miércoles, 24 de marzo de 2021

La cesta de las llagas

Flores para no regar, Valeria Pariso. Ediciones AqL, Buenos Aires, 2021, 62 págs.

 

por Diego Roel

Dueña de un lenguaje diáfano, alusivo, reticente, Valeria Pariso se expresa con mesura y delicadeza. Sabe que un gesto levísimo puede demoler un jardín. Armada de una ardiente lucidez, emprende la alabanza de lo pequeño y de lo grande. Para ella el mundo y las cosas del mundo son un espejo. Todo puede ser amparado dentro del espacio del poema: la angustia, la tristeza, el amor, el miedo, la furia.

En Flores para no regar el enunciado poético va tejiendo, como si se tratara de la delicada trama del ñandutí, un andamiaje que sostiene los vestigios del cuerpo, la belleza de lo que resiste.

Si no fuera tanta la belleza,
teniendo que cruzar el río
yo me hubiese quitado
el tapado de lana
para ser la perra muerta de esa noche.

Pero la belleza es amable y tenebrosa.

Al leer el conjunto de la obra de Pariso advertimos la consolidación de un estilo límpido y preciso, de gran concisión. Sus poemas, como acertadamente señalara Dolores Etchecopar, ofrecen el destello de una presencia, el prodigio de un instante. Pero no nos engañemos, detrás de una aparente atmósfera de simplicidad, debajo de la rigurosa transparencia de los textos, se esconde una inagotable capacidad reflexiva. Así, en Flores para no regar, cierta austeridad en la expresión no impide el desborde de imágenes de inusitada belleza.

Igual que un ciervo que come geranios
bajo el cielo azul del mediodía.
          ……….

Podrías poner ahí tu corazón,
dormirlo como un pájaro en un nido blanco.
          ……….

Cada latido mueve el aire.
         
……….

Árbol del misterio, no voy a devolverte las camelias blancas.
          ……….

Mi pureza salvaje se cubrirá de nieve.
          ……….

La memoria es una hélice adentro del viento.

La ceremonia del té es una de las manifestaciones más originales del arte japonés. Su mención en Flores para no regar no es azarosa. Corresponde al simbolismo ascensional del árbol. La alusión a este ritual le permite a la poeta introducirnos en un arduo y paciente aprendizaje: el de la intermitente emergencia de la luz en la memoria. No olvidemos que el té era considerado en Japón un antídoto contra los venenos, un remedio para permanecer en estado de alerta. Y hacia eso apuntan los poemas de este libro, hacia una cura profunda, hacia el rescate, mediante un proceso de anamnesis, de todo aquello que vive en el fondo.

¿El té?
Compré poco.
Cuando me di cuenta
volví por más.
Junté nieve,
la nieve derretida es agua perfecta para el té.
Respiré araucarias,
respiré sus hojas verdes de 150 millones de años,
las oí cantar adentro de las piedras.

La noción  china y japonesa, que Jorge Luis Borges nos recuerda refiriéndose a la obra de Henri Michaux, de que los ideogramas de un poema no se componen sólo para el oído sino también para la vista, parece haber imbuido la escritura de este libro. En Flores para no regar no hay un solo verso que no haya sido vigilado y limado, trabajado con tenacidad, con el cuidado amoroso de un calígrafo.

Cierta vez le preguntaron a la poeta griega Kikí Dimulá: «¿Cómo se escribe un poema? –De tantas formas como poetas existen en este mundo. ¿Cómo se escribe un buen poema?  –Con trabajo duro y hemorragias internas. Con una desconfianza alerta del poeta frente a lo que está escribiendo. Con generosa autocrítica. Rompiendo».

Valeria Pariso escribió Flores para no regar aplicando al pie de la letra la preceptiva poética de Dimulá.

Si en cada cicatriz me apoyaran
un tallo
con su flor silvestre,
manzanillas, verbenas,
malvas,
dientes de león,
tréboles blancos,
nadie vería la belleza
de este cuerpo roto
que resiste.

