jueves, 28 de enero de 2016

La historia de un poema de Alejandra Correa





por Alejandra Correa*

Especial para El Desaguadero


Hay un poema que no cesa, que se escribe cada octubre renovado. Luego de tantos años, su cuerpo es un tejido denso integrado por pequeñísimos organismos de carácter fragmentario, extraídos con obsesión de orfebre de ese yacimiento arqueológico que es la infancia. Ese tejido contiene huesos, atardeceres azulados, materia orgánica, olores impresos en las profundidades de la memoria, dolores sedimentados e imágenes que tienen la posibilidad de adquirir nuevas tonalidades con cada primavera. Es el poema del mito personal y por eso se consagra a su propia reinvención. Un animal hambriento que se ha vuelto autosuficiente con el tiempo: cuanto más se escribe, más necesita ser escrito.

Pero no hablaré de ese poema.

Hablaré de este otro que irrumpe desde un sitio que podría decirse «nuevo» si no fuera tan viejo como el mundo. Tiene las características de una epifanía, no sabemos nada de su primera combustión, aunque podríamos sospechar que se trata de un estado del alma en suspenso y que, por su propia característica de aire, logra alejarse de ese otro poema, el que hunde sus raíces en las profundidades de la tierra y el pasado.

Así surgió este poema al que llamo La canción del bosque.

Un invierno visitábamos Solanas, en la costa uruguaya. La casa estaba a orillas de un bosque denso. Nicolás, uno de mis tres hijos –de entonces 9 años– quiso acompañarme a hacer una primera caminata.

Íbamos charlando hasta que en un momento nos ganó el sonido crujiente de nuestras pisadas. A los pocos minutos estábamos en silencio e inmersos en otra realidad. Se había abierto una puerta nueva y un lazo mágico nos unía a la respiración de los árboles. Él señalaba algo y yo entendía qué quería decirme sobre ese asombro, sin una palabra. A su vez, mi descubrimiento, despertaba una media sonrisa en él. Éramos viejísimos: teníamos la edad del bosque.

En otras caminatas con él, con Marina y Francisco –sus hermanos–; o con Javier, mi marido, saqué cientos de fotos. Buscaba recuperar el misterio, hacerlo tangible. ¡Oh, lo imposible y su poder de gravitación!

Desde entonces, en ese procedimiento que propuso el misterio del bosque, la fotografía empezó a ser para mí un camino siempre abierto para retener fragmentos visuales antes de que llegaran a enunciarse con palabras (o al menos hacer el intento): luces, sombras, texturas, tonalidades. Años después del bosque, la fotografía sigue siendo esa herramienta con la que intento escuchar lo que dice la luz.

Este es el poema.



La canción del bosque

Esta es la canción del bosque
dijo uno de los niños que di a luz
en septiembre

De su mano brotó un pájaro claro
que se hizo hojarasca
para caer a sus pies

con la levedad del viento

Pude pedirle que me mostrara
cómo había logrado encantar la materia

que me dijera
qué sabe él de los pájaros de fuego y aire
cuando lo cierto se esconde

pero hay cosas que no se le preguntan a nadie
ni siquiera a un hijo al que vimos nacer

Detrás de la maraña de ojos que anida el bosque
detrás de los zorros grises que todo lo saben
y de las pequeñas ardillas de cuento
fuimos en larga travesía
encarnándonos en el vientre de la noche

Quién sabe por qué me llevó de la mano
como si yo fuera la hija

Qué esperaba encontrar
al borde del mundo
donde los últimos hombres
hace tiempo
mutaron en árboles

Poema inédito (2009)

*Alejandra Correa, 1965, Río de la Plata. Es poeta y artista visual. Publicó los libros de poesía Río partido (1998), El grito (2002), Donde olvido mi nombre (2005), Cuadernos de caligrafía (2009 y 2014), Los niños de Japón (2010), Maneras de ver morir a un pájaro (2015) y Si tuviera que escribirte (2015, Madrid). Recibió el III Premio Nacional de Artes Visuales de Argentina (rubro textil) en 2013, el I Premio Nacional de Literatura para niños y el II Premio Nacional de Poesía otorgados por el Ministerio de Educación y Cultura de Uruguay en 2014. Ha trabajado como comunicadora social, editora gráfica, periodista y gestora cultural. Es una de las creadoras de la Audiovideoteca de Escritores de Buenos Aires, de la cual fue codirectora durante 7 años. También trabajó en la creación de la Red Federal de Poesía y el I Festival Federal de Poesía (marzo 2015) junto a Julia Magistratti y Marisa Negri. Coordina desde 2010 el Festival de Poesía en la Escuela junto a Marisa Negri.

lunes, 18 de enero de 2016

La historia de un poema de Jotaele Andrade

Jotaele Andrade (y compañía).

por Jotaele Andrade*
Especial para El Desaguadero


Reconstruir un poema, o los sucesos que dieron en él, constituye por sí mismo un extrañamiento ontológico para quien, como yo, piensa que la poesía es una categoría de elemento, como el fuego, el agua, el aire y la tierra. Pudiendo prescindir de ese extrañamiento noto que por su naturaleza elemental, un poema se construye de un modo plural, casi inasible. O, al menos, inasible en una referencia totalitaria.

