Sebastián Miranda Brenes. |
por Sebastián Miranda Brenes*
Especial
para El Desaguadero
Ahí estoy de 15 años, en una tarde de vacaciones,
tirado en la sala con mi hermano, seis años mayor que yo. No hablábamos nada
relevante, nos ganaba el sonido de la radio y el silencio constante que se
producía entre nosotros.
–¡Qué loco, Sebas! –empezó diciendo mi hermano– Muchos
amigos y amigas mías ya son papás. No me imagino yo en esas. Me da miedo, la
verdad.
–Yo tampoco –contesté–. De algo de lo que estoy seguro,
es que no quiero tener hijos.
Mi hermano fue sorprendido por la seguridad con que lo
dije y por un intenso rayo de sol que atravesaba la ventana. Vi en su cara la
extrañeza por ese tono firme que poco me caracterizaba a esa edad; y por la
claridad que llegó a encandilarlo. Sin embargo, se guardó todo cuestionamiento
y sólo contestó que él tampoco quería ser papá en ningún momento.
–¿Y qué pensás hacer?
–yo sí que no tuve reparo en cuestionarlo– ¿Te vas a operar?
–No es mala idea –contestó–, sólo que todavía no.
Yo también quedé meditando sobre dicha opción. Así que
le lancé una propuesta.
–Yo estoy sumamente
seguro de eso –empecé diciendo, mientras me acomodaba para que no me diera
directamente el sol– pero digamos que existe la posibilidad de que algo o alguien
me pueda hacer cambiar de parecer. Así que démosle tiempo a eso que llaman
destino, y propongo que a mis veintiocho, si llegamos los dos sin hijos, nos
operemos. ¿Qué te parece?
–Razonable... Me gusta
la idea... Hagamos trato –sentenció mi hermano.
Eso fue lo último que hablamos esa tarde, al pacto
nunca más lo volvimos a mencionar, pero la idea de la vasectomía siguió rebotándome
por mucho tiempo. Tanto así que pasé el colegio, la universidad, las fiestas,
las parejas y no había nada ni nadie aún que me hiciera cambiar de parecer.
Sólo un susto con una de chica casi me tira abajo todo, cuando me dijo: «Sebas…
tengo un atraso».«¡El destino, como le dije a mi hermano!», pensaba yo, cagado
del susto. Pero luego todo volvía a la normalidad y me decía a mí mismo: «¡Cuando
llegue a los veintiocho!».
En las reuniones de amigos, siempre era el desatino,
cuando salía el tema a relucir y aparecían los futuros padres, orgullosos de dos
o tres. Las futuras madres, de uno, máximo, pues dos son muchos. El otro que
hablaba del deber de hacer patria. Las otras que decían que para llegar a
realizarse como persona había que tener al menos uno. Y mientras yo y algún o
alguna otra persona desentonando y creando controversia.
Igualmente no faltaba aquella señora que te decía: «cuánto
tengás tus hijos, lo entenderás». O el escándalo que se formaba en la casa con
la abuela, las tías, los tíos y mi madre, cuando salía el tema y uno declaraba
abiertamente la idea. Entre el barullo sólo se alcanzaba a escuchar «pero, ¿cómo?
Si los hijos son la mayor bendición…»; «no digas nada, que si Dios quiere, nada
puede contra eso»; «te vas a perder un regalo maravilloso» y «cuando te casés,
¿no le vas a dar hijos a tu mujer?». Pero a pesar de todo esto, seguía
empecinado.
Llegó diciembre de 2010 y con él, el aguinaldo. Tenía 27
y me faltaban escasos dos meses para llegar a la edad pactada. Mi hermano en
ese tiempo seguía sin niños, pero se había ido del país y llevaba una vida muy
distinta para preocuparse por hijos, por operaciones o pactos de los que nunca más
recordamos. Así que me dije: «bueno, tengo la plata, no tengo hijos y dos meses
no es nada. Digamos que tengo 28, y todo arreglado». Así fue como lo hice.
Busqué doctor, saqué cita. Le comuniqué a mi pareja, quien estuvo muy feliz por
la decisión, le dije a mi mamá (a quien le partí el corazón con la noticia), y un
poquito antes de lo establecido, en otra tarde asoleada, cumplí el trato.
Un mes después de la operación tuve una sensación
consoladora, un alivio que trajo la necesidad de hablarle a él o a ella.
Explicarle al hijo que no iba a tener la razones del por qué de esa decisión. Esa
seguridad desde antes de los 15. Era a la única persona que realmente merecía
una detallada justificación. Y no hablo de arrepentimiento, ni culpa. Se
trataba de tener un dialogo sobre por qué no quería que él llegara acá, a pesar
de que entendía todo lo que no viviría. Así que comencé a escribirle un poema,
transportándome hasta diferentes épocas de mi vida, y en cada una de estas etapas
mis diferentes yo le escribieron una
pequeña carta, que luego tomé y compilé en Cartas
al hijo que no tuve.
Cartas al hijo que no tuve
«no tengo
hijos, ¿acaso es un crimen?»
Juan Carlos Mestre
Juan Carlos Mestre
Diciembre 2010
Le di la espalda
a tu primer paso
a descubrir todo con tus ojos
me privé
de correr con vos
de tus preguntas
la risa por mis muecas
el beso de buenas noches
no existirá entre ambos
tus verdades serán ajenas
así como tus errores
tu ausencia
tu abrazo
Diciembre 2030
Camino solo
crecen los árboles
el parque se llena de risas
acumulo cariño como polvo
Diciembre 2040
Quise mantenerte lejos
del sol desnudo
de los animales llevados a lo extinto
de la multitud caminando sobre el llanto
deseé que fueras libre
que habitaras otro mundo
Diciembre 2050
Como acto de amor
me negué
a que fueras terrestre
(de Antimateria, colección
Cuadernos AmerHispano, 2013 y Editorial Public Pervert 2014. México)
(*) Sebastián
Miranda Brenes
Nace en San Pedro de Barva,
Heredia (Costa Rica) en 1983. Estudió
Química Industrial. Es escritor y Gestor Ambiental y Cultural. Es miembro fundador de la Asociación
Cultural TanGente, proyecto que
forma parte del Corredor Cultural TransPoesía, entre Argentina, México y Costa
Rica. Ha participado en Festivales Internacionales de Poesía en Cuba, Guatemala,
Nicaragua, México y Argentina. En 2013 publica su libro Antimateria,
dentro de la Colección Cuadernos AmerHispanos, (en San Luis Potosí, México) y
en 2014 por la editorial Public Pervert, Chiapas, México.
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