por Hernán Schillagi
Cuentan que
Amado Nervo, desde muy niño, ya garabateaba sus primeros poemas. Había
aprendido antes a leer sin ayuda con un libro de recetas de su madre. En una
ocasión, la hermana le encontró unos versos y se los leyó a toda la familia en
el comedor. Nervo corrió azorado a esconderse, mientras su padre escuchaba los
poemas con el ceño fruncido. Pienso que la escritura
de un poema, entonces, es un azar programado, más que un arrebato de
inspiración. Quiero decir que, en un principio, al ser expuestos, nos
avergüenza más lo propio que lo robado. Un poeta tarda décadas en reconocerse
como tal. Con esto, no estoy
descubriendo el agujero del mate de la poesía. Cuántas veces habremos oído la
frase que le otorga un porcentaje mínimo a la chispa y el resto a la transpiración.
Aunque es mejor decir que el poema «nos salió» todo de golpe, a confesar que
perdimos tardes y noches enteras con una infame veintena de versos. Sin embargo,
¿cuánto tiempo se puede rumiar una imagen hasta que toma forma de idea y se
encuentra finalmente con una música? Semanas, años, tal vez.
El
poema se va componiendo en el cuerpo, en la memoria cotidiana, inaudible se forma
en la boca; hasta que nos sentamos y tenemos todos los elementos al alcance de
la mano. Luego de visitar durante meses a Ezra Pound al neuropsiquiátrico donde
estaba confinado, Juan Forn cuenta que Elizabeth Bishop necesitó las noches que
caben en siete años para escribir el hermoso e inquietante poema La casa de los locos es de papel y
testimoniar así el modo en que el poeta había vivido por dentro este encierro. Por consiguiente, versos iniciales, o
remates prometedores brotan -en apariencia- inexplicablemente. Algunos vates,
por eso, desvarían y hablan de un momento de éxtasis creativo. El idioma
entero, no obstante, está ante nuestros ojos y se nos antepone para poder alcanzar
al poema. Así, necesitamos luego dejar en reposo ese puñado de versos, como
proponía certeramente el poeta Francisco
Gandolfo: «Observarlos como bichos raros; / olvidarlos hasta comprobar que
existen. / Excepcionalmente dejarlos como están, / es decir, como nacieron». Es
claro, a veces fantaseamos con que el encuentro entre las palabras, ciertos
encabalgamientos sorprendentes y algunas acrobacias verbales son producto de lo
fortuito, pero no. Se originan a través de una estructura previa tan lúcida
como invisible al momento de escribirla.
Por
lo tanto, a diferencia de la narrativa, es solo con el texto poético que toma
forma el «plan». Así, el poema es mapa desplegado y destino al mismo tiempo. El
objeto textual (y material) siempre resulta ser borrador y borroso, un
prototipo que se echa a andar de todos modos, pero funciona a la perfección.
Por lo mismo, a los poemas les cuelgan el sambenito de ser confusos: en cada
palabra hay una falta, o una señal a escala. Dificultades de la poesía, que le
llaman. Por eso, Sandro Barrella aclara: «El poema, el objeto al que uno dedica
su atención aun cuando no está escribiendo. Pero para cuando esto sucede ya hay
una historia personal, un registro en el que se ha perdido, quizás, el
comienzo, aquel primer impulso…». Lo dicho: no hay arrobamiento en la poesía ni
arranques de inspiración, hay un arduo trabajo, una lucha racional con el
lenguaje, tanto interno como también externo y que deja un espacio para que el
azar se motive y se dispare. Porque es sabido, lo que logra escribirse en un
papel es únicamente la sombra, o el eco de lo que nos habíamos imaginado. No
por nada, Borges se sorprendía que el romántico Edgard Allan Poe hubiese
escrito todo un «método compositivo» para crear El cuervo, su poema más famoso, para negar irónicamente la creación
espontánea.
Entre el atleta y el bailarín, propone Susan
Sontag, la diferencia es que el rigor en el deporte se muestra como un valor: «Hacer
visible el esfuerzo es parte del alarde…». Por el contrario, concluye que la
danza misma: «Es la representación de una energía que debe parecer, en todos
los sentidos, ilimitada, natural…». Al igual que el que sigue paso a paso una
receta de cocina y quiere agradar a los de su casa, el poeta no revela su arduo
trabajo, solo lo ofrece metamorfoseado en palabras. Aunque, de vez en cuando,
tenga que salir corriendo como Amado Nervo, pero hasta la pizzería más cercana del
barrio de la literatura. Así, cocineros de nuestro propio destino, no tendremos
más deudas y podremos estar finalmente en paz.
***
Menciones
-Adúriz, Javier y otros: Dificultades de la poesía. Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2010.
-Borges, Jorge Luis: Obras completas (Tomo III). Emecé, Buenos Aires, 1996.
-Forn, Juan: «El arte de perder». En: Página 12, Buenos Aires, 14/04/2014.
-Gandolfo, Francisco: El búho encantado. Interzona, Buenos Aires, 2005.
-Sontag, Susan: Cuestión de énfasis. Alfaguara, Buenos Aires, 2007.
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