viernes, 25 de noviembre de 2016

La barca no es afuera

Poesía reunida 1989-2014, de Sonia Rabinovich.
Sin pie editorial, 2016.

Este texto forma parte de la Poesía reunida 1989-2014, de Sonia Rabinovich, editada en 2016, y sirve de prólogo a La barca de las especias, uno de los libros que integran esa compilación.



Hay viajes que son «asuntos marciales», «empresas colosales». Y hay también otros, menos épicos, menos aventureros. En estos últimos ya no hay héroes ni largas travesías. Hay, en cambio, batallas interiores, dudas, naufragios personales a bordo de una nave que es, en suma, el propio cuerpo. La poesía ha cantado a todos esos viajes. A los viajes que fueron heroicos (baste con pensar en La Ilíada, La Odisea, La Eneida) y también a las expediciones a la tierra de la intimidad, de la transformación personal y, muchas veces, al fracaso (pensemos en Viaje de invierno, de Wilhelm Müller, que Schubert transformó en un ciclo de canciones).

Por las aguas de estos viajes interiores navega La barca de las especias, un libro en el que la poeta Sonia Rabinovich se sumerge por aquellos parajes que corresponden a un pasado perdido del que quedan humildes trazas –olores, sabores, «chicotazos de agua»–, por las que surcará no para recuperar lo que ya no tiene, sino para repasarlo con las modestas argucias de la palabra, herramientas imperfectas pero que traen ese pasado al territorio de lo presente y lo posible.

La barca de las especias está construido por una sucesión de poemas casi siempre breves, sin un título que los individualice, ya que cada uno formará parte del recorrido, aun cuando esa parte pueda ser igual a las estancias de un camino, a los golpes de timón del navegar. En esos poemas, en esas estancias del viaje, la voz es una y reconocible («recuerdo haber subido, / haber sido guiada»), pero a veces acude a un plural que involucra al lector («acaso no supimos / tomar la sal indestructible / de las cenizas del eneldo») en ese reconocimiento que el libro se propone como destino. Tal reconocimiento es el del devenir, que se presenta «en el variado sabor de las especias como una metáfora del tiempo en la vida de una persona», como dice Rafael Felipe Oteriño en las palabras de presentación de la edición original (Argos, 2011).


Rabinovich elige para ese viaje un sabio contraste, que surge de la combinación de imágenes sensoriales –que parecen darnos en la cara como el aire nos baña sobre la cubierta de un barco– y de reflexiones penetrantes, iguales a una sonda enviada a lo profundo para saber qué mundo se mueve bajo la superficie. El viaje será así un viaje construido con la tensión de esos contrastes entre lo pretérito y lo presente, lo que se fue y lo que permanece, el adentro y el afuera, lo sensorial y lo intelectual.

Esta última oposición, acaso la más honda, será la marca principal del viaje a bordo de La barca de las especias. Porque los sentidos serán los que nos traigan ramalazos de agua contra la barca, perfumes que remontan a la infancia, sabores intensos. Y la poesía misma será la que ponga en palabras esos sabores y esos olores que dispararán la maquinaria del pensamiento.

Por eso no es extraño entender a estos poemas como integrantes de un libro sensual, pero no sólo por el «regodeo en el placer de los sentidos», sino porque esos sentidos despiertan el reconocimiento de que todo placer se instala, indefectiblemente, en un pasado, a la espera de una evocación que llegará, más tarde que pronto, convertida en un símbolo de lo que se perdió.

En La barca de las especias, Sonia Rabinovich esparce por su escritura –o hace que se esparza en la lectura– un copioso caudal de imágenes ligadas a cierto tiempo pródigo que sin dudas no es el mismo que el presente en el que se escribe. Pero, como decíamos, que el tiempo sea pretérito, lejano y hasta irrecuperable, no impide que haya dejado huellas. De hecho, los ecos resuenan aún y es el evocarlos, el convocarlos, el traerlos, una tarea posible a través de la escritura, que revela cuánto de ese pasado, aun en ruinas, soporta lo que hoy pervive: «esa pequeña mano sigue el trazo / hasta el borde de la tapia. / Hasta hoy» [p. 15]. O bien: «en la galería del tiempo / envueltos en la sábana almidonada / que sigo tironeando / a los cincuenta» [p. 17].