Como dijimos anteriormente, estamos ante una poética sutil que sabiamente aúna sobriedad expresiva y capacidad de reflexión.

Yo tuve que cruzar
de lado a lado el río
como se cruza un límite, un diagnóstico.

Sí, es la percepción de la belleza la que rompe el muro de la opacidad de lo real.

Ah, si no fuera tanta la belleza
ya me habría cansado de juntar
las gasas estériles del miedo,
habría perdido el paso, el hambre.

La poeta conoce la naturaleza inasible y aviesa de la palabra, sabe que el lenguaje usual, como afirmaba Alberto Girri, adolece de precario en todas sus circunstancias. Por eso huye del fantasma de la repetición. Por eso le ruega al viento de los desesperados, al lobo de la madrugada. Pronuncia la sombra del canto.  


Colofón

Podemos leer Flores para no regar como un único poema dividido en cuarenta partes. La elección de esta cifra no es casual, esconde una pequeña clave. En japonés la palabra que se usa para el cuatro () se pronuncia de la misma manera que la palabra muerte (). En la tradición judía el número cuarenta indica cambio o transición, renovación, pasaje, nuevo comienzo. El baño ritual (mikvé) debe llenarse, según el Talmud, con cuarenta seas (medidas) de agua. De cuarenta proviene el vocablo cuarentena, práctica utilizada en la antigüedad para evitar que se extienda una enfermedad o una plaga. En el calendario cristiano la cuaresma designa los cuarenta días de purificación antes de la celebración de la Pascua.

Los cuarenta poemas de este libro invitan al lector a una experiencia contemplativa. Con una lengua tersa, dúctil, austera, celebran la aparición de la luz en la memoria.

Cuarenta poemas breves, incisivos, radiantes. Cuarenta poemas para escandir en voz alta.

 

 


Tres poemas de
Flores para no regar
de Valeria Pariso


4

Del amor recuerdo su belleza
y el peligro de extinción,
igual que un ciervo que come geranios
bajo el cielo azul del mediodía.

 

*

8

Fue inútil el tapado, el alumbrado público encendido,
el agua del río Brenta bajo el puente.

Cuando me tocó pasar
todo era
una sola oscuridad cerrada.

Yo tuve que cruzar
de lado a lado el río
como se cruza un límite, un diagnóstico.

Ah, si no fuera tanta la belleza
ya me habría cansado de juntar
las gasas estériles del miedo,
habría perdido el paso, el hambre.

Si no fuera tanta la belleza,
teniendo que cruzar el río
yo me hubiese quitado
el tapado de lana
para ser la perra muerta de esa noche.

Pero la belleza es amable y tenebrosa.

Nos ve el hambre.
Nos prepara el arroz blanco de la niebla.


*

10

 

Haz un pozo en la nieve.
Con la punta del zapato, haz un pozo en la nieve.
Hunde con fuerza el pie.
Siente la forma en que la nieve
cede
frente al peso firme de tu cuerpo.
Quita el zapato del pozo.
Sacúdete la nieve del pantalón frío.
Mira el pozo.
Mira la nieve que rodea el pozo.
Mira el pozo.
Algo de pasto vive en el fondo.
Mira el pozo.
Podrías poner ahí tu corazón,
dormirlo como un pájaro en un nido blanco.
Dormir tu corazón en un nido blanco,
sobre todo el invierno.
Mira el pozo.
Mira toda la nieve que lo rodea.
Mira la nieve que rodea el pasto 
que vive en el fondo del pozo.
Tu coraje se parece al pasto
y eso es bueno.
Tu ilusión se parece al pasto
y eso es alentador.
Tu corazón se parece al pasto.
¿Qué hace tu corazón verde 
en un nido blanco?

