lunes, 25 de abril de 2016

La historia de un poema de Carlos J. Aldazábal



por Carlos J. Aldazábal*
-Especial para El Desaguadero-


Escribí Por qué queremos ser Quevedo y La soberbia del monje entre 1993 y 1996. Ambos poemarios nacieron con la pretensión de ser los cimientos de una obra. El esbozo de una respuesta a la pregunta del por qué de este oficio, junto con un recetario personal de poéticas, fue la excusa para unificar vivencias inconfesables con lecturas olvidadas en el tejido de los versos.

En cierta época llegué a pensar que no se puede crear obras de arte sin padecer algún tipo de dolor existencial. Esta creencia radical hoy está más atemperada, aunque en principio sigue operando en mis intentos literarios. En verdad, tenía la sensación de que sólo se escribe desde las pérdidas, desde las carencias, completando con el lenguaje los vacíos que la realidad va remarcando. Una escritura traumática, irremediablemente pesimista. La necesidad de releer los poemas para preparar este libro me hizo reconsiderar mi «teoría del trauma» al advertir salpicones de optimismo que deshacían la hipótesis. Como complemento, la palabra «aura», utilizada alguna vez por Walter Benjamin para dar cuenta de esa «manifestación irrepetible de una lejanía» que develan algunas obras de arte, me sirvió para redondear mi reflexión.

Hoy estoy casi seguro de que el arte tiene esos dos elementos, lo traumático y lo aurático: escribir poemas para evocar la magia de ciertos personajes, momentos y sitios, hechizos irrepetibles que uno desearía habitar para siempre, y denunciar, al mismo tiempo, la terrible experiencia de la vida.

Es lo que traté de hacer en estos poemarios.

(Epílogo a Por qué queremos ser Quevedo, bajo la luna, 1998)





La higuera
Cuando el argumento lo exigía
yo era el que despertaba a los fantasmas
   y llamaba a los ovnis
para viajar en el torrente sanguíneo
        de lo absurdo.
Las runas se trazaban
sobre las axilas,
                las esquinas de los barrios
         que escondían duendes ostrogodos,
y así la invocación surtía efecto.

La higuera era el buque pirata
             que conducía a la selva del fondo,
     la máquina del tiempo que me acercaba
               al dinosaurio perro
           que me mordió una tarde
       y terminó ahorcado por el vecino,
                                  el malo de la jungla
                                  al que yo bombardeaba
                                  con piedras de Hiroshima
                      para reírme de la radioactividad
                                   que se elevaba
                      sobre el tejado de sus cejas.

Cierto día el buque se hundió:
                    mamá decidió parquizar el fondo
                    y eliminar las malezas
                    que afeaban las fuentes de las ninfas,
                                              seres de yeso
                             que se comieron la tierra de las parras
                             y confabularon con el vecino
                             para terminar con mi reinado
                                                 sobre la higuera.


de Por qué queremos ser Quevedo

*Carlos J. Aldazábal (Provincia de Salta, 1974) es un poeta y escritor argentino. Publicó los poemarios La soberbia del monje (1996), Por qué queremos ser Quevedo (1999), Nadie enduela su voz como plegaria (2003), El caserío (2007), Heredarás la tierra (2007), El banco está cerrado (2010), Hain, el mundo selk´nam en poesía e historieta (2012, con ilustraciones de Eleonora Kortsarz), Piedra al pecho (2013) y Las visitas de siempre (2014).

viernes, 15 de abril de 2016

La historia de un poema de Carlos Battilana

Foto tomada por Gustavo Gottfried


por Carlos Battilana*
-Especial para El Desaguadero-


Escribí El dulce porvenir hace algunos años. Todas las mañanas me llevaba una hora levantarme, tomar un café, estar un poco solo a la madrugada. Era una hora de desasosiego, pero también de cierta calma que por algún motivo no hallaba luego a lo largo del día. Otra hora la tomaba para preparar el desayuno, la ropa y cambiar a mi hijo antes de que viniera la combi que lo llevaría a su escuela. Y luego de saludar a Marcos, besarlo, acariciarlo infinitamente, recuerdo que un día empecé a escribir un poema en el escritorio. Al escribirlo, recordé a muchos poetas, compañeros y amigos, a los que había conocido a fines de los años 80, tremendos poetas de libros y poemas excelentes, con los que compartí la pasión y el fuego de la poesía. Hacía tiempo que no los veía. Las horas y los días de aquella época juvenil estaban impregnados de incertidumbres y deseos simultáneos, en ese momento de la vida en que uno empieza a caminar hacia algún lado. Tal vez idealice un poco, no lo sé. La poesía era en aquella época una constancia, una suerte de ingreso a un mundo lleno de intensidad. Un invisible hilo vital y una sensación física sobre el paso del tiempo saturaron el instante de escritura de El dulce porvenir. Me percaté de que todos ya éramos grandes. Un tema común, es cierto, condensaba el pequeño acto de cambiar a mi hijo, y de despedirlo hasta la tarde: la fugacidad. Casi podía tocar los minutos que se habían acumulado en el transcurso de mi vida. Sentí un terrible vértigo. Escribí ese poema recordando un film que hablaba de niños y adolescentes que tienen un espantoso accidente en una ruta. El «futuro», el «porvenir» es una inscripción social, una marca muda que se les imprime a los jóvenes en los rostros. Una inscripción silenciosa, pero sellada a fuego. Sabemos que la infancia es un puro presente; sin embargo el impulso biológico de la sociedad les impone una suerte de misión a cumplir (la patria, el orden social, la continuidad de la especie, el bien) en el tiempo que sobrevendrá. Como sea, de manera tenuemente irónica, utilicé el título del film: El dulce porvenir.

