1.
Durante estas últimas semanas en Mendoza, provincia asentada sobre los
rescoldos del desierto del Oeste argentino, ha precipitado cual si de una zona
subtropical se tratara. A aquellos curiosos que deseen conocer las razones del
fenómeno, les recomiendo la consulta a un climatólogo u otro especialista del
ramo, porque yo, gracias a la televisión,
de este asunto apenas conozco la palabra precipitaciones. El caso es que esta inusual
insistencia del agua contra el techo, me ha recordado, con idéntica
insistencia, una letra de Antonio Birabent, en la que el porteño afirmaba que
la lluvia no lo inspira (Uso el pretérito debido a que esa canción -oh,
inquieta rueda del tiempo- es de mediados de los ’90). Casi veinte años más
tarde, y a la luz de su obra posterior, a uno lo tienta decir que el hijo de
Moris estuvo radicado en Macondo, porque desde entonces no produjo nada muy digno
de estima. Pero bueno, dejemos a Birabent guardado en su casa y, sin paraguas,
metámonos bajo la lluvia de los poetas que se han inspirado con ella, pues de
eso van estas líneas. Este es el momento oportuno para aclarar que no tengo la
intención de hacer un estudio minucioso de las páginas de la historia de la
lírica mojadas por gotas venidas del cielo, sino un racconto modesto de textos que sí han horadado algunos paisajes de
mi vida.
2.
Releer estos poemas es, más allá de lo obvio, ingresar en un mundo de
densas nubes grises, ya que con frecuencia su tono es melancólico. Tal es el
caso de la tercera de las Arias olvidadas
de Verlaine, esa cuyo epígrafe («Llueve
dulcemente sobre la ciudad») pertenece a Rimbaud (¡vaya binomio!) y que
comienza: «Llora en mi corazón / cual
llueve en la ciudad. / ¿Qué lánguida emoción / entra en mi corazón? // ¡Oh
dulce lloviznar / en tierras y tejados! / Para un tedioso ansiar / ¡oh el son
del lloviznar! …»
Languidez que se filtra a través de los ojos de los lectores y se
hunde, y alcanza el lugar donde -como tormentas- se forman las emociones, que
no es el corazón, Paul querido; sino algún sitio muy pequeño del cerebro cuyo
nombre, por supuesto, también ignoro. No obstante, de estos versos quisiera
rescatar una palabra: «tedioso». Vamos, que no es insólito que a alguien
encerrado (poeta, camionero o maestro, da igual), lo ataque el aburrimiento y,
en consecuencia, choque contra las paredes como una bestia contra los barrotes
de su jaula. Entiendo que hay otros pasatiempos, la mayoría bastante sosos,
exceptuado, claro, el sexo. Sin embargo, ¿qué sucede si el poeta en cuestión no
tiene un cuerpo amable a mano? (Nota: la amabilidad es imprescindible, porque
la historia nos cuenta que cuando las estrofas citadas fueron compuestas,
Verlaine compartía cuarto con Arthur; pero además, que el pequeño no siempre
estaba bien dispuesto). Retomo: si el poeta no tiene un cuerpo amable a mano, y
en cambio tiene lápiz y papel, escribe. ¿Sobre qué? De entrada se me ocurre que
lo hace acerca del único asunto en que, quizá, aventaja a maestros y
camioneros: el uso de la palabra. Así, magníficamente, lo ilustra Juan Gelman
en «Lluvia», donde un yo afirma que cuando «pareciera
que están lavando el mundo», él escribe: «palabras
para volver / a mi vecino que mira la lluvia / a la lluvia / a mi corazón
desterrado». El poeta, esclavo
de un oficio-destino, podría rubricar los dichos del alter ego de Marguerite Duras en Emily L: «Yo no he decidido
nada… No puedo impedirme escribir… No puedo…»
Otro tema abordado por los herederos de Petrarca en los momentos en
que la lluvia se desploma sobre ellos, lo dijimos más arriba, es la frialdad de
cuerpos que antes fueron amorosos, lo que provoca una nostalgia que oscila
entre lo dulce: «No quisiera que lloviera
/ te lo juro / que lloviera en esta ciudad / sin ti / y escuchar los ruidos
del agua / al bajar / y pensar que allí donde estás viviendo / sin mí/llueve sobre la misma ciudad…» (Cristina Peri Rossi) y lo amargo: «Llueve y llueve y los árboles / se iluminan como
piedras bajo el agua; / una bruma naranja de tonos pardos, / una neblina
amarillenta, / en la tierra, un alga morada / que ha perdido sus hojas […] // Esta es
una habitación / en la que tú no estarás nunca; / en el exterior, una carretera
/ que nunca / recorrerás conmigo. Es tan / difícil de creer…» (Margaret Atwood).