 




Cuatro poemas de Y el mundo está ahí, de Rafael Felipe Oteriño



Libros del Zorzal publicó en la Colección El Aura Y el mundo está ahí, del reconocido poeta y ensayista nacido en La Plata, Rafael Felipe Oteriño. De larga trayectoria, miembro de número de la Academia Argentina de Letras y con una obra que lo instala entre los autores ineludibles del mapa poético de nuestro país. Reflexivo, certero, íntimo, observador; el poemario de 2019 se divide en cuatro partes: «Más de un amanecer», «Citas no concertadas», «Para una biografía» y «Postales». El propio autor en el prólogo (se) define: «Este no es un libro confesional, aunque contiene algunas confesiones. Fue motivado por atisbos y visiones más que por certidumbres. Lecturas, una palabra retenida al azar, el devenir de un hecho, algún recuerdo que se negaba a desaparecer, operaron como desencadenantes del verso...».

 


Cuatro poemas de 
Y el mundo está ahí
de Rafael Felipe Oteriño

 
La palabra que huye

 
Sólo la palabra que huye es la verdadera,
la que se levanta de la mesa,
la que rompe las filas,
la que corre calle abajo y no se detiene.

Alucinada por el cruce de caminos,
vías férreas, trenes subterráneos,
en el límite de su significado,
como una barca a punto de estallar.

De carbón, de hojalata,
borrada innumerables veces;
regla lesbia entre lo viejo y lo nuevo,
golpea nuestra ceguera con su bastón.


Profética en el interior: ¿qué lengua habla?,
¿cuál es su oración favorita?,
¿qué recuerda de Baudelaire?,
¿en qué barco ebrio huye trepada?

Para saber lo que dice, interrogo a la luna,
exploro el doble fondo del mar,
me detengo a oír las cuerdas de su lira,
antes de que todo se vuelva más oscuro.

 *

En la laguna

 

De espaldas, a orillas de la laguna,
oigo el paso lento y ronco de un avión.

Como un rey en marcha hacia el exilio,
pesa menos que el sueño de una herida.

Pobre él, no tiene asilo en el cielo
ni en la tierra ni en la boca de un pez.

Buscando altura, como todas las cosas,
vuela sin saber que ha llegado.

*

Para una biografía

Arroyos, lagos, troncos suspendidos,
viento fuerte del sur y del oeste
arremolinado en el pelo y la cara;
un pez solitario en el estanque,
inventando el ahogo y la oscuridad;
sal y estrías de sal en los labios;
palmatorias, fósforos, cabos de vela:
guardianes en la casa, de voz apagada.
Porque la vigilia era larga y no había,
hasta el día siguiente, otra claridad.
Satélites en la noche, a cielo abierto;
la llamarada del sol, bien temprano,
y con el primer rayo, el primer altar
(y nadie lo ha advertido todavía).
Un aniversario, un cuaderno escolar,
un barco de madera, lejos del agua;
cornisas, grúas, puentes levadizos,
glorificando el instante. Y ese hombre
de pie, absorto en la contemplación,
tratando de descifrar todo.

*

Gracias

26. Antes los versos eran cortos,
casi aforísticos, apenas una línea o dos.
Ahora se pueblan de imágenes
y llegan a ocupar más de una página.
¿Será porque el poeta ha aprendido
el singular arte de la palabra?
¿O porque la vida ha descargado sobre él
ayes, voces entrecortadas, cantos de sirena,
de los que se alimenta la poesía?




 

Animales semánticos y dónde encontrarlos

 

por Hernán Schillagi


¿Para qué leer? En un mundo taimado y mercantilista, la pregunta encierra una verdad y una afrenta, porque nos obliga a otro interrogante algo más incómodo: ¿para qué escribir? Sin embargo, leer y escribir son dos felicidades poderosas que adquirimos con bastante esfuerzo al comienzo, aunque a tan temprana edad que se nos borra el sentido, la orientación cabal de entrenar la mirada ante unos dibujos caprichosos y repetitivos. La activación en simultáneo de la parte frontal del cerebro y del hipocampo podría ser una réplica tan cierta como insuficiente. 

