Imagen de Freepik. |
por Bárbara Alí
Especial para El Desaguadero (*)
«De toda imagen podría decirse, no sólo que está estructurada como un umbral, sino además como una cripta abierta: que abre su fondo, pero lo retira, que se retira, pero nos atrae a él» (i).
La frase es de Didi-Huberman, del libro Lo que vemos, lo que nos mira, en el cual el ensayista francés reflexiona sobre la naturaleza de las obras artísticas, específicamente del campo de las artes plásticas. Sin embargo, cuando la escucho no deja de resonar en mi interior, un eco que echa una luz de complicidad sobre otro lenguaje, el lenguaje poético.
¿No puede hablarse en términos similares de la poesía? ¿No hay en todo poema una estructura de cripta-umbral, que hace aparecer el sentido de un modo un tanto fantasmático, como algo que se muestra y a su vez se oculta? ¿No es de alguna manera la lectura de un poema un acontecimiento parecido al caminar por un bosque, un juego de luces y sombras en un espacio un tanto encantado?
¿De dónde viene ese carácter de encantamiento, esa presencia inefable, ese duende (diría Lorca) y cómo podría estar presente en un poema generado por una máquina?
Cuando Ezra Pound define la imagen poética como un complejo intelectual y emotivo en un instante temporal, nos muestra los dos componentes de los que está hecha la poesía: pensamiento y emoción.
Por su parte, cuando Denise Levertov se refiere a la composición del poema, habla de un proceso que involucra un pensar-sentir, sentir-pensar que es el motor de quien escribe y que se encuentra presente como una fuerza de dos dimensiones durante la creación.
La emoción es el terreno fértil que da nacimiento al poema, la sustancia que se encuentra en su origen, un origen incierto y no programable en términos sistémicos ni voluntaristas.
Todo acto de escritura es, primero, un acto de lectura del mundo y en este sentido, cabe preguntarnos ¿qué sería leer el mundo para escribir? ¿Desde dónde se lee? ¿Cómo se lee?
«Dice Merleau-Ponty que el sujeto de la percepción no puede ser considerado un espectador desafectado, no es un sujeto cartesiano, completamente racional, alejado de su objeto, sino un sujeto situado, inmerso en el mundo. Él mismo carne del mundo» (ii).
Se lee entonces desde el cuerpo, desde las experiencias atravesadas, desde la infancia, desde lo que se sabe y lo que se desconoce, desde el inconsciente, el deseo y los duelos. Leer es un movimiento que involucra siempre coordenadas: un aquí y un ahora son la brújula sensible desde donde se capta el mundo. En esa captación entre cuerpo y mundo, en ese entre, inabarcable e incognoscible del todo, surge el poema.
En esa lectura del mundo adviene el poema. El sujeto de la percepción es un sujeto encarnado, nos dice Merleau-Ponty, y desde ese cuerpo singular se incluye un reservorio de emociones e imágenes no conocidas a priori, no ordenadas, no verificadas, un reservorio más cercano a la textura de lo onírico, a esas primeras experiencias que dejaron huella en el sujeto incluso antes de la adquisición del lenguaje.
El chat GPT2 se puede entrenar, personalizar (incorporando en su memoria lecturas de quien lo maneja) e incluso direccionar hacia lo «políticamente correcto». A partir de estos elementos de los cuales se nutre el algoritmo y una serie de combinaciones e instrucciones, se originan los textos.
¿Podría esto reemplazar un poema escrito por un ser singular que muchas veces escribe para enterarse de lo que aún no sabe? ¿No es la escritura, la mayor parte de las veces, un momento epifánico, más allá del trabajo artesanal que esta conlleva? Lejos de la idea romántica del escritor como médium, sujeto al devenir de lo sobrenatural y del rayo de los dioses, estamos pensando en quien escribe como un trabajador de la palabra, un artesano que se alimenta de un material nutriente no programado previamente, que adviene del inconsciente, de los sueños, del resplandor de una idea surgida en un momento de trabajo con la atención sobre el mundo. Y es también un artesano, porque quien escribe poesía sabe perfectamente que puede pasarse días e incluso meses sopesando un adjetivo frente a otro, una coma frente a un punto, comparando un abanico de palabras. Es que las palabras en la poesía no tienen un valor instrumental (como sí lo tienen en la ciencia y como podría llegar utilizarlas una IA), es decir, no son un instrumento al servicio de la transmisión de un mensaje que existe por fuera de él. En la poesía especialmente y en la literatura en general, el lenguaje es el ser de la obra, la literatura entera está contenida en el acto de escribir.
Bárbara Alí habla sobre poesía e IA en el Festival Internacional de Poesía de Mendoza |
«Desde el punto de vista ético, es simplemente a través del lenguaje cómo la literatura pretende el desmoronamiento de los conceptos esenciales de nuestra cultura, a la cabeza de los cuales está el de lo real. Desde el punto de vista político, por medio de la profesión y la ilustración de que ningún mensaje es inocente y de la práctica de lo que podríamos llamar el lenguaje integral, la literatura se vuelve revolucionaria. Así pues, en nuestros días resulta ser la literatura la única que soporta la responsabilidad total del lenguaje» (iii )nos dice Barthes en un artículo de 1967, publicado en El susurro del lenguaje.