Sin embargo, no solo de parejas mal avenidas -o directamente
estrelladas- hablan los poetas en estas circunstancias. A veces, lo hacen de quienes
no están al alcance de un teléfono, un micro o un avión. El ejemplo
paradigmático aparece en los versos finales de «La lluvia» de Borges: «La mojada / Tarde me
trae la voz, la voz deseada / De mi padre que vuelve y que no ha muerto». Un par de sintagmas repetidos nos golpean como un
rayo, tanto que, al leerlos, uno se siente capaz de absolver a Georgie por alguno de sus famosos
exabruptos filocastrenses.
Hugo Mujica se mueve en dirección semejante, cuando
en «Hace apenas días» (también por medio de un recurso de repetición: la
anáfora) evoca la figura de su padre recientemente fallecido: «Hace apenas días murió mi padre, / hace
apenas tanto. […] // Hoy no es como otras lluvias / hoy llueve por vez
primera / sobre el mármol de su tumba…»
3.
Y en este punto no puedo
evitar que algunas dudas me calen la cabeza. A saber: ¿por qué motivo la lluvia
despabila la memoria? ¿Por qué la memoria despabilada desciende con tanta
frecuencia por la pendiente de la nostalgia? ¿Será por el tono de letanía del
agua golpeando los techos? ¿Serán los aromas desprendidos de la tierra y de los
árboles, que nos llevan de la nariz hacia la infancia y, por tanto, nos marcan
el paso tenaz del tiempo y la consecuente proximidad de nuestra propia muerte? ¡Ufff...
cuántas preguntas!
De mi no tan copiosa
experiencia en la escritura pasada por agua, he aprendido que si la lluvia es
nocturna y la preceden truenos capaces de despertarme, de seguro los poemas
serán sombríos. Pese a que el insomnio, ya lo dijo Jorge Boccanera, presta servicios
(aunque aguardado con las manos apoyadas sobre el teclado, un poema siempre
tiene algo de dádiva), en la mayoría de las ocasiones no es sencillo atravesar sus
lodazales con elegancia. ¿Por qué? Pues porque luego del tercer cigarrillo y la
quinta discusión con exconocidos, uno pierde fuerzas y se vuelve más y más vulnerable.
Ergo, una versión bastante maltrecha de nosotros mismos es la que se enfrenta
con las bestias que acechan al final de la vigilia indeseada (en lo sucesivo,
no seré yo quien juzgue a los que, con tal de gambetearlas, recurran a la
pastilla o al traguito). Ahora, si el
aguacero en cuestión es diurno, acaso contagiados de la conmovedora belleza del
paisaje o de la certeza aprendida de que en el desierto el agua es sinónimo de
vida, los poemas salen, no diría festivos, pero sí menos tangueros. Más al
estilo de uno muy breve de Roberto Bolaño, en el cual un cambio en la persona,
tal un giro imprevisto en la dirección del viento, añadido a una prosopopeya, nos
da de lleno en la frente: «Lluvia:
solo espero /Que desaparezca la angustia /
Estoy
poniéndolo todo de mi parte».