Por eso, cuando los signos de interrogación se abren filosos, son anzuelos para extraer en lo profundo de las dudas: ¿para qué leer poesía, entonces? «Varían los tiempos, las formas y la centralidad de la palabra, pero la poesía siempre tiene algo para decir…», avisa Rafael Felipe Oteriño; para rematar más adelante: «Reacia a cualquier encasillamiento, musical o lacónica, invita a un ejercicio de atención para una mente sobrecargada de mensajes…». Por lo tanto,  esta práctica excéntrica, ya sería una cuestión que no tiene lugar en la realidad actual. O sí.

Cuando nos tocaba viajar en el asiento trasero del Ami 8 con mi hermano, durante la niñez de los 80, para pasar el aburrimiento inventábamos varios juegos durante el camino: descubrir quién veía primero el espejismo de agua en el medio de la ruta, encontrar horneros en los palos del tendido eléctrico, sacarle la lengua a todos los niños que pasaban, saludar a los camioneros con gesto de complicidad para que tocaran bocina y, si justo llegábamos a las vías y la barrera estaba baja, surgía la ruleta del tren; el triunfo era para el que adivinaba el número del último vagón. Todos esos entretenimientos salidos de nuestras cabecitas analógicas, en verdad eran un adiestramiento solapado para otro juego: el de cazar con la mirada. Pero no dependía de nosotros, sino del azar. Zorros, cuyis, serpientes, lagartijas, vizcachas y cuanto bicho de la fauna cuyana se atreviera a cruzar por el asfalto voraz. Entonces, atrapar ese flash viviente, con sus pelos, escamas o colmillos, te hacía ganar todas las jugadas. Es cierto que los juegos de niños estimulan la imaginación, aunque hay algunos que te definen para siempre.

En la película Animales fantásticos y dónde encontrarlos, de 2016, guionada por la famosa J. K. Rowling, el mago Newt Scamander porta una misteriosa maleta con una docena de criaturas tan irreales como asombrosas. Así, atraviesa la ciudad de Nueva York sin poder dominar del todo a estas extrañas bestias que quieren colarse en un mundo sin magia, el nuestro. Con este muestrario particular, el protagonista es capaz de abrir cualquier cerradura, repeler maleficios, provocar tormentas, desaparecer para huir del peligro y aparecer cuando sea conveniente. Es decir, una persona con un aspecto similar al de un primo lejano, puede sorprenderte de un momento a otro con artilugios reconocibles y verdaderos.

Juegos y magia, diversión y maravilla. Quiero pensar que, del mismo modo, quizás un poeta sea un mago arrepentido que se olvidó de sus poderes, o un niño tardío que no se resigna a dejar de jugar. María Negroni nos revela en el precioso Pequeño mundo ilustrado: «Los cajones donde el niño guarda sus tesoros son arsenales y zoológicos. Los del poeta serán reservas de imágenes y retazos de lenguaje…». Esta zoología de la mente, por tanto, se traduce con los años en delgados y potentes libros de poemas, armas no solo cargadas de futuro —como quería Celaya—, sino de tiempo, uno que merece perderse sin consecuencias. Así como no hay discursos políticos para niños (aunque traten de engañarnos con puerilidades), tampoco existen libros de poemas enteramente para adultos. Escondidos en zonas infames y oscuras de las librerías comerciales, apretados hasta la invisibilidad en nuestras bibliotecas entre pesadas enciclopedias y novelas de éxito, recibidos con cierto desaire por lectores incautos en una presentación; estos especímenes de papel, tinta y sueños nos salen al encuentro en el momento que más los necesitamos: cuando una puerta se traba, cuando una nube negra no se aparta de nosotros, cuando el peligro de crecer en un mundo demasiado serio es un maleficio insoportable. Cuando, finalmente, nos olvidamos que ser niños y leer libros de poemas no deja de ser otra cosa que la búsqueda de algo vivo que se nos atraviese en el camino.

 

MENCIONES

-Oteriño, Rafael Felipe. Continuidad de la poesía, Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2020.

-Negroni, María. Pequeño mundo ilustrado, Caja Negra, Buenos Aires, 2012.