jueves, 28 de junio de 2012

La belleza que dejó un sobreviviente

Paul Celan.

Por Fernando G. Toledo

La herida que el Holocausto asestó a la historia humana fue tan profunda, que el filósofo alemán Theodor Adorno creyó una vez que no había manera de recuperarse de ella, que los pueblos (sobre todo el judío) quedarían amputados para siempre, incapacitados para extraer belleza de una fuente que se había secado. Por eso creyó que, después de Auschwitz, se había «vuelto imposible escribir poesía».


Pero hace, por estas fechas, siete décadas, un promisorio intelectual y escritor judío nacido en Rumania era apresado y llevado a un campo de concentración. Su nombre era Paul Antschel (nacido en 1920), aunque firmaba como Paul Celan, y no hacía mucho había aceptado su destino de poeta.

Cuando los nazis ocuparon Czernowitz, la ciudad donde vivía, él logró esconderse en una fábrica, pero sus padres fueron apresados. Poco después, ya prisionero él también, iba a enterarse de la muerte de sus progenitores en el campo de concentración: su padre, víctima de tifus; su madre, asesinada de un disparo en la nunca porque no servía para los trabajos forzados.

Prisionero en ese sitio, a 400 kilómetros al sur de su ciudad, acaso Paul Celan era la prueba fehaciente de la sentencia de Adorno. Allí, cada día, el poeta recibía las torturas del encargado de su grupo de prisioneros y veía el humo blanco de los cadáveres incinerados (sus cenizas en la «tumba del aire»), que sobrevolaba un paisaje que alguna vez supo amar.

Pero cuando Celan fue liberado, tres años después, al fin de la Guerra, comenzó a publicar sus poemas. Uno de ellos, el más famoso, se titula Fuga de la muerte y, como Paul Auster lo describe, «es literalmente una fuga compuesta por palabras, donde las repeticiones rítmicas, impactantes, y las variaciones delimitan un terreno no menos circunscripto, no menos encerrado en sí mismo que una prisión rodeada por un alambre de púas». 
 
Aunque Celan renegó de este poema después, es un retrato tan poderoso y perturbador de su estancia en el campo de concentración que se entiende la impresión que causó cuando fue publicado. Aunque el poeta había elegido escribir en la lengua alemana, la de sus torturadores, ese poema apareció por primera vez en rumano con el título Tango de la muerte, que era el nombre curiosamente de un tango que los nazis obligaban a tocar a músicos judíos para acompañar excavaciones y ejecuciones. Dicho tango estaba inspirado en Plegaria, de Eduardo Bianco, composición que ese músico y su orquesta habían tocado con gran éxito ante Hitler y Goebbels en 1939. He aquí algunos de los versos del célebre poema de Celan: «(...) Un hombre vive en la casa juega con serpientes escribe (...) / silba a sus judíos allá manda cavar una tumba en la tierra (...) / Leche negra del alba te bebemos de noche / te bebemos al mediodía la muerte es un maestro de Alemania / (...) te dispara con bala de plomo te dispara certero (...)  / azuza sus perros contra nosotros nos regala una tumba en el aire (....)».







Finalizada la Guerra, disueltos los ghettos, contadas las víctimas del genocidio trazado por Hitler, Celan siguió su carrera. Fue considerado el heredero de Hölderlin, aquel poeta vivió en la locura sus últimos 36 años, recluido en un altillo. Visitó a Martin Heidegger (filósofo al que admiraba) con la inútil esperanza de que el autor de El ser y el tiempo se arrepintiera de su colaboracionismo con los nazis. Se convirtió en uno de los poetas más importantes del siglo XX e hizo desdecir a Adorno, quien al leer su obra, conmovido, descubrió que la poesía era aun más poderosa que la barbarie.

Sin embargo, 25 años después de haber salido vivo del campo de concentración, en plena cúspide de su  prestigio, Paul Celan se suicidó en París, arrojándose al Sena. 

