domingo, 12 de abril de 2015

Un jardín en el infierno

Escribió Dickinson. Carina Sedevich. Alción Editora.




Hay urgencia, pero no apuro. Hay melancolía, pero no tristeza. Y hay un interés por extraer la poesía de lo cotidiano («de todas / las cosas aledañas»), pero un parejo interés por evitar lo prosaico.
La poesía que Carina Sedevich ofrece en su último libro, Escribió Dickinson, parece cincelada por ese rondar por los límites en los que las cosas dejan de ser ellas para convertirse en otras. Y en ese límite, en ese punto donde empieza el cambio, donde lo que es está a punto de ya no ser, encuentra la materia para sus versos.
La pista acaso esté declarada por el acápite que antecede a las tres partes en que se divide el libro. Un haiku de Kobayashi Issa aúna tres capítulos que comparten un mismo clima y cuya distinción no se debe, al parecer, a diferentes concepciones estéticas sino a otra cosa, a momentos de la escritura o excusas líricas de las que los textos parten.
Dice el célebre texto del japonés en el umbral del libro: «En este mundo / Encima del infierno / Viendo las flores». ¿Cuál es la pista que nos da sobre la poesía de Sedevich? No se trata solamente de que la autora está intentando extraer belleza de lo pútrido alrededor, de quedarse con lo brillante del paisaje (el infierno puede ser, imaginaba Horacio Castillo, «más hermoso de lo que habíamos imaginado»). No es sólo eso. En Escribió Dickinson lo que sucede es que Sedevich invierte la operación de Issa: no constata que está cantando en medio de la destrucción, en una actitud que tanto puede ser rebelde como culposa. Lo que hace la poeta más bien es pararse encima de las flores y ordenar ese infierno.
(La espalda de) Carina Sedevich.
Lo descubrimos cuando recorremos ese paisaje que nos va describiendo Sedevich poema a poema. Su escritura adopta una resignación que se parece a un punto de partida («Los días se acortan y vuelven a alargarse / del invierno al verano. / / Pero no la vida»). Es en ese momento cuando la poeta se cruza con una anotación de Emily Dickinson, banal en apariencia, que acaba estremeciéndola y poniéndola en una actitud de reflexión poética constante, que es con la que traza el libro que se despliega a continuación: «Escribió Dickinson: / me fui temprano, me llevé mi perro. / / Cosas de la gente que está sola (…)».
Así, desde ahí, quizá transida por ese estremecimiento, Sedevich pasea por las cosas circundantes, por la observación renovada de su propio cuerpo o por los hechos cotidianos, y va sometiendo al modesto infierno que a ella (o a cualquiera) acecha con el arma no menos modesta de las palabras. Hay algo de hallazgo en esa estrategia, como si el hecho de escribir se pareciera en estos poemas al descubrir: «Qué cierta es esa cara y estos flancos / qué ciertos que son, / qué delicados»; o «La verdad de las manos de mi madre / es que estuvieron siempre / secas» o, por supuesto, «Hoy he comprendido un poco más».
Si Issa y Dickinson sobrevuelan la propia escritura de Sedevich en este libro, como influencia quizá o como inspiración, otro nombre resuena a lo lejos, desde lo tácito y acaso lo inconsciente en la propia autora: el de William Carlos Williams. La estela del poeta estadounidense alcanza en este libro lo que consiguió el autor con sus mejores poemas. Esto es, extraer de la aridez coloquial y sencilla de las situaciones triviales ese núcleo poético que sólo funciona cuando el poeta interviene con sus instrumentos verbales. En Sedevich, en ese sentido, el trabajo se hace incluso más transparente, puesto que la autora de Incombustible parte casi siempre de un intento por reflejar lo que la rodea y luego, de a poco, va trascendiendo la mera enunciación para descubrir en una situación dada , en un objeto, un relámpago de sentido poético que parecía dormido.
Es transparente el trabajo por la propia verticalidad del poema: pareciera que Sedevich despliega el hallazgo en la propia caída del verso, como si partiera de una constatación inicial que no sabe adónde la llevará, pero poco a poco (al saber que pasará sola la mañana, al reafirmar una ruptura sentimental, al tocar un vestido, al cortar una fruta) se le va apareciendo con la misma escritura. Hay allí una operación clave para que su poesía no sea un simulacro de poesía, como sucede con otros autores que confían tanto en la verbalización de hechos y cosas que dan por sentado que la sola repetición de palabras o su disposición sobre el papel, consiguen el poema.
Carina Sedevich, en cambio, exprime esa anécdota nimia y la pone a la luz de su propia reflexión verbal, y sólo allí (a veces con una pausa, a veces con una música) escribe el verso. Lo escribe como escribió Dickinson, en su diario, que salía a enfrentar al día con la compañía de su mascota, en un ejercicio en el que la combinación de verbo, pensamiento y soledad sólo podía concluir en un poema, en un libro como este, de tono bajo, pero capaz de acunar al lector con su verso. Rondando un límite donde las cosas son otras, donde el ruido del mundo, el estrépito del infierno, se convierten en la música que sólo un jardín puede contener.


Carina Sedevich (foto: Facebook de la autora).


Escribió Dickinson. Carina Sedevich. Córdoba, Alción Editora, 2014.

Dos poemas de 
Escribió Dickinson
de Carina Sedevich


Escribió Dickinson:
Me fui temprano, me llevé mi perro

Cosas de la gente que está sola.

Yo también salgo y dejo esas noticias.

Y encabezo Hijo
y firmo Madre

como si hubiera alguien más en esta casa.

Me fui temprano.

Crucé las vías para llevarte flores.

No tuve apuro.

Las palabras, grandes o pequeñas,

siempre corren la suerte

de las flores.



Sí, estoy sola
como lo están los pájaros.
Puedo recordar
cada momento como éste
parecido a éste
y éste es el mejor.
No vendrá mamá
a preparar la leche.
No vendrá mi hijo
a pedirme la leche.
Ni mi hombre querrá
que yo beba su leche
hoy.
Me río bajito
como gotean
los pájaros
su canto.
Hoy he comprendido

un poco más.

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