domingo, 10 de noviembre de 2019

A los saltos por la lengua


La lengua del ahorcado, de Rubén Valle. Ediciones Culturales de Mendoza, 2019, 84 págs.





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El nombre de Rubén Valle (San Martín, 1966), no solo comenzó a circular por Mendoza hacia finales de los ‘80 con el grupo «Las Malas Lenguas», a través de recitales que proponían renovar la palabra poética de la comarca; sino que, además, desde 1993, dirigió por años el suplemento joven más rabioso, rockero y literario de este lado del país: Zapping. Tal vez allí, desde las secciones y columnas de carácter proteico, hacía honor al zapeo de temas, de ambientes, de tonos, de autores. Un cambio frenético de programación, un saltar de canales con tanta felicidad como con rasguños vitales. Entonces, ¿puede decirse que Rubén Valle viene escribiendo desde esa época su flamante y octavo libro de poemas La lengua del ahorcado


Suplemento Zapping, Diario Uno, 1995


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Al abrir la obra, editada por Ediciones Culturales de Mendoza en la prometedora Colección Cactus, la miscelánea se impone en cinco secciones tituladas, con epígrafes de narradores, poetas y cineastas como una muestra incipiente, pero feroz, de esta cacería de la mirada. No hay inocencia en la elección de los versos de Jorge Leonidas Escudero con que echa a rodar su maquinaria verbal: «¿Cómo hago para dar el salto? / ¿Pero de qué salto estoy hablando? / No sé, simplemente un salto, / salir de esto de siempre / donde no hallo y sigo buscando…». Sin forzar la interpretación, ¿no es una hermosa –y revulsiva- manera de definir el zapping? Porque el que toma el control y lee (o escribe) poemas, no cambia únicamente por aburrimiento, salta también por inquietud, por un interés hacia todo con una ansiedad festiva; aquí Valle no puede esperar desde el primer poema y se agita para expresarlo: «Escribo en la lengua / del ahorcado / No sobre sino desde / En su idioma digo / Es decir como si me faltara / el aire // Mejor dicho: escribo para respirar».


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Así, aparecen juegos de palabras en los títulos y en los poemas («Plan Ves», «Últimos auxilios», por caso), hay alteraciones en el fraseo con un tabulado que va más allá de la puntación canónica, como también los espacios en blanco entre los versos, para así crear una sintaxis personal. Si bien recuerda a Museo flúo, su primer libro de 1996, las más de dos décadas transcurridas de refinamiento en el corte de los versos, la búsqueda de una música precisa se presentan en La lengua del ahorcado hasta con un significado caligramático, como en el poema llamado «A4», justamente, en clara referencia al tamaño del campo de acción de la escritura donde a veces «sobra el mundo», y también falta.



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Borges en El Aleph proponía, como es sabido, una percepción simultánea del mundo y del tiempo en un pequeño objeto. Del mismo modo, la cabeza ecléctica de Rubén Valle organiza las partes en busca de un ambiente íntimo en cada una de ellas, así el libro se convierte en una navegación similar a la del buscador de Google, con ventanas abiertas y jamás cerradas: variedad, información, sorpresas, afinidades electivas donde se dan cita sincrónicamente Bolaño, Waits, Berger, Chejov, Cioran y Szymborska. La cultura pop se entrecruza con la alta literatura para hablar siempre de una obsesión, el lenguaje: el ser políglota, la Torre de Babel, el esperanto, la Biblioteca de Alejandría. Así, camina ileso por las contradicciones y escribe en oxímoron: «Me traduzco a mí mismo / Mi idioma no se habla más que en mi lengua / Mi lengua puede decir fuego y otros leer agua…». Por lo tanto, ¿todos los poemas son el mismo? El poema, quizá, como un punto que contiene todos los puntos del universo como quería el autor de Ficciones.