Las aguas de ese río iban a llevarse, así, al artista que mostró en carne viva que los hombres son capaces de imponer la belleza en medio de lo más horrendo jamás imaginado. Y, también, que Theodor Adorno estaba equivocado, pero sólo por poco: no es que la poesía no podía existir ya después de Auschwitz, era ese poeta concreto el que no podía hacerlo. Tal vez para dejarlo claro es que Celan había escrito pocos años antes este pensamiento devastador: «No te engañes: no es que esta última lámpara dé más luz; es que lo oscuro en torno se ha sumergido en sí mismo».


Cinco poemas de Paul Celan








Fuga de la muerte

Leche negra del alba la bebemos de tarde
la bebemos al medio día y de mañana la bebemos de noche
bebemos y bebemos
cavamos una tumba en los aires ahí no hay estrechez
Un hombre vive en la casa juega con las serpientes escribe
escribe al oscurecer a Alemania tu cabello de oro Margarita
lo escribe y sale de la casa y relampaguean las estrellas silba a sus perros aquí
silba a sus judíos allá manda cavar una tumba en la tierra
nos ordena ahora toquen música de baile

Leche negra del alba te bebemos de noche
te bebemos de mañana y al mediodía te bebemos de tarde
bebemos y bebemos
Un hombre vive en la casa juega con las serpientes escribe
escribe al oscurecer a Alemania tu cabello de oro Margarita
tu cabello de ceniza Sulamita cavamos una tumba en los aires ahí no hay estrechez
 
Grita hinquen más profundamente en el reino de la tierra los otros canten y toquen
echa mano del fierro en el cinto lo agita sus ojos son azules
hinquen mas profundamente las palas los otros sigan tocando música de baile
 
Leche negra del alba te bebemos de noche
te bebemos al mediodía y de mañana te bebemos de tarde
bebemos y bebemos
un hombre vive en la casa tu cabello de oro Margarita
tu cabello de ceniza Sulamita juega con las serpientes

Grita toquen mas dulcemente a la muerte la muerte es un maestro de Alemania
grita tañan mas sombríamente los violines luego ascenderán como humo en el aire
luego tendrán una tumba en las nubes ahí no hay estrechez
 
Leche negra del alba te bebemos de noche
te bebemos al mediodía la muerte es un maestro de Alemania
te bebemos de tarde y de mañana bebemos y bebemos
la muerte es un maestro de Alemania su ojo es azul
te dispara con bala de plomo te dispara certero
un hombre vive en la casa tu cabello de oro Margarita
azuza sus perros contra nosotros nos regala una tumba en el aire
juega con las serpientes y sueña la muerte es un maestro de Alemania
 
tu cabello de oro Margarita
tu cabello de ceniza Sulamita

De Amapola y memoria, 1952
(Traducción: Ricardo Ibarlucía)


Habla también tú

Habla también tú
sé el último en hablar,
di tu decir.

Habla-
Pero no separes el No del Sí.
Y da a tu decir sentido:
dale sombra.

Dale sombra bastante,
dale tanta
cuanta en torno de ti tú sabes extendida entre
medianoche y mediodía y medianoche.

Mira en torno:
ve cómo alrededor todo se hace viviente
¡En la muerte! ¡Viviente!
Dice la verdad quien dice sombra.

Pero se estrecha ahora el lugar donde estás:
¿Adónde ahora, despojado de sombra, adónde?
Asciende. Tanteante, asciende.
Te haces más sutil, más irreconocible, más fino.

Más fino: un hilo
por el que quiere descender la estrella
para abajo nadar, al fondo,
donde se ve brillar: sobre móviles dunas
de palabras errantes.
De De umbral en umbral, 1955
(Traducción: José Ángel Valente)



Tubinga, enero

A la ceguera per-
suadidos ojos.
Su –«un
enigma es
manantía pureza»– su
recuerdo de
flotantes hölderlinianas torres en
un vuelo circular de gaviotas.
Visitas de carpinteros ahogados con
estas
sumergidas palabras:
Viniera,
viniera un hombre,
viniera un hombre al mundo, hoy, llevando
la luminosa barba de los
patriarcas: debería,
si de este tiempo
hablase, de-
bería
tan sólo balbucir y balbucir
continua, continua-
mente.
(«Pallaksch, Pallaksch.»)