En fin, ya sea por el
encierro o la monotonía de su música, ya sea por otra razón oscura y atávica, la
lluvia ha creado (es de suponer que lo seguirá haciendo) las condiciones adecuadas
para la escritura de poemas. Por ahora, los dejo con los que a mí aún me mojan.
Como bonus track, uno destilado de mi
propia pluma.
***
III
Llueve dulcemente sobre la ciudad
Rimbaud
Llora en mi corazón
cual llueve en la ciudad.
¿Qué lánguida emoción
entra en mi corazón?
¡Oh dulce lloviznar
en tierras y tejados!
Para un tedioso ansiar
¡oh el son del lloviznar!
¡Y llora sin razón
corazón hastiado!
¿Por qué si no hay traición? …
Es duelo sin razón.
¡Y la pena mayor
es no saber por qué
sin odio y sin amor
siento tanto dolor!
Paul Verlaine.
*
Lluvia
hoy llueve mucho, mucho,
y pareciera que están
lavando el mundo.
mi vecino de al lado mira
la lluvia
y piensa escribir una
carta de amor/
una carta a la mujer que
vive con él
y le cocina y le lava la
ropa y hace el amor con él
y se parece a su sombra/
mi vecino nunca le dice
palabras de amor a la mujer/
entra a la casa por la
ventana y no por la puerta/
por una puerta se entra a
muchos sitios/
al trabajo, al cuartel, a
la cárcel,
a todos los edificios del
mundo/
pero no al mundo/
ni a una mujer/ni al alma/
es decir/a ese cajón o
nave o lluvia que llamamos así/
como hoy/que llueve mucho
y me cuesta escribir la
palabra amor/
porque el amor es una cosa
y la palabra amor es otra cosa/
y sólo el alma sabe dónde
las dos se encuentran/
y cuándo/y cómo/
pero el alma qué puede
explicar/
por eso mi vecino tiene
tormentas en la boca/
palabras que naufragan/
palabras que no saben que
hay sol porque nacen y mueren la
misma noche en que amó/
y dejan cartas en el
pensamiento que él nunca escribirá/
como el silencio que hay
entre dos rosas/
o como yo/que escribo
palabras para volver
a mi vecino que mira la
lluvia/
a la lluvia/
a mi corazón desterrado/
Juan Gelman
*
No quisiera que lloviera
No
quisiera que lloviera
te lo juro
que lloviera en esta ciudad
sin ti
y escuchar los ruidos del agua
al bajar
y pensar que allí donde estás viviendo
sin mí
llueve sobre la misma ciudad
Quizá tengas el cabello mojado
el teléfono a mano
que no usas
para llamarme
para decirme
esta noche te amo
me inundan los recuerdos de ti
discúlpame,
la literatura me mató
pero te le parecías tanto.
te lo juro
que lloviera en esta ciudad
sin ti
y escuchar los ruidos del agua
al bajar
y pensar que allí donde estás viviendo
sin mí
llueve sobre la misma ciudad
Quizá tengas el cabello mojado
el teléfono a mano
que no usas
para llamarme
para decirme
esta noche te amo
me inundan los recuerdos de ti
discúlpame,
la literatura me mató
pero te le parecías tanto.
Cristina Peri Rossi
Llueve
Llueve y llueve y los árboles
se iluminan como piedras bajo el agua;
una bruma naranja de tonos pardos,
una neblina amarillenta,
en la tierra, un alga morada
que ha perdido sus hojas.
Las ramas lanzan sus tentáculos,
amento y matas rojas
que anhelan el verano.
Desde la ventana puedo ver
la pradera que atravesé ayer tarde:
musgos punzantes
en la fina hierba del año pasado, flores blancas,
diminutas, y gélidas.
Esta es una habitación
en la que tú no estarás nunca;
en el exterior, una carretera
que nunca
recorrerás conmigo. Es tan
difícil de creer.
