Poesía reunida 1989-2014, de Sonia Rabinovich. Sin pie editorial, 2016. |
Este texto forma parte de la Poesía reunida 1989-2014, de Sonia Rabinovich, editada en 2016, y sirve de prólogo a La barca de las especias, uno de los libros que integran esa compilación.
Hay viajes que son
«asuntos marciales», «empresas colosales». Y hay también otros, menos épicos,
menos aventureros. En estos últimos ya no hay héroes ni largas travesías. Hay,
en cambio, batallas interiores, dudas, naufragios personales a bordo de una nave
que es, en suma, el propio cuerpo. La poesía ha cantado a todos esos viajes. A
los viajes que fueron heroicos (baste con pensar en La Ilíada, La Odisea, La Eneida) y también a las expediciones a la
tierra de la intimidad, de la transformación personal y, muchas veces, al
fracaso (pensemos en Viaje de invierno, de
Wilhelm Müller, que Schubert transformó en un ciclo de canciones).
Por las aguas de
estos viajes interiores navega La barca
de las especias, un libro en el que la poeta Sonia Rabinovich se sumerge
por aquellos parajes que corresponden a un pasado perdido del que quedan
humildes trazas –olores, sabores, «chicotazos de agua»–, por las que surcará no
para recuperar lo que ya no tiene, sino para repasarlo con las modestas
argucias de la palabra, herramientas imperfectas pero que traen ese pasado al
territorio de lo presente y lo posible.
La barca de las especias está construido por una sucesión de
poemas casi siempre breves, sin un título que los individualice, ya que cada
uno formará parte del recorrido, aun cuando esa parte pueda ser igual a las
estancias de un camino, a los golpes de timón del navegar. En esos poemas, en
esas estancias del viaje, la voz es una y reconocible («recuerdo haber subido,
/ haber sido guiada»), pero a veces acude a un plural que involucra al lector («acaso
no supimos / tomar la sal indestructible / de las cenizas del eneldo») en ese
reconocimiento que el libro se propone como destino. Tal reconocimiento es el
del devenir, que se presenta «en el
variado sabor de las especias como una metáfora del tiempo en la vida de una
persona», como dice Rafael Felipe Oteriño en las palabras de presentación de la
edición original (Argos, 2011).
Rabinovich elige
para ese viaje un sabio contraste, que surge de la combinación de imágenes
sensoriales –que parecen darnos en la cara como el aire nos baña sobre la
cubierta de un barco– y de reflexiones penetrantes, iguales a una sonda enviada
a lo profundo para saber qué mundo se mueve bajo la superficie. El viaje será así
un viaje construido con la tensión de esos contrastes entre lo pretérito y lo
presente, lo que se fue y lo que permanece, el adentro y el afuera, lo
sensorial y lo intelectual.
Esta última
oposición, acaso la más honda, será la marca principal del viaje a bordo de La barca de las especias. Porque los
sentidos serán los que nos traigan ramalazos de agua contra la barca, perfumes
que remontan a la infancia, sabores intensos. Y la poesía misma será la que ponga
en palabras esos sabores y esos olores que dispararán la maquinaria del
pensamiento.
Por eso no es
extraño entender a estos poemas como integrantes de un libro sensual, pero no sólo por el «regodeo en
el placer de los sentidos», sino porque esos sentidos despiertan el
reconocimiento de que todo placer se instala, indefectiblemente, en un pasado,
a la espera de una evocación que llegará, más tarde que pronto, convertida en
un símbolo de lo que se perdió.
En La barca de las especias, Sonia
Rabinovich esparce por su escritura –o hace que se esparza en la lectura– un copioso
caudal de imágenes ligadas a cierto tiempo pródigo que sin dudas no es el mismo
que el presente en el que se escribe. Pero, como decíamos, que el tiempo sea pretérito, lejano y hasta irrecuperable, no impide que haya dejado
huellas. De hecho, los ecos resuenan aún y es el evocarlos, el convocarlos, el
traerlos, una tarea posible a través de la escritura, que revela cuánto de ese
pasado, aun en ruinas, soporta lo que hoy pervive: «esa pequeña mano sigue el
trazo / hasta el borde de la tapia. / Hasta hoy» [p. 15]. O bien: «en la
galería del tiempo / envueltos en la sábana almidonada / que sigo tironeando /
a los cincuenta» [p. 17].
