La Dalia Negra y otros poemas
criminales, de Melisa Mauriño. Ed Al Filo Ediciones, Buenos Aires, 2019, 100 págs.
Hay un
cuerpo sin vida. Un cuerpo asesinado. Es el de una mujer. Con la fórmula
típica, ya célebre, de la novela negra –noir–, empieza La
Dalia Negra y otros poemas criminales, el último poemario de Melisa Mauriño.
El cadáver de una mujer hermosa nos espera desde la primera página. Quizás
incluso desde antes.
Para
atravesar este libro tendremos que sumergirnos en su mundo como si fuésemos
nosotros mismos sus personajes. Deshojar, como la flor a quien le preguntamos
sobre un posible amante, las numerosas facetas del asesinato de Elizabeth
Short, mejor conocida como La Dalia Negra, víctima de uno de los
femicidios mejor conocidos de los Estados Unidos y también de los más
incognoscibles, ya que, a pesar de la cantidad de pistas, hipótesis y pericias
recopiladas en torno al caso; continúa todavía irresuelto.
El cuerpo de Elizabeth Short fue descubierto en un baldío por una mujer y su hijita de tres años en un estado de mutilación salvaje: tajeado, desangrado, seccionado al medio, con los intestinos arrancados y dos cortes profundos desde los labios hacia las orejas en lo que se conoce como «la sonrisa de Glasgow» (que muchos conocemos por la imagen del Joker interpretado por Heath Ledger en la película The Dark Knight). La truculencia del crimen es proverbial y muy lejos de ser apta para seres impresionables. Quien haya acudido al libro en busca de imágenes sosegadas y de una belleza sencilla, hará bien en detenerse y optar por una obra más convencional. Pero hay mucho que ganar si continuamos. Un coro de voces nos habla desde sus páginas. Voces que nos interpelan sin rodeos desde un más allá extrañamente cercano, voces que nos tratan de «cariño», de «mamá», acaso confundiéndonos con otras personas, pero sin fallar en atraparnos y conducirnos lenta e inexorablemente al centro de su historia como espíritus de una ficción gótica que se aparecen ante nosotros para revelarnos los pormenores de su muerte y alcanzar, a través nuestro, algún esbozo de justicia.
El cuerpo de Elizabeth Short fue descubierto en un baldío por una mujer y su hijita de tres años en un estado de mutilación salvaje: tajeado, desangrado, seccionado al medio, con los intestinos arrancados y dos cortes profundos desde los labios hacia las orejas en lo que se conoce como «la sonrisa de Glasgow» (que muchos conocemos por la imagen del Joker interpretado por Heath Ledger en la película The Dark Knight). La truculencia del crimen es proverbial y muy lejos de ser apta para seres impresionables. Quien haya acudido al libro en busca de imágenes sosegadas y de una belleza sencilla, hará bien en detenerse y optar por una obra más convencional. Pero hay mucho que ganar si continuamos. Un coro de voces nos habla desde sus páginas. Voces que nos interpelan sin rodeos desde un más allá extrañamente cercano, voces que nos tratan de «cariño», de «mamá», acaso confundiéndonos con otras personas, pero sin fallar en atraparnos y conducirnos lenta e inexorablemente al centro de su historia como espíritus de una ficción gótica que se aparecen ante nosotros para revelarnos los pormenores de su muerte y alcanzar, a través nuestro, algún esbozo de justicia.
Una de las primeras sensaciones que nos domina al aceptar el pacto y dejarnos llevar entre sus páginas, es que los poemas de La Dalia Negra parecen haber sido escritos en una lengua extranjera y que el texto que llega a nuestras manos no es otra cosa que una traducción o doblaje cinematográfico. No me cabe duda de que esto obedece a lo que Melisa comenta en la Nota al lector que, a modo de postfacio, explica cómo comenzó a escribir los textos: «la voz de Elizabeth fluyó libremente...», dice, invitándonos a pensar en el carácter mediúmnico de esta –y de casi toda– ilocución poética, pero también elaborando un complejo artificio. Al ir borrando la figura autoral subsumiéndola a la de una mera transcripción y traducción de voces extranjeras, quien escribe se vale de una estrategia ambigua, próxima a la del asesino experto que oculta sus huellas para evitar la captura.
