El paisaje de la poesía argentina del siglo XX es ancho, variado, convulso a veces. Un paneo por ese paisaje nos muestra desde el preciosismo modernista del Lunario sentimental de Lugones hasta la poesía «chatarrera» de los 90 (Santiago Sylvester dixit), pasando por la «renovación clásica» de Borges, el tamizado surrealismo de un Enrique Molina y una Olga Orozco, el desborde verbal de Ramponi, el personal racionalismo de Roberto Juarroz, la búsqueda postvallejiana de Juan Gelman o el expresionismo onírico de Alejandra Pizarnik.
Pero en medio de todo ese paisaje aparece, con especial fulgor, la poesía de Joaquín O. Giannuzzi (1924-2004). Un fulgor particular, emitido por el velador de una habitación vacía en una noche de verano. Giannuzzi, de cuyo natalicio se celebró este 29 de julio el primer siglo, es acaso uno de los más influyentes y venerados poetas contemporáneos y, sin embargo, no siempre su poesía se muestra con el carácter de ineludible que ha de tener. A veces esto sucede por algún malentendido, otras por el propio tono mesurado de sus versos. Pero basta con asomarse de lleno a la profundidad de sus textos para descubrir que era él todo lo contrario a lo que decía de sí: Giannuzzi no era ni un «poeta estándar» ni un poeta «menor de toda antología». Era un poeta excepcional que dejó algunas de las obras más fascinantes de la poesía argentina de las últimas décadas.
La más reciente oportunidad para conocer la poesía de este autor la proporciona la Poesía completa (1958-2008), que publicó el Fondo de Cultura Económica, con prólogo de Fabián Casas, e incluye todos los libros publicados en vida más algunos póstumos y poemas sueltos.
Giannuzzi, hijo de un inmigrante italiano que se dedicó a la marmolería, pudo haber cumplido el deseo de su padre y ser ingeniero. Pero lo cautivó el trabajo con las palabras al descubrir, muy joven, la poesía. Dado que vivir de los versos que trazaba no era rentable, se dedicó al periodismo. Se jubiló de esa profesión, después de escribir para los diarios Crítica, Crónica y la revista Qué.
En las horas libres de ese trabajo, Giannuzzi fue publicando sus libros: desde el primero, Nuestros días mortales (1958) hasta el último, ¿Hay alguien ahí? (2003). En el medio, se cuentan algunas obras maestras, especialmente la tríada que conforman Señales de una causa personal (1977), Principios de incertidumbre (1980) y Violín obligado (1984).
La experiencia como periodista forjó de algún modo, según reconoció Giannuzzi, el tono de su poesía. «Mucha gente subestima la labor periodística considerándola dañina para la labor literaria. Yo creo que, en mi caso, el periodismo me ha dado mayor fluidez», le confesó alguna vez al también poeta y periodista Jorge Fondebrider.
El propio Fondebrider caracterizó algunos de los rasgos de la poesía giannuzziana: «Partiendo de una obsesiva antinomia que opone el mundo de los hombres a cierta idea de mundo natural –algo así como la naturaleza traicionada por lo humano–, Joaquín O. Giannuzzi ha intentado una poesía "objetivista" que trata de restituir un orden perdido».
Acertadamente, Fondebrider (en el prólogo de una antología del poeta publicada por el Centro Editor de América Latina) ha apuntado también cuatro «temas recurrentes» en la obra de Giannuzzi que, «puede afirmarse, bordean la obsesión». Estos temas son la oposición naturaleza/hombre, el arte, la historia dibujándose en el presente y los objetos inanimados.
Una manzana sobre la mesa, un disparo en medio de la noche, el sonido de un laúd o la dalia que agoniza en el jardín pueden conformar el instrumental poético de un autor que, con eso, llega a altísimas reflexiones en las que lo poético se enlaza con lo filosófico: «Este cerrado dolor de cabeza / causado por la presión del mundo visible / reclama un significado» nos dice en Teólogo en la ventana. Para preguntarse y responder, luego, como desde el punto de vista de ese teólogo: «¿Cuál es la relación de esta escena con el otro orden? / La divinidad está aquí por delegación sombría».
Mencionábamos cierto malentendido para con su poesía. En el ensayo Sobre Giannuzzi, Sergio Chejfec dio claves del mismo: «(...) Su constante empeño en descubrir el significado profundo de lo evidente tenía como necesaria contrapartida una cierta igualación del mundo, un regodeo en lo patente». El carácter de «objetivista» que se adosó a la poesía de Giannuzzi («poesía es lo que se está viendo», había escrito en su Poética) provocó en algunos epígonos una excursión a lo deslavado, tosco y prosaico. A una exacerbación de la enumeración y la mención, como si con ese pobre ejercicio pudiera, tan fácil, escribirse un poema.
