Hombre que escribe una carta bajo una lámpara art noveau. Postal. Bélgica, 1924. |
por Fernando G. Toledo
Hay poetas constantes y poetas estacionales. Los primeros, claro está, escriben siempre, donde y cuando sea. Suelen ser prolíficos y no hay día, hora o clima que perjudique o beneficie su escritura. Otros somos más bien poetas «estacionales»: lidiamos durante todo el año con la prosa de los días, del trabajo y las obligaciones, y, quizá porque necesitamos tener los músculos de la lírica descansados, solemos escribir poemas sólo cuando estamos de vacaciones. A Gustav Mahler le pasaba lo mismo cuando quería componer. Debía dejar a un lado las obligaciones propias del mejor director de orquesta de su tiempo para, recién entonces, imaginar y poner en partitura esas sinfonías oscuras, estremecedoras y hermosas que trazó en sus retiros veraniegos de Steinbach o Maiernigg [1].
Ser poetas estacionales, y cuya savia de versos se estimula en el verano, nos pone a la altura de los insectos. Esto sucede cuando, bajo la lámpara que nos acompaña en las «rondas nocturnas» a la caza de un poema, somos de pronto golpeados por un bicho volador. Al levantar la vista descubrimos el enjambre de desquiciados seres que giran como satélites perdidos alrededor de la luz, criaturas que golpean el farol, que incluso sacrifican sus pobres vidas breves con tal de tocar –como ícaros que no aprendieron la lección– esa irresistible fuente de energía.
Es cierto que lo primero que hacemos al interrumpir nuestra faena es combatir esa invasión. Usamos las manos o el insecticida. Cerramos la ventana o, ya en el límite de la desesperación, apagamos la lámpara. Allí es cuando descubrimos a nuestros semejantes: no lo sabíamos, pero habíamos estado haciendo lo mismo. Como los insectos, los poetas aparecemos ex nihilo en las noches, bajo las lámparas que guían nuestro desorbitado vuelo. Fabio Morábito dice que siempre se escribe en silencio, aunque haya ruido a nuestro alrededor [2]. Creo que también siempre se escribe de noche, con la guía de una luz tenue que no lleva a otra parte más que a su propio resplandor. Cada verso es un golpe contra el candil. El canto de la mano corre con violencia un insecto que se ha pegado al papel –o a la pantalla de la computadora portátil–, y corre de algún modo lo erróneo de otro canto (lírico), el que estamos escribiendo.
Si no estuviéramos inmersos en el mundo parasitario de la poesía, la luz apenas nos serviría para iluminar el camino. Pero somos poetas estacionales, insectos, bichos de luz, y queremos más que eso. Hacemos lo que Horacio Castillo escribió, tal vez bajo el haz de una lámpara larvada, en ese magnífico poema: «...luchamos, sí, / pero apenas por un poco más de luz, / la dignidad de haberlo intentado» [3]. Entendemos que hay un daño implícito, pero como Jacobo Regen («Sé dura, oh luz, conmigo») preferimos lastimarnos («hiere profundo, profundo») [4].
Y sólo de a ratos, en medio de un verso recién escandido o al concluir un poema, al percibir la mañana que despunta, miramos de nuevo la lámpara y nos llega una oportunidad. Ahí están los versos o la página en blanco; ahí, la incandescencia. Y hay que decidirse. Tendremos que elegir entre chocar contra el destello o sobrevivir a la próxima noche.
Notas
[1] De la Grange, Henry-Louis. Gustav Mahler. Akal, 2014.
[2] Morábito, Fabio. El idioma materno. Gog & Magog, 2014.
[3] Castillo, Horacio. «Apenas por un poco más de luz», en Por un poco más de luz. Obra poética 1974-2005. Brujas, 2005.
[4] Regen, Jacobo. «10», en Umbroso mundo. Fondo Editorial de Salta, 2013.
5 comentarios:
Hermosas palabras y sentimientos que desde el sur de nuestro país comparto ¡Gracias!
¡Muchas gracias, Fernanda! Por leer y compartir.
Interesante texto.
Yo me considero poeta, sin embargo, para mí la poesía es una especie de “revelación carnal”, es decir, no puedo escribir de manera sistemática, ordenada y constante, sino cuando ese “Élan” que nace de mi carne me impulsa a engendrar mis obsesiones, puede ser dos días seguidos, o dejando un tiempo, no lo sé, o como me ha ocurrido desde niño: mi cuerpo ha sido el soporte donde lo poético ha instalado su tabernáculo. Desconozco la métrica, la rima y otras reglas, solo presiento el éxtasis de un eros primitivo, lejano y primigenio. Muchas veces siento la necesidad de “dar a luz” lo inefable poético en la escritura, otra veces me resisto ya que lo poético esta mas allá de la escritura: olores, texturas, fluidos del cuerpo etc.…o quizás mas allá de estos, en la Nada misma.
Me reflejo en la naturaleza brutal del insecto porque necesito de lo abyecto para relanzar mi vuelo poético. “….me gustaría convertirme en el primer insecto poeta”
JORGENSEN
estimado fernando.
felicitaciones por el blog. ¿ el poeta crea su poesía a partir de la nada, o necesita de la técnica o palabras que ya aprendió, o puede tomar palabras o metáforas de poemas ya existentes para darles un nuevo sentido?
JORGENSEN:
Gracias por tu reflexión. A pesar de que ella pareciera entroncarse con algunas de las analogías y metáforas que utilizo en el texto, no pudo sentirme cercano a tu mirada del poeta como el depositario de una «revelación». Creo más bien que el poeta se parece a un buscador de oro. Hay en su búsqueda y en su técnica una manera de llegar a ese tesoro oculto, y él lo pone a la luz. Pero es un tesoro palpable, producido por la tierra. No es «revelado»: es, más bien, «desenterrado».
Un gran saludo.
RENÉ:
Muchas gracias por tus salutaciones. Ciertamente, es imposible que nada surja o se cree «ex nihilo» (de la nada). Cuando digo tal cosa lo digo como una hipérbole: de pronto, el poeta que estaba oculto, sale al campo de batalla de las palabras aunque no hayamos visto que estaba ahí. Como los insectos, que de pronto, en las noches de verano y al encender la luz, aparecen aunque no sepamos de dónde han salido.
En cuanto a las preguntas, en efecto: palabras, técnicas, metáforas, formas a partir de otras formas, todo se hace a partir de otras hechuras. Porque crear es, en realidad, antes que nada, destruir.
Un gran saludo.
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