jueves, 18 de noviembre de 2010

La plenitud, nuevo libro de Claudia Masin


por Hernán Schillagi

La poeta nacida en Resistencia (Chaco), Claudia Masin, acaba de publicar en octubre el esperado libro de poemas La plenitud. El poemario fue presentado en Buenos Aires  bajo el flamante sello Hilos editora. La autora  publicó, además, los libros de poesía Bizarría, Geología, la vista, El secreto (antología 1997-2007), Abrigo, y El verano (editado esta semana). Su libro la vista obtuvo el II Premio Casa de América de España en 2002 y fue editado por Visor.


 Algunos poemas de «La plenitud»

 


La helada


Quien fue dañado lleva consigo ese daño,
como si su tarea fuera propagarlo, hacerlo impactar
sobre aquel que se acerque demasiado. Somos
inocentes ante esto, como es inocente una helada
cuando devasta la cosecha: estaba en ella su frío,
su necesidad de caer, había esperado
-formándose lentamente en el cielo,
en el centro de un silencio que no podemos concebir-
su tiempo de brillar, de desplegarse. ¿Cómo soportarías
vivir con semejante peso sin ansiar la descarga,
aunque en ese rapto destroces la tierra,
las casas, las vidas que se sostienen, apacibles,
en el trabajo de mantener el mundo a salvo,
durante largas estaciones en las que el tiempo se divide
entre los meses de siembra y los de zafra? Pido por esa fuerza
que resiste la catástrofe y rehace lo que fue lastimado todas las veces
que sea necesario, y también por el daño que no puede evitarse,
porque lo que nos damos los unos a los otros,
aún el terror o la tristeza,
viene del mismo deseo: curar y ser curados.



*


El talismán


Los ojos de los que estamos continuamente al borde de la caída
o del tropiezo, no saben despegarse de la tierra. De qué sirve
una belleza material que no pueda tomarse entre las manos
como una piedra y ser llevada siempre encima del cuerpo
igual que esos objetos insignificantes
que un niño acarrea consigo donde vaya, y que lo hunden
en el terror o el desconcierto si se pierden.
No hay belleza para mí en las cosas
que no pueden volverse talismán contra las fuerzas
del desamparo o de la pena, y ninguna palabra podría hacer eso,
sólo la presencia física de lo que fue elegido por un amor oscuro,
cuyas leyes desconocemos, para preservar nuestra vida intacta
entre todos los peligros y accidentes que la acechan, a pesar
de que es ella, esa presencia amada, el peligro mayor,
porque no puede protegernos de su pérdida.


*

La estela


Que no debía ser tan complejo, me decías ¿Y por qué no?
¿Acaso no es complejo el sutil mecanismo
que pone en conexión al polen y la abeja, o las infinitas
transformaciones químicas que sufre un pequeñísimo
grano de arena hasta llegar a ser parte, ya irreconocible,
del cuerpo del diamante? Es complejo encontrarnos
y perdernos, los que andan por el fondo de la tierra
buscando el tesoro de una cueva inexplorada lo comprenden,
no es al heroísmo ni a la astucia sino al azar o al misterio
que se debe el descubrimiento: ese cruce fatal, inevitable
entre quien busca y lo buscado, ese momento de arrebato y mutua
entrega. ¿Por qué debería ser fácil dar con aquello que esperábamos
ya de niños en el jardín del fondo de la casa,
sin saber que se trataba de una espera esa curiosidad honda
y atenta a cada ruido de la siesta, a una rama
que se agrieta en el calor, al paso de sombra de un lagarto
en la humedad de las paredes? ¿Por qué hemos olvidado,
si lo que sí sabíamos entonces es que es difícil
cierta clase de belleza, dar con ella, estar despiertos
cuando cruza por delante de nosotros, no para atraparla,
sino para quedarnos a vivir en la estela que deja?

*

La plenitud


Hay una historia que quiero contarte: a veces,
en medio del bosque abrupto y solitario, crece un árbol
demasiado delicado y tímido para sobrevivir sin que las ramas
se tuerzan, decaigan, pierdan fuerza cada día,
como si no hubiera nacido preparado
para enfrentar la dificultad del suelo áspero y las plagas,
y su propia debilidad lo llevara a empequeñecerse
hasta casi desaparecer, tapado por una vegetación
que pareciera nutrirse de la audacia
que a él le falta. Pero una sola vez en toda su vida
-que no es larga- florece. Sucede en la estación de las lluvias,
y su flor es la más extraña que pueda concebirse,
no necesariamente bella ni cargada de polen.
Me dirás que ceder lo más valioso que se tiene
a una forma de vida que explota y se retrae en unas horas
no es un acto razonable, que es mejor la lenta construcción
de una fuerza que no pueda doblegarse y se sostenga
en lo que acumula año tras año. Sin embargo,
imagino que no debe existir nada más hermoso de ver
que ese momento de plenitud, cuando la materia que parece vencida
ofrece todo su poder de una vez a un mundo
que no lo necesita ni lo espera, para después retirarse,
como si el bosque fuera un cuerpo amado
e indiferente al que va liberando suavemente de su abrazo.
Yo quisiera ser así, capaz de soportar la plenitud
sin anhelar la abundancia. Que eso sea todo:
el puro deseo de dejar lo poco o mucho que se tiene
a quien se ama, aunque no le haga falta,
y vivir por un rato rodeada de las cosas que realmente le importan:
las tormentas, los animales feroces, la exuberancia del verano.