Jardinero del lenguaje
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Pedro Luis Barcia, presidente de la Academia Argentina de Letras. |
En tiempos de depredación verbal, de catástrofe
léxica, de caos idiomático, los guardianes del lenguaje parecen personajes
descastados. Son vistos como aureolados por la petulancia, y sin embargo,
parece, buscan todo lo contrario: buscan cuidar la lengua como una planta
débil, pero también preservar sus mejores brotes.
Algo de esa tarea, la de un jardinero del idioma, es
la que lleva a cabo Pedro Luis Barcia, presidente de la Academia Argentina de Letras y miembro de la Real Academia Española. El académico, nacido en Entre
Ríos en 1939, pasó por Mendoza durante la última feria del libro provincial para dar
dos charlas que tuvieron a la poesía como eje. La primera, trató de las miradas
que sobre el Martín Fierro propusieron Leopoldo Lugones y Jorge Luis Borges. La
segunda, presentada por la SADE local, trató sobre «El valor de la lectura».
Antes de su visita, Barcia se prestó a un diálogo
que recorrió no sólo los temas de sus conferencias, sino cuestiones como la
evolución del lenguaje español, la deficiente cultura lectora de los argentinos
y hasta cierta chusmería literaria surgida recientemente.
–Comencemos por la primera de las charlas que ofreció
en Mendoza. ¿Cuál es la imagen que ofrecen, por un lado Lugones y por otro
Borges, de la obra de Hernández, y qué aspectos revelan de la misma con sus
propios textos?
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El Payador, de Lugones. |
–Lugones, con El Payador (1916), editado con motivo
del centenario de nuestra independencia, propone la promoción del libro de Hernández
a nivel de poema épico nacional, y a sus dos partes las avecina a Ilíada y
Odisea. Es un esfuerzo por prestigiarlo y, al tiempo, darnos un fundamento
cultural nacional en un libro paradigmático. El intento del cordobés es
excesivo, aunque noble. Borges, en cambio, dice que si hubiéramos elegido
Facundo como texto canónico, otro sería nuestro destino. Para Borges, Fierro es
una individualidad, un gaucho malo, que no encarna dimensiones nacionales. No
ve la obra como un poema épico sino como una novela en verso. Borges desajusta
su visión del personaje a partir de prejuicios que dejan de lado la letra del
texto. Pero ve con claridad la distinción entre poesía gauchesca y poesía
folclórica, que otros no vieron.
–La otra charla habló sobre «El valor de la lectura».
¿Está, como parece, olvidado ese valor en la actualidad?
–El eje de mi charla es el conjunto de aptitudes,
destrezas y valores que comporta el hecho de leer. Existen formas del
analfabetismo curiosas como: las de leer sólo textos que consuenen con nuestra
ideología, pues mata la motivación de la tolerancia y el diálogo, que es base
de la democracia, y leer es dialogar; la de leer sólo un género de literatura,
lo que lo priva a usted del resto de manifestaciones que hacen a la riqueza de
la cultura humana; el leer sólo los contemporáneos, le borra el sentido de
continuidad de lo humano y del legado y herencia. En fin, son formas de
estrechamiento espiritual en lugar de liberación (liber, libro y libre) y
amplitud. Cuando presenté los tres tomos de las Obras completas de Borges,
anotadas por Costa Picazo, dije que debían llevar una faja que dijera: «Evite
el Alzhéimer: lea a Borges». Sus paradojas, ironías, falacias, ambigüedades,
plurisentidos, silencios, estimulan la actividad del cerebro y lo mantienen en
vilo y dinámico. Ese es otro valor de la lectura. Las estadísticas señalan que
en nuestro país se lee medio libro por habitante y por año… es penoso.
–¿Cree que la escuela argentina, en sus diversos
niveles, estimula debidamente la lectura en los niños?
–Las estadísticas de nuestro Ministerio de Educación
han señalado que algo más de la mitad de los egresados del secundario no tienen
lectura comprensiva, hecho gravísimo para la inserción social y la vida
democrática: un pibe pierde un empleo porque no entiende las consignas para
llenar la solicitud, y no digamos si debe presentar una nota solicitándolo. La
escuela ha dejado de lado varias cosas, tal vez porque debió atender a otras
que no le eran propias, debido a las necesidades sociales.