De La rosa de nadie, 1961
(Traducción de José Ángel Valente)

Nota: según los testimonios, «Pallaksch» (que se puede traducir como «sí y no») es lo que balbuceaba el poeta Hölderlin al final de sus días, poco antes de morir en el altillo que lo acogió en su locura durante décadas.


Mandorla

En la almendra –¿qué está en la almendra?
La nada.
En la almendra está la nada.
Allí está y está.
En la nada –¿quién está allí? El rey.
Allí está el rey, el rey.
Allí está y está.
            Bucle de judío, gris no te pongas.
Y tu ojo –¿dónde está tu ojo?
Tu ojo está enfrentado a la almendra.
Tu ojo, a la nada está enfrentado.
Está del lado del rey.
Así está y está.
            Bucle de hombre, gris no te pondrás.
            Vacía almendra, azul real.

De La rosa de nadie, 1963
(Traducción de Ricardo Ibarlucía)


Todtnauberg

Árnica, bálsamo de los ojos, el
trago en el pozo de agua con el
balde de estrellas encima

en la
cabaña

allí, en el libro
¿el nombre de quién estaba anotado
antes del mío ?
allí, en este libro
la línea escrita
con una esperanza, hoy,
en la palabra de un pensador
que llegue
al corazón

humus del bosque, sin aplanar,
orchis y orchis, único,

lo crudo, más tarde, durante el viaje
auto,
evidentemente,

quien nos conduce, el hombre,
él también a la escucha

las sendas a medio abrir
con palos en el pantano

humedad,
bastante.

De Poemas dispersos (1966)
(Traducción de Enrique Foffani)

Nota: En julio de 1967, Celan visitó al filósofo Martin Heidegger en Selva Negra, dejando en su libro de visitas las siguientes palabras: «En el libro de la cabaña, contemplando la estrella del pozo, con una esperanza en una futura palabra del corazón».

domingo, 17 de junio de 2012

La historia de Los Jardines del Aire, de Diego Roel

Diego Roel (Temperley, 1980)


Por Diego Roel
Especial para El Desaguadero

Cuando publiqué mi cuarto libro, Las variaciones del mundo, decidí que no iba a publicar, ni a escribir, por un largo tiempo. Ese libro intentaba decir algo acerca de la imposibilidad del lenguaje para abordar lo esencial, para asir lo que se esconde detrás del nombre de las cosas: eso que no se designa, que no se puede nominar.

La lectura de Mandala, el extraño y excelente último libro de Horacio Castillo, me había impresionado hondamente. Quise también yo sumergirme en el oscuro útero del mundo. También quise encontrar, como mi visionario amigo, el inasible lenguaje de lo neutro. Creo que mi intento no fue tan feliz. Castillo realmente abrió una brecha en la red de la semiosis, superó el peligro de la afasia y se quedó del otro lado, donde habla «lo que nació para callar».

Las variaciones del mundo intentaba, entonces, «deletrear el invisible alfabeto de los ciegos», inaugurar una observación «completamente desnuda, completamente virgen». Después de semejante intento se imponía, necesariamente, el silencio. Hablamos de eso con un amigo, el poeta Gustavo Caso Rosendi. Me dijo después de la presentación del libro: «Ahora no publiques por un par de años. Vas a tener que buscar otro registro, otra voz, quizá hablar de lo cotidiano, de lo inmediato, de lo que sucede en la superficie de las cosas. No sé cómo, pero tenés que hacerlo».