Leí el poema en voz alta durante un verano, en casa de una amiga. Había organizado una reunión donde tomamos café, y luego leímos poemas. Me tocó el turno, y empecé a decirlo despacio, a pronunciar palabra por palabra; no me resulta agradable la emoción explícita en una lectura, y mucho menos la estridencia. Sin embargo, no pude evitar emocionarme. Pasado un tiempo, me solicitaron unos poemas para un suplemento literario; me pedían una selección de textos de un libro que había sido editado hacía pocos días. Pero le envié ese poema al editor, y decidió publicarlo. Posteriormente lo incluí en un libro que se llama Un western del frío. Creo que el poema habla del paso del tiempo, sí, y también de mi hijo, sí, pero sobre todo del tesoro vital que puede ser cada instante: una vivencia que no busca necesariamente ni el bien ni la verdad, sino su propio vértigo y su propia expansión.



Buenos Aires, 25 de febrero 2016


El dulce porvenir 

Cuando los mejores poetas de mi generación
curtidos por las drogas
la grasa y el vino excesivo
están haciendo pie
y pueden usar la palabra templanza
con toda propiedad

reunir poemas
evaluar con cierta distancia
sus tesoros
su cúmulo precioso

cuando cerca de los 50
la juventud
es una palabra
que ha sido usada
y se puede recordar
-sí, con alegría-
las viejas amistades
los duelos
los viajes pequeños

cuando
el poeta
de los grandes experimentos
pero de otros poemas
mejores aún
es una increíble
referencia
y ahora
puede
-finalmente-
distribuir
el aire
y la respiración
porque ha corrido tanto

yo aún
el poeta de la familia
el poeta que
literalmente
ha administrado la energía
el poeta del tenis
estoy cambiando a mi hijo
interminable
en el baño
posterior de la casa
y le digo
“te amo te amo”
y barro
bajo los signos y los hábitos
de antiguos mecanismos
la ropa la basura y me muevo
-ya ciego-
entre escombros de fuego
y no tengo, lo sé,
escapatoria
no puedo ni podré respirar

amo
con pobreza
como pude

pronuncio “te amo”
como una
invocación
como una oración religiosa
-polvo del camino-
la única propiedad
con base
en lo real.


*Carlos Battilana nació en el año 1964 en Paso de los Libres, Corrientes. Doctor en Letras, se desempeña como docente de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Buenos Aires. Publicó los libros de poesía Unos días (1992), El fin del verano (1999), Una historia oscura (1999), La demora (2003), El lado ciego (2005), Materia (2010), Presente continuo (2010), Narración (2013), Velocidad crucero (2014) y Un western del frío (2015). Sus poemas han aparecido en antologías argentinas y latinoamericanas. Ejerció el periodismo cultural. Autor de ensayos, notas y artículos.

miércoles, 6 de abril de 2016

Poemas íntimos que quieren ser universales

Enrique Solinas.

por Fernando G. Toledo

Componer poesía mística en los tiempos actuales parece no ya una anacronía, sino un empresa difícil. Creemos dejar entre paréntesis, en esta consideración, el tramo polémico que pueda referirse a la verdad de los contenidos de la poesía mística. Eso sería una discusión diferente, que ha de dejarse de lado, sobre todo si es un ateo el que firma estas líneas y un creyente religioso el autor del libro.

La cosa va por otros carriles. Lo difícil de la poesía mística en el siglo XXI radica en la escasa frecuentación de los poetas actuales a su práctica (aunque la poesía de Diego Roel también va por esos carriles), y es por eso que la aparición de un libro que podría adscribirse a tal género aparentemente en desuso, genera sorpresa.

Corazón sagrado, de Enrique Solinas, conecta con la poesía mística tradicional española (Santa Teresa de Jesús, Ana de San Bartolomé, San Alfonso María de Ligorio), y su autor semeja a aquellos compositores puestos a completar la obra que otros dejaron inconclusa, acoplándose a la tonalidad, rescatando los temas, aprendiendo de las variaciones.

Sin embargo, a su vez, Solinas no deja de ser un contemporáneo, y por eso esa «música propuesta» tiene al mismo tiempo el «sonido del presente». Como dice Silvio Mattoni en las palabras de presentación, «estos poemas recobran la cuestión mística desde San Juan de la Cruz, le ponen de nuevo figuras al amor divino y nuevas canciones a la persecución incesantes del alma por una plenitud perdida».

En Noche de San Juan, el autor buscaba que de sus poemas decantara (para quien así lo quisiera) su mirada religiosa sobre los temas a poetizar. En Corazón sagrado, en cambio, lo que Solinas expresa son sus «certezas intransferibles» nacidas en la oscuridad del ensimismamiento. «Certezas» que son para él tan potentes que es en la poesía donde encuentra un canal propicio para intentar darlas vuelta del revés y exhibirlas a la luz. 

Por todo ello, el resultado es un libro íntimo y a la vez católico, en sentido etimológico de este vocablo: un libro en el que lo esotérico quiere ser universal.

En vos confío, el poema que abre el libro, parece ser su perfecto epítome.



En vos confío

Cuando era chico
en la Iglesia me regalaron
una estampa del Sagrado
Corazón de Jesús.

El rostro joven
no dejaba de mirarme
a los ojos,
al mismo tiempo que
la mano santa
señalaba su corazón,

su corazón,

su corazón:

su corazón como una llama roja,
rodeada de espinas;
su corazón de fuego atravesado
por el mundo y la cruz;
su corazón divino y humano.

Entonces, en ese instante,
me di cuenta de que
el amor de verdad es un misterio
y que el dolor te hace más hermoso.

Para que brilles
y descubra tu belleza,

siempre, siempre,

siempre el corazón encontrará
una nueva manera de sufrir.

Enrique Solinas