Lo que ha hecho el
tiempo con el goce de los sentidos, al parecer, es intelectualizarlos. Antes
había una percepción (como tal, de algo presente), y ahora sólo hay evocación
(sólo de lo que fue). En principio, eso es un pesar. Aquello que era antes
«todo y tanto, / el gusto el tacto y el olfato» equivalente a un «paraíso en
los labios» es hoy «sacralidad olvidada» [p. 19]. Quien habla desde La barca de las especias se duele por la
transmutación del tiempo [p. 9] que se llevó aquello que estimulaba los
sentidos y le dejó esto que atiza hoy los pensamientos. Pero, luego, quien eleva
ese canto también sabe que no hay remedio para esa «traición de la memoria» que
obliga a aceptar la ausencia. Lo sabe porque todo intento de hacer presente lo perdido cae en una
imperfecta re-presentación, una pobre
emulación de lo que fue, en una mera traducción a un idioma extraño al
«tiempo de la diosa» original [p. 9]. Esa traducción es más extraña porque,
como en un círculo que al dibujarse va borrando el trazo precedente, recae en
lo que parece ser «el mismo idioma». Sabe que no lo es, al fin, y eso «cansa
tanto / que termina en silencio».
Pero vale decir
que, a pesar de todo (el dolor por lo perdido, el llanto por no poder
regresarlo más que con un simulacro intelectual contrario al goce sensual), a
pesar de cada cosa, el libro parte –como
zarpan las barcas– desde el puerto de la conciencia de tal representación. Si
el simulacro es lo único posible, habrá que ponerlo a andar, escribir verso por
verso su botadura. No resultará fácil, como no lo es nada que intente hacerse
entre los espasmos de un lamento. Pero dado que «hay días en que todo tiembla
adentro», dado que «la vida se puebla de nombres inexistentes», dado que tras
lavarse de «volcanes apagados» sólo pueden recuperarse murmullos «en otro lado»
[p. 39], entonces la barca tendrá que navegar a como dé lugar: es decir, el
libro tendrá que escribirse.
El viaje poético
no es, entonces, tanto una decisión como una tentativa (se dirá: un manotazo de
ahogado) con las únicas herramientas que una poeta puede blandir, las palabras:
«No conocía otra manera de mirarme / y dar la vuelta / para mirar el mundo /
que trepar hasta la última rama del poema / y balancearme allí / desde el
vértigo y la intemperie» [p. 41].
Está claro: el
viaje será poético, y la barca cargada de especias (que conservan y mantienen
los olores y sabores crudos del pasado) deberá flotar en un mar de palabras.
Pero la poeta no se abandona a la deriva. A ese mar que es el lenguaje, el
poema posible, lo conoce. Y en él puede marcar, antes de partir, los cuatro
puntos cardinales. En La barca de las
especias estos aparecen dibujados, como un mapa junto al timón, en cuatro
poemas que funcionan como ejes alrededor de los cuales gira el resto. Estos
cuatro poemas cuyo relieve se expresa con el uso de las cursivas son el
reconocimiento de los límites del viaje. Así, en el primero de estos poemas cardinales (¿el norte, quizás?)
aparece el conocimiento inexorable del devenir: «hoy supieron del tiempo / como
sabe la arena / del cristal asfixiante que la mide» [p. 9]. Luego, en el
segundo, está la toma de dimensión de lo que no se logrará, el saberse ya lejos
del punto idealizado de lo perdido: «alguien la obliga a correrse de su fuego»
[p. 23]. El tercer poema cardinal traerá
el aprendizaje o, más bien, la certeza de lo que se tiene y lo que se perdió,
después del llanto. Es el momento de la autoconciencia, que perdurará, pero que
antes habrá llegado como el final de un silogismo, pero con el fulgor de una
revelación personal: «la barca no es afuera» [p. 35]. El último punto por
tocar, al fin, ese al que se llega en un crepúsculo, el que acaso sea el sur de
todo viaje, es el de la estoica aceptación no ya de lo que se sabe, sino de lo que se es.
Punto este en que la resignación torna también en consuelo: «la barca cruje
sus maderos / y el polvo del árbol de sándalo / alivia el dolor de los
recuerdos» [p. 53].
Travesía del
reconocimiento, aventura de lo íntimo, repaso por lo vivido, el viaje de Sonia
Rabinovich en La barca de las especies es
viaje emocional y dialéctico a la vez. Con el solo poder de su lírica, combinan
sensaciones y perplejidad filosófica. Nos trae el perfume «del pan recién
horneado», la imagen indeleble de «la tierra cuarteada», el sabor del «té de
rosas», pero también algunas certezas que se parecen tanto a las dudas. Entre
ellas, que los recuerdos serán siempre un golpe, que hay «límites que se rompen
por la noche» o que el «amor, es amor al arte de inventarlo». Y que en este
viaje en el mar del tiempo vamos en una barca. Pero la barca no es afuera.
Nota: los números entre corchetes remiten a la edición original de La barca de las especias.
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