Decidí dejar de escribir por un tiempo, distanciarme del tono de mi último libro. Regularicé mi situación en la Facultad de Bellas Artes y concentré toda mi energía en el estudio. Funcionó durante unos meses. Pero el 20 de noviembre, mientras preparaba el último parcial del año, apareció súbitamente en mi cabeza una imagen, el posible comienzo de un poema. El comienzo, quizá, de un nuevo libro. Una voz en mí gritaba: «Tantas veces pisé este suelo, este lugar en sombras». Intenté ignorar esa voz. Recordé mi decisión, el consejo de Gustavo. No iba a ceder al primer llamado del poema. Me fui a dormir con la esperanza de que las manos del sueño destejieran la incipiente forma, ese rumor en mi pecho. Sin embargo, al despertar, la voz seguía ahí. El poema quería decirse. Ya no podía reprimir la irrupción de las imágenes. Me levanté y escribí, de un tirón, en la última hoja de la carpeta de Didáctica, la primera parte de Los Jardines del Aire. Ese día no fui a cursar, no rendí el último parcial. En una semana aparecieron (porque fue eso, una verdadera aparición) las primeras cuatro secciones del libro.

El trabajo de corrección, el más difícil, el más importante, duró seis meses. El desafío era, siguiendo el consejo de Rosendi, depurar el texto, eliminar las reminiscencias del libro anterior, encontrar una nueva manera de decir, otra dicción. No fue fácil. Cierta manera de versificar, de cortar los versos, ciertos encabalgamientos se repetían. Evidentemente, me sentía seguro, cómodo, en un determinado registro. Me estaba cristalizando, anclando en una forma que sentía familiar. La poeta y narradora Alicia Uriondo me lo dijo brutalmente: «Estás reescribiendo, sin darte cuenta, Las variaciones del mundo. Es una lástima porque hay en este nuevo texto algunos hallazgos, imágenes muy buenas. Pero tenés una alternativa: corregir y corregir, podar el texto, jugar de otra manera con los blancos, leer en voz alta. Asumir riesgos, Diego. Tenés que animarte, como en Padre Tótem, a asumir riesgos». Y lo hice. Lo hicimos. Durante dos meses viajé, en una bicicleta sin frenos, desde La Plata a la casa de Alicia en Ringuelet. Le leía todos los miércoles las nuevas versiones del poema. Fueron veintiocho o veintinueve, perdí la cuenta. Ella me ayudaba a ver lo que yo no podía ver. Caminamos juntos, con los ojos vendados, por la inestable superficie del poema. A veces no nos poníamos de acuerdo.

Finalmente, una noche de abril, nos dimos cuenta de que el libro se estaba cerrando, asumiendo su definitiva forma. No había nada que quitar, nada que añadir. Le leí a Alicia la última versión. Ella sonrió y me dijo: «Cada poema impone sus propias reglas. Nosotros debemos acatarlas. Sí, tenemos que seguir el rastro de aquello que avanza y retrocede, de aquello que se muestra y calla. La poesía es el territorio de la permanente mutación».


 
Los Jardines del Aire 
(fragmento)

Diego Roel

Tantas veces pisé este suelo,
este país en sombras,
esta región que oscila
                   entre un abismo y otro abismo.

Tantas veces.




Ahora me muevo alrededor:
busco esa voz que me llama desde atrás,
que lentamente crece en mí,
que se expande y acuclilla
en la parte más secreta de mi sangre.

Busco lo que respira y permanece.




Porque en esta orilla
se escucha siempre la misma canción.
Los mismos cuerpos caen, se levantan, huyen,
los mismos rostros se hacen y deshacen.

Ya no hay un sitio posible.




Pero, ¿quién habla? ¿Quién vive en mí?

¿Quién responde desde el otro lado?

¿Quién pregunta y calla?




Yo sólo veo lo que regresa y parte,
                    lo que regresa y parte.


(Fragmento del libro Los Jardines del Aire, El Mono Armado, 2012).