por Hernán Schillagi
Una tenue mujer de provincia, hija de un carpintero, que apenas alcanzó a cursar el primero de la secundaria va y compra una remera verde para su hijo de 10 años. Llega a su casa, envuelve al niño como si la prenda fuera una hoja de parra, lo abraza fuerte y le dice al oído: «Verde que te quiero verde».
A ese niño que era yo, sin aviso, la poesía lo había tomado por asalto. Mi vida, por lo tanto, ya no sería la misma. Qué sucede, entonces, cuando la poesía pierde su estatuto de «arte elevado que se expresa con palabras» para rozarse de igual a igual con el lenguaje cotidiano; qué pasa, además, cuando la forma seudocarcelaria del poema se abre y el autor es un ente anónimo borrado por una maraña de frases mundanas.
Los asiduos lectores de poemas -los raros, como encendidos lectores de poemas- que empezamos anotando versos sueltos en la contratapa de las carpetas, en los diarios íntimos, en las puertas del baño del colegio; sabemos que la memoria se nos fue contaminando, saturando de versos potentes que tomaron vida propia, y saltaron con furia de un soneto a la más desaguisada conversación con un hermano en el momento justo de no saber qué hacer ante los trámites de una herencia: «No nos une el amor, sino el espanto…». ¿Y Borges? ¿Y Buenos Aires? Bien, gracias.
Es que existen, desde tiempos remotos, versos repetidos por los simples mortales (no interesan aquí los eruditos que pueden recitar el Mio Cid en castellano medieval) que son portados en la garganta como el último trago de agua, ante una realidad desértica que nos cubre de cardos y ortigas. Lo insinúa Daniel Link cuando habla de la poesía de Arturo Carrera: «Sí, los versos (sueltos) son una voz inmemorial que canta desde el fondo de los tiempos, un laberinto de pura pérdida que sobrevive en nuestra memoria como la sola promesa del canto, y por eso los recordamos...». Sin embargo, los versos que se dicen casi con inocencia no actúan de manera conclusiva y sabihonda como sí lo hacen el refrán o las frases populares del estilo «Dime con quién andas y te diré quién eres»; sino que un verso incorporado arremete con acierto para zanjar caminos en un diálogo que amenaza con cerrarse y repujar, además, en el metal de los silencios hasta dejar una marca difícil de ser olvidada: «Me gustas cuando callas porque estás como ausente…»; y como en La caída de la casa Usher, un secreto comienza a mostrar su primera grieta. ¿Será por eso que «Cultivo una rosa blanca»?
En el prólogo a El tesoro de la lengua, Ariel Schettini propone realizar «Una antología (razonada) de los versos que se grabaron en la lengua y perdieron su autor (su contexto, su valor de acontecimiento histórico, para contar, ahora, una historia verdadera: pura actualización, puro fuera de contexto, pura posibilidad de redención, a cada momento que se los recita) y se volvieron creaciones de la misma lengua…». La poesía no pide permiso, y mucho menos un verso suelto que desborda vigencia cuando es pronunciado en medio de una transacción comercial por la simpática almacenera que nos tacha de su libretita diciendo: «¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!». El lenguaje, retribuido (ya que fue la cantera donde el poeta buscó) y, de paso, mucho más valioso. No por nada el mismo Schettini nos dispara: «porque un poema existe cuando genera un efecto de verdad».
Por lo tanto, una pregunta irreverente me viene acicateando desde el comienzo: ¿Un poeta escribe con minuciosidad toda una enorme obra para que sólo quede un verso aislado en los labios de la gente, que además ignora su autoría? Termino de escribir el interrogante y el cursor titila malicioso en el blanco de la pantalla, porque intuye que sé la cruda respuesta. Pero es que, como dice Santiago Kovadloff en Sentido y riesgo de la vida cotidiana: «El hombre se ahoga en la literalidad. El hombre es incapaz de vivir sin respirar el aire renovador de la metáfora…». Poetas, vates con el modem desorientado: «Esto es amor, quien lo probó, lo sabe». Además, en un mundo cada vez más aturdido de palabras sin reversos ni sorpresas, donde un coro de toses desafina la última noticia del naufragio; inhalar y exhalar un verso viene a ser el paf que nos abre el pecho y nos devuelve a una realidad diferente, al menos más fácil de respirar.
Lo dicho, hacer un aporte anónimo a la lengua popular con un verso suelto, intoxicar el habla de todos los días con el aire fresco de las imágenes y comparaciones inesperadas, quizá sea uno de los pocos logros concretos de la poesía (y de los poetas) en estos últimos dos mil años. Duele decirlo, pero esas son las cenizas que quedarán de nuestros poemas, aunque tendrán un sentido: «Polvo serán, mas polvo enamorado» [1].
[1] Sin caer en una contradicción, tan sólo por el vicio de citar a los autores y los poemas de donde son extraídos los versos sueltos y para que el lector vuelva a sentir el placer de releer algunos de estos textos, aquí van las referencias:
«Verde que te quiero verde…» de Federico García Lorca en «Romance sonámbulo», de Romancero gitano.
«No nos une el amor, sino el espanto…» de Jorge Luis Borges en «Buenos Aires», de El otro, el mismo.
«Me gustas cuando callas porque estás como ausente…» de Pablo Neruda en «Poema 15», de Veinte poemas de amor y una canción desesperada.
«Cultivo una rosa blanca…» de José Martí en «Poema XXXIX», de Versos sencillos.
«¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!» de Amado Nervo en «En paz», de Elevación.
«¡Esto es amor! quien lo probó, lo sabe.» de Lope de Vega en «Soneto 126», de El arte nuevo de hacer comedias.
«Polvo serán, mas polvo enamorado» de Francisco de Quevedo y Villegas en «Amor constante más allá de la muerte», de El Parnaso español.