Recuerdo los canales comunicantes que dan en la escritura de un poema: el termómetro emocional, el horario, el insomnio o no, las formas de las nubes trayendo la tormenta; la «imagen» total que configura el espectro poético que luego debo trasladar al idioma pero contar esa historia a través de un proceso de reconstrucción, de modo que se realiza el proceso de ordenación de un cubo de Rubik, me está vedado, por impericia personal, nada más.

Puedo referir, sin embargo, un lugar: el patio de casa de mi madre, donde muchos de los poemas han surgido como revelación, epifanía, como autopsia de algún hecho, como material dado por el mismo conjunto de ciruelos, trozo de cielo, trastes arrumbados, perímetro donde uno es sucesivamente, otra vez, todos los que ha sido.

Es un lugar perdido en una provincia donde me gusta mirar las estrellas, ver el golpe veloz de alguna luz sobre las telarañas, pensar sobre la existencia.

Uno de tantos amaneceres me encontró ahí. La luz caía, encerrada en sí misma, gris, sucia. Recostado contra el marco de la puerta, mirando la cadencia del viento entre las ramas, la monotonía del patio con sus cosas, cavilaba sobre la existencia: qué es existir, qué el mundo, yo ahí, en mi vida, los otros, el universo. El conjunto era un cuadro desalentador y opresivo. Ahí estaba: arrasado por la existencia o, como mejor dijera José Agustín Goytisolo, llevado porque «la vida ya te empuja como un aullido interminable». También como un agujero en la nada.

Entonces sucedió una pausa. O creo que fue eso. Los árboles dejaron de moverse, la luz recortó cada cosa y pude ver las vetas de los ladrillos en los muros de las casas vecinas, la tierra cuarteada, la gramilla, los trastos, todo en sí mismo, fue en ese estatismo que cayó una hoja desde uno de los ciruelos. No es mucho más lo que puedo aportar sin caer en el poema en sí mismo.

Desde siempre se discute si para hablar de poesía hay que hacerlo de modo poético o no. No resolveré esa cuestión pero mientras escribo esto, recuerdo que hace poco soñé que alguien daba un discurso y que, una vez que se bajó del estrado, con cara de preocupación rememoraba sus palabras y espantado descubría que había habido indicios de filosofía, no muy hondos pero lo suficientemente claros como para ser detectados por él, y su espanto provenía de la posibilidad de «que pueda sucederme un rasguño metafísico». La poesía que me emociona es una cuchillada metafísica. Este poema quizás sea las huellas de eso en mí.




Cae una hoja del ciruelo

amanecía y yo me atareaba
en ciertas cavilaciones

en ciertos corajes
en la sangre que es un vino
que se agria

el viento se esforzaba
también
entre las ramas

ah qué pesado el andar
entre las orillas
briosas del pensamiento
me dije

qué atroz ir cargando
las grandes preguntas

la frágil permanencia entre la furia
orgiástica
de la vida y la muerte

fue entonces
que dio en caer una hoja
del ciruelo

no hubo un chasquido

no sucedió el estruendo que provoca
un árbol
al caer

se desprendió
girando sobre sí misma
y fue
blandamente
a dar contra la tierra

a confundirse
sin más
entre todas las demás hojas
caídas

dentro de poco ella y las otras
se perderán
en el ciclo de las estaciones

y sin embargo cada vez que recuerde
el modo en que se recortó
en el horario encapotado del amanecer
la forma singular en que daba vueltas
sobre sí misma
esa hoja seguirá cayendo
conmigo

acaso
me digo
tal vez existimos para ser la memoria de estos sucesos


De la antología Los sobrinos bastardos de Arlt (Ediciones de La Eterna, 2015)


*Jotaele Andrade
, La Plata, 1974. Ha publicado El salto de los antílopes, 2012 (editorial El mono armado); El oleaje del mundo, 2013 (editorial Azul); Elefantes con anteojos (selección), 2013 (Edición de bolsillo, editorial Morosophos); Elefantes con anteojos, 2013 (Cartonerita Niña Bonita, España); La mano del verdugo, 2014 (Ediciones de La eterna); Los metales terrestres, 2014 (editorial Añosluz); participó en la antología Los sobrinos bastardos de Arlt (Ediciones de La Eterna, 2015). Ha coordinado talleres literarios y distintos ciclos poéticos. Desde 2013 coordina el Festival Internacional y Acampada poética de la ciudad de Azul.