No es específicamente una técnica modernista pero causa
un efecto análogo. Como dice T. S. Eliot en su ensayo La tradición y el
talento individual: «El progreso de un artista es un autosacrificio
continuo, una continua extinción de la personalidad...». Un proceso de
despersonalización y uso de máscaras dramáticas para evitar expresar
constantemente las proximidades del mundo del «yo».
Otro elemento que vamos a encontrar repetidamente en
nuestra lectura de estos «poemas criminales» es el de la escisión. Así
como el cuerpo de Elizabeth Short fue partido al medio, este libro consta
necesariamente de dos partes. El primer poema lo explicita: «Partida en dos,
el torso / arqueado en el éxtasis mortal / los brazos hacia atrás, cariño
/ abrázame antes de que ocurra...». Las partes, al principio, no parecen
formar una unidad acabada. «¡Dejen de tomar fotografías! / algo está mal, no
encajan / las partes...». Esta afirmación va a ir transformándose, pero
primero atendamos a los detalles, al artificio que está aquí, preparado para
nosotros.
Los títulos de los poemas tampoco coinciden del todo con
el resto del texto. Nos extraña que estos poemas-monólogo, declamados desde el
punto de vista de las víctimas (salvo uno, el del asesino de Short), estén
titulados con frases impersonales, más propias de actores externos –como la
prensa sensacionalista–, que de los protagonistas de la historia. Acá también
tenemos una escisión, una apropiación del relato por parte de terceras partes,
que solo se remedia con la contraparte poética. El poema «The most beautiful»
debe su título a una frase de un teatro de Hollywood, que declaraba que por sus
puertas pasaban las chicas más bellas del mundo. Sin embargo, ya desde la
primera línea, la voz de Short hablándole a Matt, su prometido muerto durante
la Segunda Guerra Mundial, nos devuelve a la situación lírica. Short reclama
para sí su cuerpo, su recuerdo, sus sensaciones. Y necesita hacerlo porque su
asesinato la ha despojado de todo.
«La guerra no termina / jamás, simplemente le han dado
/ otros nombres / como a mí...». Estas líneas bellas y dolorosas revelan el
estado de mutilación interminable al que fue sometido el cuerpo y la persona
misma de Short: la tortura, muerte y mutilación física operada por su asesino;
una nueva mutilación que acapara la verdad sobre los detalles de su muerte, a
cargo de los médicos forenses; una tercera, el cierre del caso en estado
irresuelto y, finalmente, aquella efectuada por el periodismo, que reescribe la
historia completa de Short y hasta le asigna un apodo (The Black Dahlia), que es por el que se la conoce popularmente. En
el poema homónimo, que nos interesa particularmente porque es el único donde se
filtra la voz del asesino, se dice «van a adorarte, venderán / tu fotografía
hasta que dejen / de buscar y sólo te recuerden / como un mito de mujer...».
Hablando de mitos, prestemos atención a la imagen de las
estrellas que en estos poemas funciona siempre de manera ambigua. En la
mitología grecorromana era usual que aquellos mortales que se habían destacado
particularmente a los ojos de los dioses, o aquellos a quienes les acaecía una
catástrofe particularmente injusta, fueran rescatados, convertidos,
inmortalizados y convertidos en constelaciones e inmortalizados, más próximos
al Olimpo que a los demás humanos. Algo parecido sucede en la leyenda reciente
de la Dalia Negra. Su paso al estrellato, que ella tanto deseaba, se produce
recién post-mortem, y no como una artista o actriz de cine, sino como la obra
de un artista-asesino que deja como legado un cadáver espantoso, pero también
espectacular: «No es obra de Dios esa mueca / terrible, arrancada a la
fuerza / de mí, no es mía: es la sonrisa / de mi asesino...».
No es casualidad que sea «Black Dahlia», el poema que
lleva el título más parecido al del conjunto, el que más nos acerca a la idea
de que la autora, como sospechábamos, se vale de un procedimiento criminal.
Mediante el ocultamiento del hecho literario bajo una apariencia de transcripción
o verosimilitud (un procedimiento típico de la narrativa realista) y la
reescritura de las notas del femicidio, parece reapropiarse nuevamente de la
voz de Short, convertida una vez más en la Dalia Negra. ¿Será por esto
que el título del volumen especifica poemas criminales y no poemas
sobre crímenes? También nosotros, los lectores, representamos nuevamente,
cómplices y morbosos, las horas últimas, las fatales, con especial lujo de
detalle. Pero ya no importa cuántas más muertes deba atravesar su figura.