Algunos libros de Rubén Valle


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Una vez desplegadas las ventanas, entonces, comenzamos a ver: una primera parte donde la figura del poeta aparece casi como un personaje que reflexiona acerca del oficio, como también de la escritura en sí: «La poesía es un mueble viejo / En él será astilla tu palabra / Poema su incesante oronegro», para hacer comparecer en la página siguiente a un «Cazador dixit»: «El bosque es un idioma talado por la lengua / La lengua otro bosque y el silencio un verdugo serial…». La voz del yo lírico inhala y exhala a través de la tinta, donde el final del poema puede ser también el fin de la vida, y el epitafio, un último gesto poético. Toda la segunda sección de La lengua… está atravesada por la idea de la muerte donde, si bien el espectáculo ha terminado, aún queda algo más para decir: «Mañana alguien leerá / No hay nadie aquí // Y será cierto». En la tercera parte los textos abordan la soledad con un interlocutor femenino a la expectativa: «Ella me ve como un reloj pero / hay una pieza -dice- que no es mía…», para sorprender en el cuarto apartado con una vuelta de tuerca sobre la literatura y los escritores donde surgen Comala, Borges, Bioy, las piernas de Sor Juana, con el deseo como un motor inagotable. Al arribar a la última parte, las palabras que promete Luis Benítez en la contratapa hace rato que nos vienen sonando, ya que el poeta habla de una «imaginería contundente». Contundencia, sí, para elaborar en modo orfebre enumeraciones tan caóticas como reveladoras, una profusión de imágenes sensoriales, sinestesias inesperadas, hipérboles bien calculadas, antítesis que estallan en las manos; todo como un resumen apretado (¿o aleph, o zapping?) del resto del libro: «La isla que me llevaría a un libro / Mi aleph en la cabeza del alfiler / El luminoso útero de mis poemas…».


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Tarea para el lector curioso: hacer un relevamiento de los índices de cada uno de los ocho libros de poemas del autor, desde el inicial Museo flúo hasta La lengua del ahorcado de 2019, pasando por Los peligros del agua bendita, el premiado Placebos, o el ya maduro Tupé; entre otros. Las partes, los títulos, los textos irán surgiendo como flashes, destellos cambiantes de una variedad inusitada, para demostrarnos que tras esas múltiples capas sonoras, la voz de Rubén Valle se sostiene categórica e inconfundible; como el que se sujeta a la brújula de un control remoto en medio de la noche y quiere ver más, siempre más.

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                                                  Tres poemas de La lengua del ahorcado,

                                                                        de Rubén Valle


Nombrar


Me traduzco a mí mismo
Mi idioma no se habla más que en mi lengua
Mi lengua puede decir fuego y otros leer agua
Mi voz viene de lo indecible
pero dice se siente
piedra en el techo bala en el hueso
Balbucea un mundo escrito desde el oído
Ínfima música que se pronuncia con las manos
Me traduzco para besar lo que no tiene boca
Sangrar lo que no se abre abrir lo que se termina

Nombrar la belleza hasta asirla.


*

A4


En este espacio
cabe       sobra
  el mundo
su astrolabio de tierra
  a la vista
Puede escribirse de corrido
el universo tiene secretos ocultos en la cabeza de un fósforo
O leerse nunca la belleza será nuestra
y aún queda blanco suficiente tinta a punto
para la melopea de las ballenas
o la pesadilla de las bellas
                        durmientes
En este espacio
cabe       sobra
    el mundo

Faltamos nosotros.


*

Legado


Las cosas no tienen vocación
de servicio. Gratis se dejan llevar
como arañas de anticuario al mar de novedades.
Nada dan nada piden. La antítesis del amor.
Las cosas todo lo saben, todo lo ignoran.
Se guardan, se tiran. Aman o rechazan.
Carecen de idioma pero hablan en lengua muerta.
Son de ayer tanto como de hoy y mañana.
Crujen o anidan en el silencio más sombrío.
No tienen sentido de pertenencia e igual nos pertenecen
como una corbata un lápiz negro o el reloj del abuelo.
Tienen un alma insondable para cualquier purgatorio.
Ratifican el dogma: existen como la música y los unicornios.

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