Antología poética, de Julio González. Dibujos inteiores: Alfredo Ceverino. Prólogo: Jaime Correas. Editoria: Mendoza Ciudad, 2016. |
Hay un dictamen, más declamativo que otra cosa, que exige a los poetas dejar asentado en sus textos el lugar desde el que escriben para que sus poemas valgan la pena. Por supuesto, esa clase de sentencias no pueden aplicarse al conjunto de todos los poetas, ya que si bien tenemos a autores que han hecho de cada «aldea» propia la materia principal de sus versos, hay otros que prefieren elevar la vista y contarnos acerca de lo que pasa allende la comarca en la que están sentados y trazando sus versos.
En
Julio González tenemos a un poeta sin ataduras geográficas, de esos a los que
la dirección de una calle cercana o las personas que le pasan por al lado le
influyen menos que la gente lejana de ciudades soñadas; menos que las ciudades de papel de sus poetas
admirados, lo cambian menos que una lectura afiebrada de un filósofo alemán o
un vate peruano.
Esa
ciudadanía imprecisa que propone la poética de Julio González lo convierte en
un poeta legible para cualquier bandera (especialmente si el bello idioma
español está en sus labios). Estamos ante un autor cuya obra se ha construido en
voz baja, como los sueños que lo llevan a las ciudades de los poetas que ha
leído y a los que tributa con su propia voz. La obra de Julio, sí, es una obra
breve y dispersa, pero una antología –como la que acaba de publicar la
editorial de la Municipalidad de Mendoza– permite apreciar su relieve
universal, su enlace con la gran poesía de los contemporáneos que lo han
acompañado: Dylan Thomas, César Vallejo, Czeslaw Milocz y su cercano Fernando
Lorenzo.
Sin
embargo, si la poesía de Julio tiene pocas aspiraciones regionalistas y mucha
ambición universal, basta con dejarse recorrer por los poemas que ha elegido para
advertir rápidamente que es imposible desanudarla de otros afectos que exceden
el terruño.
El
afecto por el tango es el primero y más palpable, y no por nada nuestro autor
dedica un capítulo de sus poemas elegidos para reunir allí algunos de los
versos que no sólo la música, sino la sangre y la carne del tango y los
tangueros han hecho de él este poeta que es.
Julio González. |
Pero
hay otros intereses cercanos, como la pintura (no por nada el libro está ilustrado
por uno de los grandes: Alfredo Ceverino), el cine y el espectáculo del mundo
que se muestra a través de las noticias de los periódicos. Y otro más: el
interés por el amor como tema lírico. En Julio González el amor acaba siendo el
reducto final de todo decurso poético, la razón de todas las razones. Y si bien
el poeta hace del amor una esencia del tipo platónico («sombra iluminada», le
llama), este amor es siempre un amor encarnado, palpable, tan corpóreo como las
manos que recorren la piel de una mujer. Por ello aunque los poemas de amor no hacen
al grueso de la obra de este poeta, podemos pensar en el amor como la metáfora
ineludible que explica su pulsión creadora.
Y
es que, así como Julio entiende que al Amor –con mayúsculas– se llega amando,
también vemos cómo en cada poema esa dialéctica entre las apariencias y las
esencias se despliega con cada tema que toca: habla de una lluvia vespertina y
esa lluvia es todas las lluvias («un rezo entre el viento y la hierba», le
llama); si habla de un cielo pintado por Georges Braque, de pronto «se divisa,
alto, / el cielo de los hombres»; o si habla del momento en que el sol de ese
día cae, Julio sabe que «para todos llega la noche».
Cuando
descubrimos que este es el modo de proceder poético de Julio González es cuando
entendemos que carece de sentido la dicotomía que mencionábamos al comienzo,
aquella que enfrenta al escritor con nacionalidad y al otro sin ataduras
gentilicias.
