por Bettina Ballarini
(Colaboración especial para El Desaguadero)
Me gusta la propuesta de escribir la historia de uno de mis poemas. Al menos en mi caso, todo poema ha nacido de una experiencia vital y, más allá de cualquier retruque teórico sobre la distancia estética y el «yo» lírico, no sé escribir lo que no he vivido. Desconozco si eso me hacer mejor o peor escribiendo poesía o si, en fin, me hace poeta. Solo algunas experiencias de los sentidos –sobre todas las de los ojos y los oídos- me provocan el desafío que se concreta palabra.
Contaré la historia de un poema que no tiene título y que pertenece a Sin fundación mítica, un poemario sobre Mendoza -mi maceta más que mi tierra- publicado en 2003 por Libros de Piedra Infinita, emprendimiento editorial mendocino dirigido por Fernando G. Toledo y Hernán Schillagi.
Antes que nada, quiero aclarar que desde niña amé el desierto y que no puedo dar un por qué razonable si a alguien se le ocurriera pedírmelo. Pero sí puedo reconstruir el origen de este amor. Tenía cerca de ocho años y los Reyes Magos me habían traído una de esas cámaras fotográficas que obtenían fotos absolutamente cuadradas. Una amiga de la familia nos llevó entonces a mi camarita y a mí por primera vez a la Fiesta de las Lagunas del Rosario en Lavalle.
El camino me resultó tan largo y polvoriento como si hubiéramos viajado propiamente por el Sinaí para cruzar a Egipto. Hasta esperaba ver la Esfinge con la nariz partida. Por aquel tiempo mi imaginación estaba llena tanto de películas sobre el Antiguo Egipto como de novelas de Julio Verne que me leía mi hermano, y quería ser arqueóloga o algo parecido para encontrar tesoros ocultos bajo la tierra. Por supuesto, documenté minuciosamente con fotos todo el camino y cada imagen que me sorprendía los ojos. Recuerdo que lo que más me impactó del trayecto fue que el colectivo corcoveaba y oscilaba a uno y otro lado por una brecha –que llaman picada- abierta en la arena y que algunas personas aparecían de la nada de entre los médanos de los costados y se subían al vehículo cargados con bolsos y niños en brazos. Yo preguntaba dónde estaban las casas, porque no podía ver ninguna construcción donde vivieran. Solo arena, guadal, arbustos y algunos algarrobos que salpicaban el paisaje y de los que colgaban unos extraños y abigarrados nidos que luego supe que eran de catas. Hasta que me señalaron una casa típica del desierto y casi se me fue un rollo de fotos. Paredes y techo tramados con ramas de arbustos y «chicoteados» con barro hasta formar una estructura compacta y flexible. Y la ramada, un techo de cañas como una galería, que da la necesaria sombra a la entrada de la casa y que es el espacio de reunión. También recuerdo que, desde aquella primera vez, siempre vi muy azul el cielo del desierto.
En el entorno de la que llaman la Catedral del Desierto, la del Rosario, una capilla colonial encalada y con puertas de algarrobo talladas a cuchillo, se celebraba la popular fiesta a la Virgen del Rosario. Cerca, bajo toldos de carpa, los famosos bodegones, sostenidos por palos irregulares y nudosos, los lugareños y los turistas comían asado de chivo, empanadas y bebían o bailaban folklore, o escuchaban a los tonaderos que floreaban a lo mendocino las cuerdas de sus guitarras o apostaban a una riña de gallos o a un partido de truco. Más allá, el cementerio con cruces de hierro forjado en arabescos y también talladas en algarrobo y adornadas con claveles de papel crepé. Todo el bullicio secular vibraba a la par de los sacros rezos y letanías a la Virgen. Fue mi primer encuentro con el desierto y con sus pobladores, muchos descendientes de huarpes según indicaban sus apellidos. El socavón de lo que había sido la gran laguna del humedal de Guanacache brillaba cubierto no de agua sino de gramilla. Algunas gallinas «belichas» picoteaban por allí mientras perros flacos las espantaban y luego se metían entre la gente.
Una mujer muy anciana, inclinado sobre un telar su rostro cuarteado de arrugas y sus dedos sarmentosos, tejía colores «chillones»: fucsia, amarillo maíz y verde. En la trama, iban apareciendo flores. Pregunté que por qué tejía flores si allí no había flores. Me dijeron que las sacaba de su alma. Algo que no he comprendido sino mucha vida después. La ansiedad fotográfica ya había agotado hasta mi rollo de reserva; sin embargo, esa imagen me ha seguido todo el tiempo. Lo mismo que la seducción del desierto.
Hace unos pocos años, tuve la oportunidad de realizar un proyecto de alfabetización para puesteros jóvenes y adultos de la Reserva de Telteca. Durante los casi tres años que duró, conocí muchas expertas tejedoras. Una, la del poema, Josefa, bordaba flores sobre su tejido ayudándose como molde con una cáscara de naranja que dividía en cuatro pétalos.
Ni las coloridas flores ni las jugosas naranjas se dan en el secano de Lavalle. Pero los telares siguen tejiendo la esperanza.
ESTA MUJER
no comerá en la mesa de los dioses
ni lucirá el collar de algún rito.
Bajo su diaria ramada de chañar
decidirá
luces, sombras, tatuajes
para la lana áspera
que da el desierto.
Sus dedos van a repetir
la danza sigilosa
de siglos de colores
saltando al sol.
Urdimbre. Vertiente.
El telar crece por los ojos.
Hace lo necesario
su esperanza.
Bettina Ballarini, en Sin fundación mítica (Libros de Piedra infinita, 2003)