–¿Qué cosas específicas ha dejado de lado la
escuela?
–Hay varias realidades: a) no se organizan programas
de lecturas graduadas y en totalidad, a lo largo de primaria y secundaria: el
caudal de lecturas ha descendido en los últimos diez años en un 70%; b) no se
desarrolla la oralidad de los chicos, que ocupa el 85% de la realidad
comunicativa cotidiana, el resto es gesticular y escribir; c) se ha reducido,
por disminución de lecturas y exigencias, el caudal léxico del muchacho. Hace
una década, manejaba unas 2.000 voces en la práctica oral, hoy está en los 700
vocablos. El empobrecimiento verbal afecta al pensamiento: el pensar se
estrecha con la reducción de palabras que se manejan. Si el joven no puede
expresar («soltar lo preso») por la palabra, lo hace por el sopapo, la piedra o
la violencia varia. Esa pobreza lingüística lo hace un ciudadano de segunda, un
disminuido para la defensa de sus derechos.
–A esta obra de la Asociación de Academias le
faltó tiempo de discusión y elaboración. Para a la Gramática le
destinamos 15 sesiones; al DPD, 10 reuniones, y a la Ortografía:
dos. Cuando presenté en la AAL
la Ortografía, comencé con una frase definitoria: «La opcionalidad es el
cáncer de la ortografía». Antes de que se editara nos hicimos oír por los
medios, con nuestras disidencias. Es el código del idioma que debe ser
más firme y general, con la menor cantidad de excepciones posibles. No es así,
lamentablemente: hay tantas opcionalidades que no tiene fuerza de ley, lo que
despista y apampa al usuario. Una vez que aprendimos a decir «licua» y no «licúa»,
nos dan la opción. Es el código más descalificador socialmente hablando. La
gente no advierte las faltas sintácticas, pero la mala ortografía lo pone a uno
en el banquillo. Los casos de confusión para el «solo» intildado (que no es lo
mismo que inacentuado) son escasísimos y casi siempre la ambigüedad se disuelve
por el contexto. La próxima edición debería ser muy castigada en pro de la
unidad. Cabe decir, también, que ha habido muchas reacciones adversas a las
propuestas porque no se conocen los fundamentos, que el texto académico da.
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Borges y Bioy. |
–Recientemente asistimos a una polémica sobre
ciertos dichos de la señora María Kodama sobre Borges y Bioy Casares. ¿Qué
opinión le merecen? ¿Cuán importante, según su opinión, fue la amistad
literaria y personal entre estos dos autores para las letras argentinas?
–La amistad literaria entre ambos fue asimétrica,
pues quien aprendió de su amigo mucho del arte de escribir, fue Bioy. No son
comparables ni en la calidad (el talento creativo de Borges y su dominio de la
lengua es impar), ni en la coherencia (en cuanto a mantener un alto nivel
creativo a lo largo de su obra, Bioy es desparejo); ni en la influencia en la
literatura nacional y mundial: Borges es el mayor de los nuestros en este
ámbito. Lo segundo, creo que la publicación del Borges, póstumo, de Bioy no fue
feliz. Lo que alimenta es la chismografía literaria. María Kodama es centro de
vapuleo porque boga o porque no boga. Pero lo esencial es que a todos nos
gustaría tener los derechos de «Georgie», y cuando ella marca territorio,
genera molestias. Si hay abusos, lo dirimirá la justicia. En esta polémica
ambas partes se han ido de boca. Pero estas disputas son ajenas a la axiología
literaria.
El habla de los argentinos
–La Academia Argentina de Letras investiga, entre
tantas otras cuestiones, acerca del habla de los argentinos. ¿Qué
particularidades puede compartir con nosotros sobre algunos «argentinismos» que
la Academia haya aprobado recientemente?
