lunes, 3 de abril de 2017

La poesía universal de un escritor de provincia

Antología poética, de Julio González. Dibujos inteiores: Alfredo Ceverino.
Prólogo: Jaime Correas. Editoria: Mendoza Ciudad, 2016. 



Hay un dictamen, más declamativo que otra cosa, que exige a los poetas dejar asentado en sus textos el lugar desde el que escriben para que sus poemas valgan la pena. Por supuesto, esa clase de sentencias no pueden aplicarse al conjunto de todos los poetas, ya que si bien tenemos a autores que han hecho de cada «aldea» propia la materia principal de sus versos, hay otros que prefieren elevar la vista y contarnos acerca de lo que pasa allende la comarca en la que están sentados y trazando sus versos.

En Julio González tenemos a un poeta sin ataduras geográficas, de esos a los que la dirección de una calle cercana o las personas que le pasan por al lado le influyen menos que la gente lejana de ciudades soñadas;  menos que las ciudades de papel de sus poetas admirados, lo cambian menos que una lectura afiebrada de un filósofo alemán o un vate peruano.

Esa ciudadanía imprecisa que propone la poética de Julio González lo convierte en un poeta legible para cualquier bandera (especialmente si el bello idioma español está en sus labios). Estamos ante un autor cuya obra se ha construido en voz baja, como los sueños que lo llevan a las ciudades de los poetas que ha leído y a los que tributa con su propia voz. La obra de Julio, sí, es una obra breve y dispersa, pero una antología –como la que acaba de publicar la editorial de la Municipalidad de Mendoza– permite apreciar su relieve universal, su enlace con la gran poesía de los contemporáneos que lo han acompañado: Dylan Thomas, César Vallejo, Czeslaw Milocz y su cercano Fernando Lorenzo.

Sin embargo, si la poesía de Julio tiene pocas aspiraciones regionalistas y mucha ambición universal, basta con dejarse recorrer por los poemas que ha elegido para advertir rápidamente que es imposible desanudarla de otros afectos que exceden el terruño.

El afecto por el tango es el primero y más palpable, y no por nada nuestro autor dedica un capítulo de sus poemas elegidos para reunir allí algunos de los versos que no sólo la música, sino la sangre y la carne del tango y los tangueros han hecho de él este poeta que es.

Julio González.
Pero hay otros intereses cercanos, como la pintura (no por nada el libro está ilustrado por uno de los grandes: Alfredo Ceverino), el cine y el espectáculo del mundo que se muestra a través de las noticias de los periódicos. Y otro más: el interés por el amor como tema lírico. En Julio González el amor acaba siendo el reducto final de todo decurso poético, la razón de todas las razones. Y si bien el poeta hace del amor una esencia del tipo platónico («sombra iluminada», le llama), este amor es siempre un amor encarnado, palpable, tan corpóreo como las manos que recorren la piel de una mujer. Por ello aunque los poemas de amor no hacen al grueso de la obra de este poeta, podemos pensar en el amor como la metáfora ineludible que explica su pulsión creadora.

Y es que, así como Julio entiende que al Amor –con mayúsculas– se llega amando, también vemos cómo en cada poema esa dialéctica entre las apariencias y las esencias se despliega con cada tema que toca: habla de una lluvia vespertina y esa lluvia es todas las lluvias («un rezo entre el viento y la hierba», le llama); si habla de un cielo pintado por Georges Braque, de pronto «se divisa, alto, / el cielo de los hombres»; o si habla del momento en que el sol de ese día cae, Julio sabe que «para todos llega la noche».

Cuando descubrimos que este es el modo de proceder poético de Julio González es cuando entendemos que carece de sentido la dicotomía que mencionábamos al comienzo, aquella que enfrenta al escritor con nacionalidad y al otro sin ataduras gentilicias.

Y vemos al fin, entonces, que un poeta como Julio González es capaz de trazar un autorretrato esquivo en ese poema que incluye en su antología y que se llama Escritor de provincia. Un poema en el que se dice amante «de tres o cuatro poemas» (de Dylan Thomas, de Milocz, de César Vallejo); en el que confiesa que de todas sus costumbres prefiere «la del silencio», quizás para no olvidar lo que dice; y un poema en el que deja escrito un mandato: que sus papeles escritos sean cremados «y sus cenizas arrojadas / al suave comienzo del otoño».

Son estos, quién lo duda, los deseos comunes a todo poeta. Por eso no importa si nacieron en París o en Mendoza. Importa si crecieron mirando al mundo, queriendo abarcarlo con la sola herramienta de sus poemas. 


Tres poemas de Julio González

El hombre invisible

Hemos perdido el calor del rebaño,
olvidado a los dioses y su sombra.
Pagaremos por ello, como griegos sin oráculo.
El hombre, ¿enciende el fuego, cuida
la lumbre y el ganado, calienta su cuerpo y su deseo?
La noche y su soplo de ceniza
apaga la mirada del tigre,
el vuelo, el vuelo del viento entre los árboles,
la brizna y su tiempo muerto.
Todo sucede sin memoria;
es la hora del hombre invisible,
del hombre sin espejo,
arrodillado en las horas descalzas.
Nadie cuida la llama que se apaga.
De su sueño han huido el toro,
su arco y las flechas del aire en la hierba;
nada para llevarse a la tumba,
cuando los días concluyan en su pecho
y el bisonte perdido en la cueva de su alma.
Nunca más el trote, el trote verde
de la muerte entre la risa de los jóvenes.
Con qué soñar, en esta noche arrepentida.
El hombre invisible camina solo
en la ciudad invisible.
El gran hermano lo espera
en la pared-pantalla.
Aprieta el botón de la infancia;
menos mal, porque ya no recuerda nada,
ya nadie recuerda nada.

*

Esperando tus manos

La cama se amarra al silencio
como un barco sin gaviotas
y los restos de sueño
pegan en mi pecho muerto.
Cae el alba sobre mi cuerpo
sin oleaje
trazando círculos en el muro
sin respuesta.
La sombra de la vigilia
vaga en la almohada desierta…
Espero una palabra, una sola,
como un mandoble del estío,
como hablarle al rocío,
lo que queda del vuelo,
ese aire abandonado,
esa espada sin manos;
voces, voces entre los árboles,
juegan con el silencio
y levantan hogueras de adioses.
Como en lejanos corredores,
suena tu voz,
aparecen tus manos,
el aire huele a hierba,
a cielo abierto, a vuelo despegado.
Brillan tus ojos;
el día existe.

*

El mar según Dylan Thomas

De la granja al mar, de su dorado
trino de manzanas, hay apenas
un prado y un bosque,
que el niño mide con
el viento.
Siente su aliento de estaciones
muertas,
su fatigado golpe en las rocas
y el aire salobre entre sus
labios.
Como un pequeño rey,
se sienta en su trono de piedra
y larga su caña hacia arriba,
al infinito.
El mar y el cielo se unen
a la distancia.
Cierra los ojos y lo respira;
ahí viene, avanzando con su ballena
blanca,
sus naves vikingas y el
perfume
de la noche de Tánger;
con su caballo a la carrera,
con el marino sin taberna
y su ginebra viajera.
Con sus peces dormidos,
con sus algas de espanto,
con su carga de tabaco ausente;
con la seda en penumbra
y la noche ciega de los esclavos.
Cuando abre los ojos, el mundo
de caracolas y de espejos
se abandona en la mañana
infinita.

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