Pero en Giannuzzi había otra cosa. No era objetivista, creemos, sino, a lo sumo, un objetivista lírico, sintagma que no quiere ser un oxímoron sino la expresión de la síntesis magistral que logró «J. O. G.» (tal como se mencionaba en sus propios poemas). En una entrevista había dicho, justamente: «Yo intento hacer descripciones objetivas, pero muy pocas veces lo consigo. Aun sin quererlo estoy siempre ahí».
La poesía de Giannuzzi («uno de los grandes de la poesía contemporánea», según Leónidas Lamborghini) buscó y consiguió, al fin, ser eso que dice uno de sus versos: «seguir perfeccionando / las terrestres formas venideras».
Cinco poemas de Joaquín O. Giannuzzi
Fábula
Abrumado por el tabaco y la cultura
y convertido en un engaño por su propia clase
estaba esperando la revolución
por la desnuda, terrible acción de los otros en la calle.
Pero detrás de los cristales
a cubierto del viento social donde toda culpa
entra en crisis con sus razones podridas,
resolvió que el cambio acontecía en las pequeñas mutaciones
permanentes del cielo y el polvo,
en el giro de la cuchara en la taza de té,
en las decepciones periódicas del hígado,
en la muerte de papá y de las moscas.
Inventó un poema con todo eso
y el resultado es una estafa a la vieja forma,
una lejanía cada vez más vergonzante
de un nuevo lenguaje que puede estallar en cualquier momento.
(de Las condiciones de la época, 1967)
Poniéndome la corbata
Cuando J. O. G. se pone la corbata
su mueca ante el espejo no interpreta el mundo.
Más bien es una distorsión desesperada
de un rostro que está allí sin saber cómo.
Ojos espantados que preguntan cuándo acabará todo.
Piedad para todos aquellos que como J. O. G.
aprietan el nudo de la corbata cada mañana
y nunca terminan por ahorcarse.
Sentimentales y astutos como moribundos
que olfatean el límite y retroceden a tiempo.
(de Señales de una causa personal, 1977)
Cuando el mundo es puesto en duda
Entre verso y verso se instala una pausa
donde el mundo es puesto en duda: entonces
pongo mi amarga cabeza a circular por el jardín.
Busco un rumor terrenal
a un costado de la escritura consciente.
Palpo un higo maduro, una dalia inclinada
por el peso del agua
hacia este oscuro planeta. No residen aquí,
en estos suaves, acuerdos, las negaciones
de la existencia, su sonido negro. Al pie del muro
un susurro de violetas, la humedad feliz
de la vida individual. Del otro lado
los días de la muchedumbre que alza los puños
poseída por un conocimiento decisivo. Estas cosas
han optado por sí mismas. Toman la tierra
por asalto, la fecundan con un sentido
que me estoy debiendo. Ahora suena un disparo:
¿debo elegir? ¿Mentir en la oscuridad de mi
habitación?
¿Cómo ser exacto? La época apresura su pánico
dentro de mi cabeza, allí
donde un aullido oscila oscuramente
de un extremo a otro de lo desconocido.
(de Violín obligado, 1984)
Invitación a la dalia
Querida mía: te propongo
una visión oblicua con relación al universo.
Que tu egoísmo y el mío sean uno
y hagan el amor sin necesitar
que restauren el mundo para nosotros.
¿Es demasiado soberbio
dar la espalda a la calle
donde rugen los automóviles terroristas
y la policía rebosa de actualidad?
Tanto mejor volvernos
con huesos desconocidos. Clausurados,
macho y hembra en época de crisis,
hacia el fondo de la casa
donde hay un jardín creciendo
fuera de la historia,
capaz de barrer la sombra contaminada
entre el deseo y la carne.
He descubierto allí
una planta de dalias con el tallo surcado
por una vena roja
que asciende hasta engendrar
estallidos fríos y violáceos en lo alto.
Que tengamos comunión y bodas
con esa certidumbre vegetal.
(de ¿Hay alguien ahí?, 2003)
La paz del torturador
El torturador está cenando
con su sagrada familia.
Todo parece andar bien en este pequeño mundo.
Él está satisfecho con su trabajo
tan gratificante
que con 220 voltios es capaz de hacer maravillas
como arrancar de raíz
el más recóndito secreto de Dios.
La esposa no tiene por qué saber nada
acerca de estos asuntos
que por otra parte no le servirían
para hacer una buena sopa.
Sus dos hijitos admiran a papá
por su generosa manera
de llenar el mundo a su alrededor.
Cuando llega de la calle
el perro mueve felizmente la cola
y a los dos les da lo mismo
cualquier sistema social.
(de Un arte callado, 2008)