domingo, 17 de junio de 2012

La historia de Los Jardines del Aire, de Diego Roel

Diego Roel (Temperley, 1980)


Por Diego Roel
Especial para El Desaguadero

Cuando publiqué mi cuarto libro, Las variaciones del mundo, decidí que no iba a publicar, ni a escribir, por un largo tiempo. Ese libro intentaba decir algo acerca de la imposibilidad del lenguaje para abordar lo esencial, para asir lo que se esconde detrás del nombre de las cosas: eso que no se designa, que no se puede nominar.

La lectura de Mandala, el extraño y excelente último libro de Horacio Castillo, me había impresionado hondamente. Quise también yo sumergirme en el oscuro útero del mundo. También quise encontrar, como mi visionario amigo, el inasible lenguaje de lo neutro. Creo que mi intento no fue tan feliz. Castillo realmente abrió una brecha en la red de la semiosis, superó el peligro de la afasia y se quedó del otro lado, donde habla «lo que nació para callar».

Las variaciones del mundo intentaba, entonces, «deletrear el invisible alfabeto de los ciegos», inaugurar una observación «completamente desnuda, completamente virgen». Después de semejante intento se imponía, necesariamente, el silencio. Hablamos de eso con un amigo, el poeta Gustavo Caso Rosendi. Me dijo después de la presentación del libro: «Ahora no publiques por un par de años. Vas a tener que buscar otro registro, otra voz, quizá hablar de lo cotidiano, de lo inmediato, de lo que sucede en la superficie de las cosas. No sé cómo, pero tenés que hacerlo».

Decidí dejar de escribir por un tiempo, distanciarme del tono de mi último libro. Regularicé mi situación en la Facultad de Bellas Artes y concentré toda mi energía en el estudio. Funcionó durante unos meses. Pero el 20 de noviembre, mientras preparaba el último parcial del año, apareció súbitamente en mi cabeza una imagen, el posible comienzo de un poema. El comienzo, quizá, de un nuevo libro. Una voz en mí gritaba: «Tantas veces pisé este suelo, este lugar en sombras». Intenté ignorar esa voz. Recordé mi decisión, el consejo de Gustavo. No iba a ceder al primer llamado del poema. Me fui a dormir con la esperanza de que las manos del sueño destejieran la incipiente forma, ese rumor en mi pecho. Sin embargo, al despertar, la voz seguía ahí. El poema quería decirse. Ya no podía reprimir la irrupción de las imágenes. Me levanté y escribí, de un tirón, en la última hoja de la carpeta de Didáctica, la primera parte de Los Jardines del Aire. Ese día no fui a cursar, no rendí el último parcial. En una semana aparecieron (porque fue eso, una verdadera aparición) las primeras cuatro secciones del libro.

El trabajo de corrección, el más difícil, el más importante, duró seis meses. El desafío era, siguiendo el consejo de Rosendi, depurar el texto, eliminar las reminiscencias del libro anterior, encontrar una nueva manera de decir, otra dicción. No fue fácil. Cierta manera de versificar, de cortar los versos, ciertos encabalgamientos se repetían. Evidentemente, me sentía seguro, cómodo, en un determinado registro. Me estaba cristalizando, anclando en una forma que sentía familiar. La poeta y narradora Alicia Uriondo me lo dijo brutalmente: «Estás reescribiendo, sin darte cuenta, Las variaciones del mundo. Es una lástima porque hay en este nuevo texto algunos hallazgos, imágenes muy buenas. Pero tenés una alternativa: corregir y corregir, podar el texto, jugar de otra manera con los blancos, leer en voz alta. Asumir riesgos, Diego. Tenés que animarte, como en Padre Tótem, a asumir riesgos». Y lo hice. Lo hicimos. Durante dos meses viajé, en una bicicleta sin frenos, desde La Plata a la casa de Alicia en Ringuelet. Le leía todos los miércoles las nuevas versiones del poema. Fueron veintiocho o veintinueve, perdí la cuenta. Ella me ayudaba a ver lo que yo no podía ver. Caminamos juntos, con los ojos vendados, por la inestable superficie del poema. A veces no nos poníamos de acuerdo.

Finalmente, una noche de abril, nos dimos cuenta de que el libro se estaba cerrando, asumiendo su definitiva forma. No había nada que quitar, nada que añadir. Le leí a Alicia la última versión. Ella sonrió y me dijo: «Cada poema impone sus propias reglas. Nosotros debemos acatarlas. Sí, tenemos que seguir el rastro de aquello que avanza y retrocede, de aquello que se muestra y calla. La poesía es el territorio de la permanente mutación».


 
Los Jardines del Aire 
(fragmento)

Diego Roel

Tantas veces pisé este suelo,
este país en sombras,
esta región que oscila
                   entre un abismo y otro abismo.

Tantas veces.




Ahora me muevo alrededor:
busco esa voz que me llama desde atrás,
que lentamente crece en mí,
que se expande y acuclilla
en la parte más secreta de mi sangre.

Busco lo que respira y permanece.




Porque en esta orilla
se escucha siempre la misma canción.
Los mismos cuerpos caen, se levantan, huyen,
los mismos rostros se hacen y deshacen.

Ya no hay un sitio posible.




Pero, ¿quién habla? ¿Quién vive en mí?

¿Quién responde desde el otro lado?

¿Quién pregunta y calla?




Yo sólo veo lo que regresa y parte,
                    lo que regresa y parte.


(Fragmento del libro Los Jardines del Aire, El Mono Armado, 2012).




3 comentarios:

Hernán Schillagi dijo...

Diego: muy buena la historia. Me llama la atención cómo lográs escarbar en tu memoria hasta llegar a las verdaderas raíces del poema. Ya que un poema no empieza con el primer verso ni con la idea. Es, quizá, un germen que vamos portando y que de pronto despierta e inmediatamente queremos contagiar a los demás.

Por otro lado, destaco la necesidad de no "repertirse" de libro a libro. Algunos poetas encuentran -honestamente- su voz y le sacan el jugo hasta la cáscara. Creo que lo hacen por comodidad o conformismo.

Apuesto por los poetas que hacen una relectura crítica de su obra anterior para apoyarse, sí, pero no pero no para autoplagiarse. Dinamitar lo anterior como un gesto, como una poética mutante, como un aire que, de otro modo, se tornaría irrespirable.

Gracias por tu historia, y mucho más por tu poema.

Fernando G. Toledo dijo...

Que Diego cuente la historia de su poema resulta especialmente interesante, debido a la particular naturaleza de los textos que escribe. Algunos de sus libros están compuestos por un solo poema o por poemas largos, o en todo caso por poemas que se complementan decisivamente unos con otros. Conocer, en este caso, la génesis de uno de sus poemas, entonces, permite asomarse también a su poética toda, a espiar en la hechura de esos textos tan vibrantes y atravesados, casi siempre, por una honda idea rectora que el poeta va intentando agotar aunque, al final de la excursión, en las manos sólo quede el eco del silencio.

Anónimo dijo...

lo han dicho todo ...solo me resta...diego..ES MI AMIGO..!