Patricio Foglia. Foto: Gustavo Gottfried. |
Por Patricio Foglia
especial para El Desaguadero
Cuando escribí este poema, todavía vivía
con mi abuela y mi papá, en nuestra casa en Lugano, a tres cuadras de la
estación. Mi abuela tenía noventa años y se sentaba, todos los días, al lado de
la cocina para tomar pavas y pavas de mate. Yo, me acomodaba con mis cosas en
la mesa de madera, a unos metros, y leía mis apuntes de la facultad.
Al principio, intenté escribir sobre cómo,
con toda claridad -al menos para mí- mi abuela se sumergía en su memoria,
literalmente en esas aguas como un buzo táctico, nadando hasta el fondo del mar
para volver, después de un rato, con algún comentario. Como si acabase de salir
del océano, con su mano extendida, habiendo logrado rescatar algo único y
luminoso, una moneda imperial o una extraña almeja que me enseñaba fascinada.
Mi abuela me decía cosas como:
–¿Sabías, Patricio, que cuando era chica mi
madre nos purgaba a todos en casa? Nos daban un líquido verde y espeso, y
nosotras lo tomábamos, siempre en septiembre, me acuerdo, pero eso ahora ya no
se hace…
Y después volvía encantada a su paseo
marino.
Los poemas sobre abuelas que buceaban no
llegaron nunca. Lo que apareció en cambio fue otra imagen: una playa solitaria
y un caminante. Preferí no encapricharme, dejar que el poema crezca por sí
mismo: seguir, yo también, el recorrido del hombre de la escafandra.
La
escafandra
Desde el muelle, parecía tener unos
quinientos años
Primero vi algo informe
acercándose
desde lo alto de un médano
y después descubrí
un antiguo traje submarino
que avanzaba con dirección a las aguas, al
calor
del atardecer en la playa
(de La escafandra, Mágicas Naranjas, 2015)
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