María Ángeles Pérez López. |
María Ángeles Pérez López nació en Valladolid, España, en 1967. Es poeta y profesora titular de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Salamanca, donde trabaja sobre poesía contemporánea en español. Antologías de su obra han sido publicadas en Caracas, Ciudad de México, Quito, Nueva York, Monterrey, Bogotá y Lima. También han sido publicados libros suyos de modo bilingüe en Italia, Portugal y Brasil. Es miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española, hija adoptiva de Fontiveros y miembro de la Academia de Juglares de Fontiveros, el pueblo natal de San Juan de la Cruz. Como académica, ha desarrollado numerosos estudios sobre la poesía de autores de Hispanoamérica. Ha publicado, entre otros, los poemarios: Tratado sobre la geografía del desastre (México: Universidad Autónoma Metropolitana, 1997), La sola materia (Alicante: Aguaclara, 1998), El ángel de la ira (plaquette, Zamora: Lucerna, 1999), Carnalidad del frío (Sevilla: Algaida, 2000), La ausente (Cáceres, Diputación/El Brocense, 2004), Pasión vertical (plaquette, Barcelona: Cafè Central, 2007), Atavío y puñal (Zaragoza: Olifante, 2012), Fiebre y compasión de los metales (Madrid y México: Vaso Roto, 2016), Diecisiete alfiles (Madrid: Abada, 2019), Interferencias (Madrid: La Bella Varsovia, 2019), Mapas de la imaginación del pájaro (Colección Ejemplar Único, 2019), Incendio mineral (Madrid y México: Vaso Roto, 2021), Comarca mínima (Madrid: Cartonera del Escorpión Azul, 2022).
I
tanta flor de espuma
y trinos amarillos para el tiempo
o frutas sugerentes
me izaré sobre tu miedo desplegado
con alas pequeñas de mosca imprescindible
porque llevo comiendo
miles de panes y peces
desde antes
y me lloran los cestos si tú dejas
las redes destrenzadas en mi ombligo
(de Tratado sobre la geografía del desastre ,1997)
VIII
Para las hojas de papel sobre la mesa
no queda más camino que el final
del polvo, de la ruina.
Ellas lo saben, también yo soy consciente
del paso de la tinta
por los complicados vericuetos de la historia
—así, minúscula, humillada—,
por los márgenes de piel con que se encuentra,
por el espacio angosto del camión, de la fábrica
hasta desembocar en el vacío sonoro,
en el blanco impertérrito
del comienzo del mundo, y su poder.
Pero mientras que andan por la casa,
las hojas de papel recorren los lugares
determinados de antemano para su uso:
el cubil oscuro y redomado de la memoria,
el revistero abotargado de sí mismo
o la costumbre de nombrar lo que está lejos.
Antes de recoger con método, con orden
las cartas, los diarios, las revistas,
los folletos de la salud o la abundancia,
los recibos preñados de otros tantos,
los trozos de papel, garabatos queridos,
siempre temo que queden sus palabras flotando
en el aire impreciso de finales de octubre,
por si fuesen como árboles caducos,
desprendidos
y atroces
en la generosa entrega de su carnalidad.
(de La sola materia, 1998)
III
Hay días en que la luz querría borrar
el signo de la sangre cotidiana
un viernes cualquiera de ceniza
en que un barrendero recoge una paloma
que está muerta en la calle,
caída sobre sí.
No le tiembla la mano
al empujar el cuerpo y su perfume
con preciso
inquebrantable movimiento de muñeca,
y yo miro temblando el gesto elemental
de arrastrar, de alejar lo carnal si no lo es,
si perdió la preciosa trabazón con el pálpito,
su atadura solemne con la vida.
Mientras cae a su muerte yo miro esa paloma
alejada de sí, oscurecida
por el tiempo en que deja el hueco de la especie,
aterida en el suelo de cemento,
su corazón profundo, tan tempestuosa-
mente animal como el mío, tan innoble.
El día trae la marca de su herida.
(de El ángel de la ira, 1999)
I
Cuando estoy ante la hoja de papel
y pienso que la tinta la fecunda,
la ensucia felizmente con su esperma
oscuro y rumoroso como el agua,
me siento tan inútil e incapaz
mirando la fiereza del amor
de otros versos escritos desde antes
que apenas malamente si me sirven;
tan solo es que conozco la teoría
de una parte del libro que alimento
pero a partir de ahí el camino está
sin marcas ni cercado ni balido,
la soledad es mía y solo mía,
las letras más oscuras las escribo
con el aire que expulsan mis pulmones
y es mía la silbante desazón
con que pronuncio sitios y personas
si ya crecí y no puedo sostenerme
y estoy mirando sola el alfabeto
para ver cómo horada sobre el aire,
sobre el cuerpo del tiempo en el que soy,
estelas o señales demoradas.
Por eso mi mirada no es ingenua
o solo en ese resto de primaria
y soleada picazón de la alegría,
porque gané y me hice poseedora
de la zona de sombra incuestionable
con que las cosas miran a la muerte.
También de la torpeza con que miran
el sol y su calor en primavera
si llegan los manzanos a traerme
el corcho del sabor ya restallado
como un licor ardiendo en el empeño
inútil e insensato de construir,
de armar un edificio de cristal
para atrapar la sombra de ceniza,
rescoldo que dejamos en el aire.
A Juan Luis Calharro
(de Carnalidad del frío, 2000)
VII
El tiempo es una forma de la boca
si descubro aterida que apaciento
un oscuro baúl impredecible
que arrastro de este lado para el otro.