¿Cómo podría asumir esa responsabilidad y soberanía del lenguaje la inteligencia artificial (IA)? Es cierto que la IA puede crear obras y que los pensamientos dicotómicos naturaleza-tecnología, humano-máquina, naturaleza-cultura, hombre-mujer, afortunadamente vienen siendo puestos en jaque hace ya varios años desde posicionamientos muy interesantes. Cito, por ejemplo, las obras de Donna Haraway Manifiesto Cyborg y Seguir con el problema.
Es cierto también que no se trata de pensar desde una lógica del poder, el control del humano sobre la máquina o de la máquina sobre el humano, sino más bien desde un modo de trabajo colaborativo y ya hay experiencias con esto: Los campos electromagnéticos, de Jorge Carrión, es una de las primeras materializaciones de este experimento de escritura colectiva entre hombre y máquina.
Supongamos, entonces, que el mecanismo del chat GPT, cada vez más sofisticado, produce un «buen poema». Probablemente se parezca más a una rosa de plástico, muy lograda en su parecido con la realidad, pero impotente para generar emoción.
¿Por qué nos seguimos conmoviendo frente al Guernica de Picasso o Las meninas de Velázquez, si los podemos observar cómodamente desde el sillón de nuestro living, en una computadora, bebiendo una copa de vino y sin ninguna persona que se cruce en nuestro campo visual? Quizás porque algo de lo que Walter Benjamin llamo aura, frente al avance de la reproductibilidad técnica de las obras, todavía subsiste en cualquier producción artística.
Sentir el aura de una cosa es otorgarle el poder de alzar los ojos, dice Benjamin, y agrega: «Esta es una de las fuentes mismas de la poesía» (iv). Dos características invisten a los objetos auráticos: una presencia inquietante de lo contemplado/leído (que lleva a un poder de la mirada prestado a lo mirado por el mirante) y una distancia que se presenta como la aparición de una lejanía.
Hay en la obra algo que excede la obra misma y que no es del todo asible ni en el momento de creación, como circunstancia de encuentro con algo del orden de lo incalculable y de lo que sobrepasa los límites de lo voluntario y más aún en el momento de la recepción, como momento de la polisemia, de lo que queda un poco velado o de lo que se echa a rodar generando otras significaciones. «Por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa» enuncia Alejandra Pizarnik.
Me pregunto entonces si ese resto aurático, que sospecho es el germen vital de la obra, lo que escapa un poco de la lógica, de las certezas, de las leyes y se acerca más a la infancia, a lo impredecible, al balbuceo, puede emerger de una combinatoria de elementos cargados en un sistema programado. Es decir, ¿puede la inteligencia artificial decir lo que no sabe, como lo hace la poesía?
«¿Qué decimos cuando decimos lírico?» se pregunta Diana Bellesi en La pequeña voz del mundo. «Lírica es una voz desnuda en la impudicia de volverse sobre sí y hallar, en lo profundo del yo, aquello que la rebasa» (v). La voz lírica va por los caminos de la desobediencia, es infiel a su propia plusvalía.
Nos dice Diana: «Las tareas de esta voz: permanecer atenta a lo inútil, a lo que se desecha, porque allí, detalle ínfimo, se alza para ella lo que ella siente epifanía. Las tareas de esta voz: deshacer las cristalizaciones discursivas de lo útil y tejer una red de cedazo fino capaz de capturar las astillas de aquello que se revela. Atención y artesanía. Las tareas de esta voz: desatarse de lo aprendido que debe previamente aprenderse y disminuir así los ecos de las voces altas para dejar oír la pequeña voz del mundo» (vi).
Un camino vinculado a la sustracción, al permanecer en la intemperie de las incertezas, al dejarse sorprender por lo que adviene y trabajar luego con el lenguaje como un orfebre que dedica tiempo a pulir una piedra preciosa. Esos parecen ser los senderos por los cuales transita la poesía, bastante alejados por ahora de los dispositivos que responden a lógicas de cálculo, más cercanos a la desobediencia y a la «violenta y amorosa acción que reclama a la lengua volver a hablar» (vii). En ese sustrato reside el resto que salva.
(*) Una versión de este texto fue leído en la mesa «Yo, robot lírico: poesía e inteligencia artificial», que formó parte de las actividades del Festival Internacional de Poesía de Mendoza 2023.
Notas
(i) Didi-Huberman, Georges, Lo que vemos, lo que nos mira, Buenos Aires: Manantial, 2011, p.175.
(ii) Genovese, Alicia, Sobre la emoción en el poema, Santiago de Chile: Cuadro de Tiza Ediciones, 2019, p.10.
(iii) Barthes, Roland, El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y la escritura, Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Paidós, 2013, p. 15.
(iv) Op. Cit 1. P.94.
Bellessi, Diana, La pequeña voz del mundo, Córdoba: Caballo Negro Editora, 2023, p.13.
(v) Ibidem, p.10.
(vi) Ibidem, p.33.
1 comentarios:
Muy buen artículo, para seguir pensando...
Cecilia Restiffo
Publicar un comentario