domingo, 21 de julio de 2013

En busca de la musa







Si la terapia sirve para algo, queridos lectores, es para definir búsquedas. Fue así que emprendí una de mis nuevas búsquedas vitales: hallar a la Musa y no cualquiera: a la poética más precisamente. Salí de mi covacha y en la calle me tomé un taxi. «A la Musa, por favor», le dije al trabajador del volante. Silencioso, hizo como 100 cuadras y tuve que pagarle con todos los billetes y monedas que llevaba. Me dejó en la esquina de La Pampa y La Vía. Debo decirles que el lugar estaba atestadísimo. Me acerqué a una chica más pálida que yo, vestida de negro que cantaba una melancólica canción en inglés. Todo el tiempo recogía papeles del piso y anotaba su contenido. «¿Viniste por la Musa?», me preguntó. Sonrió al verme asentir y me pasó su libreta: «Acá está: arbitraria, real y sucia». Leí: sugus – pico dulce – si querés aprender computación vení a – total: $14,30 – la bolsa de Japón cayó - ¿nos rateamos mañana? «¿Ves mi poema?», me preguntaba con insistencia, «¿Lo ves?, ¿lo ves?». Asustada, me fui corriendo después de tirar al piso a un anciano que le recitaba a la luna parado en un banquito.

El viejo, antes de que comenzara mi rauda huida, me detuvo con su mano huesuda de parca y me invitó a que tomáramos unas ginebras en el bar de la esquina. Sentados y al abrigo de nuestros vasos, lancé mi interrogante infernal: «¿Dónde diantre está la Musa poética?».  Su respuesta no se hizo esperar: «Cuando joven, querida, la Musa se me presentaba con forma de mujer de generosas proporciones, era una Bardot susurrante que me dictaba al oído letras pegadizas y sensuales. Después, en los años duros del desamor y la madurez en soledad, fue un fantasma que se aliaba con la noche para inspirarme un atado de poemas que cargo en mis espaldas. Amiga, busque en los cuerpos, inquiera a la noche, salte al alcohol y sus posibilidades; quizás su Musa esté esperándola sentada en un bar como este. Ahora me voy. Tantas añoranzas me han inspirado sin necesidad de luna ni de banquito». 

En la calle de nuevo, pensé que el lirismo romántico del anciano poeta atrasaba 100 años. «Cualquiera puede escribir un poema si tiene algo que decir», intenté autoconvencerme mientras me encaminaba lentamente y más confiada, casi con el ritmo de un soneto, hacia el taller literario del grupo de poesía vocacional Erato y Euterpe. Allí me recibió la fundadora de esta pléyade, Renata Rufini de Ortega, con encantadores modales. «La Musa, querida joven, está en todo lo que nos rodea. El creador, en su infinita bondad, ha puesto al alcance de nuestros sentidos la perfección de la Naturaleza para inspirarnos humildes versos. Mire la variación de colores que el paso del día imprime en la montaña, escuche el rumor del agua en las acequias, huela la madera noble del vino, pruebe sus graves esencias aterciopeladas, aceche a las palomas en las plazas e intente un vuelo con ellas, camine los surcos arrugados de una hilera, sienta la sed aturdidora del desierto...», «Sí, sí, Renata, tomaré en cuenta sus dichos», le grité desde lejos mientras huía en dirección contraria. Minutos después, todavía podía oírse la voz de la coqueta dama enumerando la vastedad del universo.

Por fin, recalé en el bunker de unos poetas amigos. «La poesía es trabajo y lo de la Musa un verso malo», afirmaron todos al unísono. «También es lectura, empaparse de los otros para encontrar la propia voz». «El esfuerzo comienza acá», dijeron dos señalando su cabeza, otra el corazón y uno sus partes pudendas. La variedad de sitios no me desconcertó, supuse que la poesía no solo era mental sino, esencialmente, visceral. Los dejé escribiendo / corrigiendo y decidí por unos días seguir el consejo de todos los consultados: recogí papeles y anoté prolijamente su contenido en columnas; imaginé que la poesía era un macho cabrío y tuve sexo con el patovica de un boliche; aguanté dos noches de insomnio tomando alcohol puro; subí al techo un día de lluvia invernal para ver los colores de la montaña; recorrí toda Mendoza para encontrar una acequia con agua; fui al desierto y conocí la ferocidad de las hormigas coloradas (¿o eran alacranes?, el médico nunca me dio una certeza); aceché a las palomas y… lo del vuelo es material para otra crónica. Después de 20 días de infecciones, picaduras, dos ingresos al hospital por coma profundo y neumonitis aguda; después de dejar a mi hígado gravemente comprometido y sin haber escrito un solo verso, volví a mi covacha. En la tranquilidad de mi espacio privado, me puse a leer, a pensar, a escribir. Surgieron algunos poemas que curaron las heridas de mis andanzas. Finalmente, agradecí tener amigos sensatos que cortaran mi carrera suicida hacia la Musa.


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