Lo que ha hecho el tiempo con el goce de los sentidos, al parecer, es intelectualizarlos. Antes había una percepción (como tal, de algo presente), y ahora sólo hay evocación (sólo de lo que fue). En principio, eso es un pesar. Aquello que era antes «todo y tanto, / el gusto el tacto y el olfato» equivalente a un «paraíso en los labios» es hoy «sacralidad olvidada» [p. 19]. Quien habla desde La barca de las especias se duele por la transmutación del tiempo [p. 9] que se llevó aquello que estimulaba los sentidos y le dejó esto que atiza hoy los pensamientos. Pero, luego, quien eleva ese canto también sabe que no hay remedio para esa «traición de la memoria» que obliga a aceptar la ausencia. Lo sabe porque todo intento de hacer presente lo perdido cae en una imperfecta re-presentación, una pobre emulación de lo que fue, en una mera traducción a un idioma extraño al «tiempo de la diosa» original [p. 9]. Esa traducción es más extraña porque, como en un círculo que al dibujarse va borrando el trazo precedente, recae en lo que parece ser «el mismo idioma». Sabe que no lo es, al fin, y eso «cansa tanto / que termina en silencio».

Pero vale decir que, a pesar de todo (el dolor por lo perdido, el llanto por no poder regresarlo más que con un simulacro intelectual contrario al goce sensual), a pesar de cada cosa, el  libro parte –como zarpan las barcas– desde el puerto de la conciencia de tal representación. Si el simulacro es lo único posible, habrá que ponerlo a andar, escribir verso por verso su botadura. No resultará fácil, como no lo es nada que intente hacerse entre los espasmos de un lamento. Pero dado que «hay días en que todo tiembla adentro», dado que «la vida se puebla de nombres inexistentes», dado que tras lavarse de «volcanes apagados» sólo pueden recuperarse murmullos «en otro lado» [p. 39], entonces la barca tendrá que navegar a como dé lugar: es decir, el libro tendrá que escribirse.

El viaje poético no es, entonces, tanto una decisión como una tentativa (se dirá: un manotazo de ahogado) con las únicas herramientas que una poeta puede blandir, las palabras: «No conocía otra manera de mirarme / y dar la vuelta / para mirar el mundo / que trepar hasta la última rama del poema / y balancearme allí / desde el vértigo y la intemperie» [p. 41].

Está claro: el viaje será poético, y la barca cargada de especias (que conservan y mantienen los olores y sabores crudos del pasado) deberá flotar en un mar de palabras. Pero la poeta no se abandona a la deriva. A ese mar que es el lenguaje, el poema posible, lo conoce. Y en él puede marcar, antes de partir, los cuatro puntos cardinales. En La barca de las especias estos aparecen dibujados, como un mapa junto al timón, en cuatro poemas que funcionan como ejes alrededor de los cuales gira el resto. Estos cuatro poemas cuyo relieve se expresa con el uso de las cursivas son el reconocimiento de los límites del viaje. Así, en el primero de estos poemas cardinales (¿el norte, quizás?) aparece el conocimiento inexorable del devenir: «hoy supieron del tiempo / como sabe la arena / del cristal asfixiante que la mide» [p. 9]. Luego, en el segundo, está la toma de dimensión de lo que no se logrará, el saberse ya lejos del punto idealizado de lo perdido: «alguien la obliga a correrse de su fuego» [p. 23]. El tercer poema cardinal traerá el aprendizaje o, más bien, la certeza de lo que se tiene y lo que se perdió, después del llanto. Es el momento de la autoconciencia, que perdurará, pero que antes habrá llegado como el final de un silogismo, pero con el fulgor de una revelación personal: «la barca no es afuera» [p. 35]. El último punto por tocar, al fin, ese al que se llega en un crepúsculo, el que acaso sea el sur de todo viaje, es el de la estoica aceptación no ya de lo que se sabe, sino de lo que se es. Punto este en que la resignación torna también en consuelo: «la barca cruje sus maderos / y el polvo del árbol de sándalo / alivia el dolor de los recuerdos» [p. 53].

Travesía del reconocimiento, aventura de lo íntimo, repaso por lo vivido, el viaje de Sonia Rabinovich en La barca de las especies es viaje emocional y dialéctico a la vez. Con el solo poder de su lírica, combinan sensaciones y perplejidad filosófica. Nos trae el perfume «del pan recién horneado», la imagen indeleble de «la tierra cuarteada», el sabor del «té de rosas», pero también algunas certezas que se parecen tanto a las dudas. Entre ellas, que los recuerdos serán siempre un golpe, que hay «límites que se rompen por la noche» o que el «amor, es amor al arte de inventarlo». Y que en este viaje en el mar del tiempo vamos en una barca. Pero la barca no es afuera.



Nota: los números entre corchetes remiten a la edición original de La barca de las especias.

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