sábado, 12 de noviembre de 2016

La cura, el regreso al hogar

La cura, de Claudia Masin.
Hilos Editora, 2016.


por Diego Roel

En la Antigua Grecia enterraban a los muertos con una pequeña moneda debajo de la lengua. Ese era el precio que Caronte, el barquero del Hades, les exigía a las almas de los difuntos para atravesar el Aqueronte, el río del dolor. La cura, el último libro de Claudia Masin, nos habla de una travesía semejante. Nos invita a cruzar de un salto ese caudal de agua contaminada y turbia, ese lugar donde anidó el dolor, el daño, la violencia.

Estamos ante un libro osado, que le exige al lector un precio. Por eso, aquel que quiera entrar en su trama tendrá antes que arrojar sus anteojeras, tendrá que dejar de lado todo tipo de estrechez o rigidez conceptual. Tendrá que aguzar el oído, abrir los ojos para intentar atrapar eso que se escapa siempre. Porque Claudia nos muestra un mundo donde todas las cosas dicen, hablan. La vida es como un campo minado y es necesario avanzar a contracorriente: hay leyes hundidas en la materia como cuñas.

«¿Qué hay allá afuera para los renegados? ¿Soledad, incertidumbre,
miedo a haber quedado sin protección ni casa? Hoy vi una flor
idéntica a una estrella, estaba en medio de un terreno abandonado,
y como buena flor silvestre crecía exuberante,
desmadrada. ¿Qué hacía en medio de un baldío una flor
que imitaba una estrella?»

La cita de May Sarton que abre el libro, señala el objetivo, el blanco que avizora la poeta. ¿Quién se atreve a pronunciar la palabra que salva? ¿Quién se atreve siquiera a buscarla? ¿Existe esa palabra? ¿Acaso no hemos llamado ya a todas las falsas puertas posibles? ¿No hemos vadeado, una y mil veces, estanques llenos de alimañas? ¿No hemos derrumbado todos los ídolos? A pesar de todas nuestras búsquedas, de todos nuestros evangelios, todavía no sabemos quién habla en nuestra sangre. ¿Quiénes hablan?

Claudia Masin intenta responder estas preguntas, nos muestra el rumbo. Con delicadeza, como quien se aproxima a un animal acorralado, entreabre una puerta que permanecía oculta, enciende una luz donde reinaban las tinieblas: cava en el propio corazón. Y nos toma de la mano. Toca la herida, la suya. Que es la nuestra. Que es siempre la misma herida.

«Para quienes fueron dañados,
todo lo que llega después del daño
es una gracia».

Ya en su quinto libro, la autora invocaba el momento del encuentro con las fuerzas tremendamente violentas de lo vivo. Intuía una casa o un puente sobre el agua para poder cruzar a la otra orilla. Pero si en La plenitud la poeta nombraba ese encuentro y le ponía voz a esa fuerza que resiste la catástrofe, en La cura va más allá, redobla la apuesta. Ahora no sólo describe el sonido que hacen las cosas al romperse, ese chasquido mínimo, ese golpe seco y contenido, sino que nos pone delante de la posibilidad de la «regénesis»: puede restituirse lo perdido, puede repararse lo que fue dañado. No estamos condenados a beber eternamente el agua del deterioro. Siempre hay una parte sana que crece, exuberante, en el tejido enfermo.                              

«¿Quién entre nosotros es capaz de curarse de esa manera,
haciendo que la fuerza brutal que causó el daño
invierta su potencia y restituya, entero y saludable,
lo perdido?»

La cura consiste, según el budismo, en transformar el veneno en medicina. Es esa operación la que lleva a cabo este libro.  Cada poema emana un poder invisible, una irradiación sutil que atraviesa sucesivos velos, y como un mantra, altera y transmuta aquello que parecía irreversible: la enfermedad, el dolor, la necrosis. La cualidad encantatoria, taumatúrgica, de algunas imágenes, empuja al lector hacia una zona libre de ferocidad, donde el alma se deslíe de la ráfaga de humo espeso del dolor y es, otra vez, una flor salvaje, un viento caliente y joven, un trueno que sacude los últimos resabios del daño.
Claudia Masin.

«Los que no tienen nada que perder
entienden la serenidad con que la materia cesa
de resistirse al fin a ser vencida. No hay debilidad
ni cobardía en ese dejarse ir
que aún en medio del dolor crea puntadas
de consuelo: quien fue lastimado
una y otra vez sabe que hasta que lo que nos mata,
en el momento de chocar con nosotros, produce
un encuentro, y es sagrado encontrarse y es raro
y merece que seamos valientes».
   
Claudia Masin escucha y rescata, en un gesto de ruptura y desobediencia, el habla de los niños, de las mujeres, de los desposeídos de toda laya. La poesía es, para ella, un acto reparador. Tiene una función mágica. Por eso debe operar, necesariamente, en la fisura, a contracorriente de los discursos hegemónicos. Porque la poesía intenta lo imposible: rescatar el instante en que aún no habían empezado ni la fealdad ni el miedo. Los poemas son, entonces, un refugio, un lugar de reparo, talismanes que nos permiten acceder a una memoria física que nos devuelve la humilde y pura gracia de respirar. Son el espacio donde sobrevive, aún, esa mirada inocente, no domesticada, de la que hablaba Henri Michaux.

«La niñez es un temporal que pasa rápido,
y rápido hay que seguir la estela que dejó para no perderla.
Si hay algo que está intacto, tendrá que haber quedado ahí
y hay que encontrarlo: el animal
que al llegar la crudeza del invierno se metió en la sombra
después de haber absorbido toda la luz (…)»

Hace miles de años los grandes rishis védicos, los sabios de la India, nos mostraron el camino. Encontraron el lugar y la fórmula, la concreción de la alquimia que buscaba Rimbaud, en el propio cuerpo. Claudia Masin retoma esa exploración antiquísima. Toca el núcleo mismo de lo sensible, descubre un resplandor que quedó grabado a fuego, clavado en la carne. Nos muestra cómo combinar los materiales adecuados, cómo encontrar la relación correcta entre las cosas, cómo volver a erigir la casa.
   
La siguiente afirmación de May Sarton –poeta que sabe, como Claudia, que la caída es sosiego y consumación– nos puede ayudar a ingresar al universo de significaciones múltiples de La cura:

«Nadie oye una mente ni escucha un pensamiento
pero donde alguien vivió en introspección
el aire queda cargado de bendiciones y bendice,
las ventanas miran a las montañas y las paredes son amables». [*]

Lejos de la dicción anodina, antilírica, que imperó en la poesía argentina de las últimas décadas, los poemas de La cura apuntan hacía una profundidad luminosa, hacia una claridad que se encuentra detrás del pensamiento y del lenguaje. Desatan una pregunta que permanece abierta. Nos enseñan a afrontar lo oscuro con los ojos abiertos. Y nos dicen que finalmente, como se atrevía a soñar José Watanabe: «Todo será reestablecido».


[*] May Sarton, El trabajo de la felicidad, traducción de Sandra Toro


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