Es ella misma quien viene a recuperar sus despojos. Esta vez, su voz se impone
sobre la del asesino y exclama: «Mi nombre es Elizabeth Short...». A pesar
de los títulos, a pesar de los autores y sus nombres, es el poema quien debe
sostenerse a sí mismo y hablar.
Así empieza el libro, con la recuperación que Short hace de su voz (en primera persona), de su nombre y sus apodos verdaderos, de sus recuerdos y hasta de lo sucedido al momento del crimen. Y digo «empieza», porque nada de esto alcanza su sentido completo hasta no avanzar a la segunda parte del libro; los otros poemas criminales, que nos recibe con un epígrafe que pertenece al poema «Hacia la noche» de Philippe Soupault y dice: «Y todo lo que debía desaparecer / todo lo perdido / hay que volver a encontrarlo / por encima del sueño / hacia la noche...». Se trata, entonces, del mismo movimiento en el que nos envuelve la primera parte: uno de recuperación. Por supuesto, en un orden distinto que aquel de la pérdida. El fenómeno irreversible de la pérdida material y de la muerte, ¿puede revertirse o, al menos, atenuarse, en el plano del arte, de la imaginación, del símbolo?
Así empieza el libro, con la recuperación que Short hace de su voz (en primera persona), de su nombre y sus apodos verdaderos, de sus recuerdos y hasta de lo sucedido al momento del crimen. Y digo «empieza», porque nada de esto alcanza su sentido completo hasta no avanzar a la segunda parte del libro; los otros poemas criminales, que nos recibe con un epígrafe que pertenece al poema «Hacia la noche» de Philippe Soupault y dice: «Y todo lo que debía desaparecer / todo lo perdido / hay que volver a encontrarlo / por encima del sueño / hacia la noche...». Se trata, entonces, del mismo movimiento en el que nos envuelve la primera parte: uno de recuperación. Por supuesto, en un orden distinto que aquel de la pérdida. El fenómeno irreversible de la pérdida material y de la muerte, ¿puede revertirse o, al menos, atenuarse, en el plano del arte, de la imaginación, del símbolo?
«Soy una mujer pez...», dice Starr Faithfull, dueña de la voz que nos
enfrenta dulcemente en el poema «Mermaid»; otro caso que la prensa sensacionalista
supo rapiñar, enfocándose en la vida disoluta de la víctima, y que, como el de
Short, no llegó a ser resuelto. En el universo de este libro, Faithfull consuma
su obsesión con el mar y las embarcaciones dejándose convertir en una criatura
fantástica, híbrida (mujer-pez), y a la vez retrocediendo a la niñez: «sus
lenguas turquesa al amanecer / lamiéndome como si fuera / completamente nueva
otra vez / una niña que escucha con atención...». La regresión a estadios
antiguos como la infancia es un motivo recurrente en este poemario que persigue
justamente la restitución de lo irrestituible, una posible solución a la
entropía que se percibe injusta. No es casual que la última línea de los poemas
de Short se dirijan a su madre y a sus memorias de la infancia: «¿Recuerdas
los inviernos / en Florida?...». De la misma manera, en el poema «Bella en el
Olmo de las Brujas», la voz de aquella mujer muerta a la que, junto con la
vida, le ha sido arrebatado el nombre, el rostro y hasta la mano que le fue
cercenada, reaparece asimilada a una voz colectiva que surge de la naturaleza: «el cántico embrujado del bosque resuena / como un aquelarre que se inclina
/ para adorar a su dios...».
¿Hay, en el regreso a formas primigenias, anteriores, de vida, alguna idea
de superación? ¿O es simplemente la cara que nos presenta la muerte, que nos
arranca de nuestra existencia individual para fusionarnos nuevamente con los
elementos de la naturaleza y la memoria colectiva? Nos vamos acercando a las
preguntas centrales de este poemario: qué hay detrás de esa transformación de
mujeres vivas –actrices, prostitutas, enfermeras–, en mujeres-estrella,
mujeres-pez, mujeres-bosque. ¿Hay algo más que la pérdida de una individualidad
en acto, que se nos presenta como preciosa e irrecuperable? Si hay una
respuesta en estas páginas, no es unívoca ni cerrada, está hecha de los
fragmentos –que no encajan y posiblemente nunca lo harán– de las voces, los
cuerpos, los indicios, de las muertas a las que este libro rinde su homenaje.