–Le paso algunos de los que acabamos de aprobar, y aún tienen calorcito de horno: abrochar (embromar,
perjudicar), bacha (de baño), sacabollos (chapista especializado), bolonqui
(quilombo), boludez (hecho torpe, tontería; cosa fácil de hacer; cosa ni
importancia, nimiedad: como se ve nuestra «boludez» es rica semánticamente);
combi, conchero (el de las bailarinas), estrolar (chocar o golpear contra
algo), fragote (rebelión militar, de Fraga: y situación complicada, armada
intencionalmente), legislatura (en tres sentidos que no usa España), peludo
(difícil, complicado), tunear: modificar el aspecto del auto según el gusto
personal del dueño: producirse mucho una persona), yeite (habilidad o pericia
especial, viene del latín y de allí al portugués y a nuestra lengua). Si esto
no es el pueblo, ¿el pueblo dónde está?
–Un aspecto que siempre resulta llamativo a la hora
de analizar la lengua española es el caso de los insultos. ¿Son de insultar los
miembros de la Academia? ¿Se cuida la corrección también en las puteadas, o es,
digamos, un terreno liberado para la experimentación idiomática?
–Hasta ahora no he oído en las sesiones esa
presencia. Quiero señalarle que yo no me rasgo las vestiduras frente a esa
materia: la estudiamos, la definimos, la codificamos. Le damos trato
profesional. Suelo ser quien propone estos elementos en la Comisión del Habla
de los Argentinos: los diez sinónimos de «pene» o las treinta expresiones para el
verbo «copular», en mi Diccionario fraseológico. Pero, como el que estudia un
virus, no lo anda uno desparramando en la plaza: es en la plaza donde se
cultiva y recoge, y en la AAL se lo estudia. La puteada es munición de alto
calibre que hay que preservar para las ocasiones oportunas donde ella resulta
funcional y no cabe otra cosa que darle salida a esta explosión categórica del
idioma. La radio argentina, sobre todo la vespertina, avanzó últimamente con
retahílas de puteadas y groserías en cadena. Eso perjudica a la funcionalidad
del insulto y de la palabra gruesa, porque la reiteración los hace banales,
insignificantes, vacíos de carga semántica contundente. Nuestro país es el
único en Hispanoamérica que ha generado dos diccionarios de insultos: Puto el
que lee, de Editorial Barcelona, que es de una notable exactitud asistida por el
humor, y Diccionario de injurias, Editorial Losada. Esa presencia revela la asiduidad
de uso. Así como en nuestro Léxico del dinero, registramos doce acepciones del
verbo «coimear» (aceitar, embadurnar, facilitar, etc) lo que revela que está
institucionalizada la actividad.
Clásicos y contemporáneos
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Rubén Darío. |
–Usted es un especialista en Rubén Darío. ¿Vislumbra
entre nuestros poetas a un autor contemporáneo que esté a la altura literaria
del guatemalteco? ¿Le interesa la poesía o los poetas argentinos
contemporáneos?
–No veo a nadie en el horizonte que pueda cumplir en
nuestros días la doble función de Darío: la renovación total de la lengua
literaria y, con ella, las formas de la prosa (cuento, crónica, novela,
periodismo, etc), más pesantes , y las del verso en el Modernismo. En su
momento, Huidobro «mató la lengua materna», como él decía, y dio un vuelco
notable con su creacionismo; luego, Neruda, con su poderosa creatividad; en
nuestros días, Juan Gelman, y su poder sincrético del verbo, pero ellos han
sido los revolucionarios en el verso. Darío fue «el último libertador de América»,
como lo llamó Lugones, en prosa y verso. Y por ello, le valió la imagen de Max
Henríquez Ureña: él generó la inversión del camino del oro: la vuelta de los
galeones. Por otra parte, la nueva
narrativa hispanoamericana, cumplió la liberación en la prosa y el retorno de
estos otros los galeones. Fui, desde muchacho, un devorador de poesía, y
gracias a mi buena memoria, generé una rica antología portátil, de la que
conservo dos terceras partes. Hasta que el señor alemán haga estragos en
mí. Hoy, releo a mis preferidos (Marechal, Borges, Machado).
Pero leo poco a los nuevos poetas, y lo siento. Pero tengo una sola vida y dos
academias ad honorem, es decir, de concepción argentina: la cultura es
impagable.