Porque apenas recuerdo su llegada,
la fecha insoportable en la que es mío,
su llave y su candado como espuelas
del corazón y de su espuma roja.
Del baúl salen cosas imposibles
y se golpea la rosa de los vientos.
También salen las cosas personales,
la miga levantándose en el horno
del parentesco vivo y necesario,
alimenticias formas de ternura
o de espanto feroz en el desastre
porque el odio alimenta cada día
igual que la ternura, y envenena
el pan con que la boca se sostiene.
No hay forma de olvidar ese baúl,
de dejarlo tirado en una esquina
ni de perder tampoco ese candado
ni la llave maldita que lo abre,
lo hace un inmenso fardo que nos urge
doblemente como un cadáver sucio
y que es nuestro pasado, nuestro tiempo
en su belleza extraña y condenada.
(de La ausente, 2004)
La mujer es un pájaro que arrasa
las tardes encendidas por el sol
mientras pinta en su cuerpo la memoria
como una flor de piedra para el aire.
En cada poro exacto, imperceptible
quedan fijados libros y retratos,
el altísimo arco de su entrada
sostiene contra el tiempo y su malogro
las piernas de la atlante que sujeta
las horas y los días, los trabajos
como almirez que canta su trajín.
No hay mayor fijación, mayor anclaje
en la lenta caída hacia la muerte
de los muros, los auges, los vencejos
y a la vez, con su piercing en la lengua,
con su lengua dorada de metal,
la mujer mueve el mundo y lo trastorna,
lo arrastra y conmociona contra sí,
arrasa como un pájaro las tardes
e inventa superficies cariñosas
con plumas y atavíos muy diversos,
con brújula y castigo del lugar
en que duermen los hombres y las dioses
cuya falda es de jade y de distancia.
(de Pasión vertical, 2007)
Pies
La mujer pinta sus pies de verde y se sube a ellos.
De los talones nace el odio del asfalto,
su ennegrecida capa de petróleo
embetunando pájaros y niños,
forma de aminoácido esencial
que desgasta las alas, la llovizna,
las caracolas blancas peleando
contra el rencor viscoso de la brea.
Con una brocha grande, la mujer
pinta el verdor oscuro de las aguas
en las que se deslizan los arenques
y sus anillos de aire livianísimo,
también los hipocampos, las ballenas,
los moluscos marinos que retozan
en praderas de posidonias vivas
y se aparean en nombre del amor.
Igualmente la hierba de los montes
el musgo cariñoso y los helechos
comienzan en los dedos desiguales
de los pies y remontan las rodillas
como salmones tibios desovando
a la altura feliz de las caderas.
Para el negro sudario del benceno
que atrapa las gaviotas y las lanza
contra la arena triste, enrarecida
del tiempo y el esfuerzo alquitranados,
la mujer se encarama en sus dos pies
y suelta el corazón como una tórtola.
(de Atavío y puñal, 2012)
El bisturí
El bisturí inocula su dolor.
En el corte limpísimo florece
el polen que envenenan las avispas,
su aguijón turbulento y ofensivo.
La mesa del quirófano está lejos
de la luz y la tierra del jardín,
su amor desesperado por la vida
y el material mohoso del origen,
lejos de la pasión de los hierbajos
y la piedra porosa en la que sangra
la desgastada edad de las vocales
que escribieron verdad y compañía.
En la asepsia que exige el hospital,
el bisturí recorta el corazón
de la página blanca del poema,
la sábana que tapa el cuerpo enfermo.
No queda ni memoria ni alarido,
tan sólo un hueco rojo en el lenguaje.
En la mano que empuña la salud
hay sin embargo un corte diminuto,
una línea de sangre y su alfabeto.
con Álvaro Mutis
también con Gambarotta
(de Fiebre y compasión de los metales, 2016)
El musgo
abre
su mano
en la retícula
afilada
de lo real.
Nudo verde,
diéresis
que el agua
disemina:
espora de lenguaje
hacia lo vivo.
No urge
ningún modo
de sintaxis
o
tallo
para crecer
sobre esta línea
vertical.
Turba tan obstinada:
ligadura.
(de Mapas de la imaginación del pájaro, 2019)
Haikus del amanecer
Umbral primero
donde el día es la noche
y la noche, el cuerpo.
(de Diecisiete alfiles, 2019)
2
Desciendo hasta tu cuerpo y me oscurezco. Me pierdo en tu penumbra, en la apretada
maraña de tu boca.
Han desaparecido las huellas de enfermeras y de antílopes, de pasajeros sombríos en
el atardecer del metro. Los flamboyanes son promesas rojizas que nada quieren saber de la
ciudad. Gotea, sobre los túneles también sombríos, la perlada e infame desmesura del sudor.
La grasa de los motores recalienta la tarde hasta asfixiarla.
Entonces, agotado ya el día, entro en ti como en una cueva fresca y sibilante. Atrás
quedan las horas insulsas, los platos de comida precocinada que se adhieren al plástico, los
teléfonos que suenan sin que nadie conteste. Atrás queda, al fin, la expoliación carnal de las
mañanas, fibra en la que los músculos se tensan hasta abrirse en puntitos de sangre que no
se ha dejado domesticar por completo.
Cuando entro en ti, todo se borra: palabras que aprieto contra el paladar hasta
volverlas de agua; archivos de memoria que no encuentro; proteína que pierde su estructura
en la embriaguez extrema del calor.
Cuando entro en ti, la noche me posee.
El cuerpo pertenece a su placer.
(de Incendio mineral, 2021)
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