Y
vemos al fin, entonces, que un poeta como Julio González es capaz de trazar un
autorretrato esquivo en ese poema que incluye en su antología y que se llama Escritor de provincia. Un poema en el
que se dice amante «de tres o cuatro poemas» (de Dylan Thomas, de Milocz, de
César Vallejo); en el que confiesa que de todas sus costumbres prefiere «la del
silencio», quizás para no olvidar lo que dice; y un poema en el que deja
escrito un mandato: que sus papeles escritos sean cremados «y sus cenizas
arrojadas / al suave comienzo del otoño».
Son
estos, quién lo duda, los deseos comunes a todo poeta. Por eso no importa si
nacieron en París o en Mendoza. Importa si crecieron mirando al mundo,
queriendo abarcarlo con la sola herramienta de sus poemas.
Tres poemas de Julio González
El
hombre invisible
Hemos
perdido el calor del rebaño,
olvidado
a los dioses y su sombra.
Pagaremos
por ello, como griegos sin oráculo.
El
hombre, ¿enciende el fuego, cuida
la
lumbre y el ganado, calienta su cuerpo y su deseo?
La
noche y su soplo de ceniza
apaga
la mirada del tigre,
el
vuelo, el vuelo del viento entre los árboles,
la
brizna y su tiempo muerto.
Todo
sucede sin memoria;
es
la hora del hombre invisible,
del
hombre sin espejo,
arrodillado
en las horas descalzas.
Nadie
cuida la llama que se apaga.
De
su sueño han huido el toro,
su
arco y las flechas del aire en la hierba;
nada
para llevarse a la tumba,
cuando
los días concluyan en su pecho
y
el bisonte perdido en la cueva de su alma.
Nunca
más el trote, el trote verde
de
la muerte entre la risa de los jóvenes.
Con
qué soñar, en esta noche arrepentida.
El
hombre invisible camina solo
en
la ciudad invisible.
El
gran hermano lo espera
en
la pared-pantalla.
Aprieta
el botón de la infancia;
menos
mal, porque ya no recuerda nada,
ya
nadie recuerda nada.
*
Esperando
tus manos
La
cama se amarra al silencio
como
un barco sin gaviotas
y
los restos de sueño
pegan
en mi pecho muerto.
Cae
el alba sobre mi cuerpo
sin
oleaje
trazando
círculos en el muro
sin
respuesta.
La
sombra de la vigilia
vaga
en la almohada desierta…
Espero
una palabra, una sola,
como
un mandoble del estío,
como
hablarle al rocío,
lo
que queda del vuelo,
ese
aire abandonado,
esa
espada sin manos;
voces,
voces entre los árboles,
juegan
con el silencio
y
levantan hogueras de adioses.
Como
en lejanos corredores,
suena
tu voz,
aparecen
tus manos,
el
aire huele a hierba,
a
cielo abierto, a vuelo despegado.
Brillan
tus ojos;
el
día existe.
*
El
mar según Dylan Thomas
De
la granja al mar, de su dorado
trino
de manzanas, hay apenas
un
prado y un bosque,
que
el niño mide con
el
viento.
Siente
su aliento de estaciones
muertas,
su
fatigado golpe en las rocas
y
el aire salobre entre sus
labios.
Como
un pequeño rey,
se
sienta en su trono de piedra
y
larga su caña hacia arriba,
al
infinito.
El
mar y el cielo se unen
a
la distancia.
Cierra
los ojos y lo respira;
ahí
viene, avanzando con su ballena
blanca,
sus
naves vikingas y el
perfume
de
la noche de Tánger;
con
su caballo a la carrera,
con
el marino sin taberna
y
su ginebra viajera.
Con
sus peces dormidos,
con
sus algas de espanto,
con
su carga de tabaco ausente;
con
la seda en penumbra
y
la noche ciega de los esclavos.
Cuando
abre los ojos, el mundo
de
caracolas y de espejos
se
abandona en la mañana
infinita.
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