Esto no es una estación,
sino una pausa
entre un futuro y otro,
un día detrás de otro,
un espacio para inspirar antes de la muerte,
una inspiración, la lluvia
que se lanza a la tierra desde
el cielo gris azulado, gozo en estado puro.
se iluminan como piedras bajo el agua;
una bruma naranja de tonos pardos,
una neblina amarillenta,
en la tierra, un alga morada
que ha perdido sus hojas.
Las ramas lanzan sus tentáculos,
amento y matas rojas
que anhelan el verano.
Desde la ventana puedo ver
la pradera que atravesé ayer tarde:
musgos punzantes
en la fina hierba del año pasado, flores blancas,
diminutas, y gélidas.
Esta es una habitación
en la que tú no estarás nunca;
en el exterior, una carretera
que nunca
recorrerás conmigo. Es tan
difícil de creer.
Esto no es una estación,
sino una pausa
entre un futuro y otro,
un día detrás de otro,
un espacio para inspirar antes de la muerte,
una inspiración, la lluvia
que se lanza a la tierra desde
el cielo gris azulado, gozo en estado puro.
Margaret Atwood
*
*
Hugo Mujica
Roberto Bolaño
*
La lluvia
Bruscamente la tarde se ha
aclarado
Porque ya cae la lluvia
minuciosa.
Cae o cayó. La lluvia es
una cosa
Que sin duda sucede en el
pasado.
Quien la oye caer ha
recobrado
El tiempo en que la suerte
venturosa
Le reveló una flor llamada
rosa
Y el curioso color del
colorado.
Esta lluvia que ciega los
cristales
Alegrará en perdidos
arrabales
Las negras uvas de una
parra en cierto
Patio que ya no existe. La
mojada
Tarde me trae la voz, la
voz deseada
De mi padre que vuelve y
que no ha muerto
Jorge Luis Borges
*
Hace apenas días
Hace apenas días murió mi padre,
hace apenas tanto.
hace apenas tanto.
Cayó sin peso,
como los párpados al llegar
la noche o una hoja
cuando el viento no arranca, acuna.
como los párpados al llegar
la noche o una hoja
cuando el viento no arranca, acuna.
Hoy no es como otras lluvias
hoy llueve por vez primera
sobre el mármol de su tumba.
hoy llueve por vez primera
sobre el mármol de su tumba.
Bajo cada lluvia
podría ser yo quien yace, ahora lo sé,
ahora que he muerto en otro.
podría ser yo quien yace, ahora lo sé,
ahora que he muerto en otro.
Hugo Mujica
*
Esperas que desaparezca la angustia
Mientras llueve sobre la
extraña carretera
En donde te encuentras
Lluvia: solo espero
Que desaparezca la
angustia
Estoy poniéndolo todo de
mi parte.
Roberto Bolaño
*
Con un lápiz en la mano
Qué otra cosa se puede hacer
cuando la madrugada es una lluvia triste
sobre un techo de latas, y uno tiene
la manía de las letras, qué otra
más que tomar un lápiz
y anotar cuestiones sobre la vida
no en general –oficio
de filósofos y periodistas- sino
sobre las particularidades de
pongamos por caso
este miércoles 30 de enero
donde no hubo conversación reveladora
ni trabajo minucioso sobre un poema
pero sí, hormiguitas en el culo
que me llevaron
y me trajeron cien veces
entre las habitaciones y el patio
porque la cabeza buscaba
sitio cómodo donde posarse
y solo encontró cornisas
vertiginosas como este silencio
que me obliga a preguntarme
por qué continuar esta tarea
cuando ya no hay lluvia protectora
ni truenos justificando el insomnio
este silencio al que le respondo
que como un explorador examina su brújula
yo escribo, tal vez para orientarme
dentro de mi historia, entenderla
tal vez, porque he aprendido
que aun cuando no pasa nada
-o sobre todo cuando nada pasa-
algo está pasando.
Sergio Pereyra