En contraposición a los discursos analíticos y pretendidamente objetivos de
la criminalística, la medicina y el periodismo, identificados con la
apropiación agresiva que el femicida hace de su víctima –y que llega a su punto
álgido en el proceso de disección y mutilación del cuerpo– y, sin duda alguna,
con el universo masculino, lo que se ofrece aquí es el movimiento contrario. El
de la síntesis. Acá ya estamos lejos de «la estrategia del asesino» que
reconocíamos en el registro lingüístico. Lejos de culminar en una verdad
monolítica, La Dalia Negra nos regala un episodio coral, una gala
tétrica de máscaras que no temen presentarse como fantásticas, subjetivas o «hechas de la misma materia de los sueños». Su potencia no radica en la
precisión sino en la combinación: el coro de las sirenas, de las brujas del
bosque, de las constelaciones. El universo femenino que los pensadores y
cronistas del pasado no quisieron nunca individualizar: siempre a la sombra de
los que hacen la Historia (demiurgos-asesinos-artistas-sujetos de discurso),
siempre animales mitológicos (atadas al ciclo reproductivo y por ello más
bestiales que racionales, con suerte musas inspiradoras, con suerte objetos de
discurso), siempre atadas al destino de las demás. Siempre pétalos sueltos o
ramo de flores. Siempre fragmentos o masa indiferenciada. Nunca el justo medio
que se arroga la figura del varón: la del individuo pleno. En esa debilidad
aparente, Melisa percibe, en cambio, una fortaleza y una promesa, como dice el
coro de la «marcha de las novias» en el poema que cierra el conjunto: «porque
no somos de nadie / porque seremos libres / como espíritus cuyos cuerpos / han
sido arrebatados / con odio...»; se está afirmando, a la vez, con la
delicadeza cruel de la lírica que anima a este texto, que la libertad no
necesariamente resulta aniquilada por la pertenencia a una comunidad. Que el
todo es más, mucho más, que la suma de sus partes.
Berlín, mayo de 2019.
*Prólogo publicado en el libro La
Dalia Negra y otros poemas criminales.
***
Un poema de
La Dalia Negra y otros poemas criminales,
de Melisa Mauriño.
Through these portals pass the most beautiful girls in the world. (1)
Earl Carroll Theatre, Hollywood
The most beautiful
Matt, cariño
la muerte ha caído
sobre nosotros.
¿A quién pertenece
toda esta violencia del
mundo
sino a nosotros, a
quién
pertenece sino a los
hombres?
Esa chica posando para
la cámara
(para el ojo detrás,
para todos ellos)
delante del Earl Carroll Theatre
en Sunset Boulevard,
soy yo:
recuérdame así
la blusa sin hombros,
la falda
negra asiendo mis
caderas,
¿las recuerdas? El
fragmento
del letrero luminoso
sobre mí: the most beautiful.
¿Era mi sonrisa
acaso demasiado
pequeña?
Él la extendió al
infinito.
Tal vez,
era una chica triste
aún capaz de soñar con
tocar
el cielo con las manos.
La guerra no termina.
Cuando esto acabe
estarás muerto,
habrá acabado para
nosotros
y yo seré otra víctima,
como tú;
recordados así: dos
amantes
tocados por la
fatalidad.
Los aviones se caen,
las bombas
se abren como flores
en el aire de agosto,
1945.
La guerra no termina
jamás, simplemente le
han dado
otros nombres
como a mí. Me he
convertido
en una celebridad,
en Hollywood todo el
mundo
me conoce; han visto
ellos
también la blancura de
mi cuerpo
abierto sobre el
césped,
sonriente.
Guardaré tus cartas
junto a la fotografía
de aquella cena
cuando sujetaba tu
brazo
adornada con esa dalia
blanca
en mi escote. Guardaré
la sensación de tus
manos
prendiendo la flor
a mi vestido esa noche.
El corazón palpita
entre las nubes.
Matt, cariño
después de la guerra,
después
de tanta muerte, ¿qué
nos queda
sino una fotografía
donde las manos
se entrelazan, felices?
(1) A través de estos portales pasan las chicas más hermosas del mundo.
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