan hogueras de adioses.
Como en lejanos corredores,
suena tu voz,
aparecen tus manos,
el aire huele a hierba,
a cielo abierto, a vuelo despegado.
Brillan tus ojos;
el día existe.

*

El mar según Dylan Thomas

De la granja al mar, de su dorado
trino de manzanas, hay apenas
un prado y un bosque,
que el niño mide con
el viento.
Siente su aliento de estaciones
muertas,
su fatigado golpe en las rocas
y el aire salobre entre sus
labios.
Como un pequeño rey,
se sienta en su trono de piedra
y larga su caña hacia arriba,
al infinito.
El mar y el cielo se unen
a la distancia.
Cierra los ojos y lo respira;
ahí viene, avanzando con su ballena
blanca,
sus naves vikingas y el
perfume
de la noche de Tánger;
con su caballo a la carrera,
con el marino sin taberna
y su ginebra viajera.
Con sus peces dormidos,
con sus algas de espanto,
con su carga de tabaco ausente;
con la seda en penumbra
y la noche ciega de los esclavos.
Cuando abre los ojos, el mundo
de caracolas y de espejos
se abandona en la mañana
infinita.