viernes, 9 de agosto de 2013

La historia de un poema de María Teresa Andruetto




De Torino a Barcelona, hay un puente que cruzar...
 
por María Teresa Andruetto

(Especial para El Desaguadero)


Mi padre era turinés, llegó a Argentina antes de los treinta, armó su vida aquí, y nunca quiso regresar. A comienzos de los noventa, fui a visitar por primera vez a mi tía y mis primos, días de intensa vida familiar en los que no sabría decir si era yo o era él quién estaba con los

suyos. Regresé en 2003, después de un evento literario en Berlín, antes de seguir viaje a Barcelona; había descubierto a precio inmejorable, un ómnibus que podía llevarme desde Torino. Mi prima estaba preocupada por las condiciones de aquel ómnibus – «es para ilegales», me dijo- y por el insólito precio del pasaje, que se compraba ahí nomás, como si se tratara de un urbano. Arriba había ecuatorianos, cubanos, peruanos, gitanos, marroquíes y eslavos, desechos periféricos en la Europa de 2003. Mi prima quedó en el andén, con la mano en alto. Como sucede cuando se viaja, uno sale antes que el vehículo se ponga en movimiento, sale ni bien sube y se sienta, el ómnibus (o el avión) todavía no ha partido pero nosotros estamos ya en otro sitio, conversando con el pasajero a nuestro lado, metidos en un libro, en las cuentas que quisiéramos pagar o en la novela que nunca escribiremos. A mi lado, un muchacho muy joven, casi un niño, con el que hablé buena parte del viaje en un idioma extraño un poco español, un poco italiano, un poco inglés. Se llamaba Alexander y era ucraniano, me dijo. Su familia había tenido una fábrica de ropa en Sebastopol, siempre habían vivido bien, pero luego algo pasó en su país y perdieron todo; todo menos la casa. Así fue que la madre se instaló en Torino para limpiar un albergue y el padre en Gerona como jardinero; Alexander hubiera querido quedarse en Ucrania cuidando su casa, pero la familia había decidido que lo hiciera su hermano, que tenía catorce, y que él saliera también en busca de trabajo. En eso estaba ahora, en viaje a Gerona, para reunirse con su padre. El padre vivía con otros dos ucranianos en una pieza en la que pensaba instalarse también el hijo. Le habían dicho que se ganaba bien allá y además, la pieza era grande, podían caber ahí los cuatro. Cada tanto yo miraba hacia el andén y descubría que estaba todavía en Torino y que mi prima, allá abajo, levantaba la mano. En algún momento del viaje, que duró aquella tarde y su noche, Alexander me dijo «hablo tres lenguas, ucraniano, moldavo y rumano, pero eso no sirve en España». Eso sí que es ser inmigrante, pensé, hablar varias lenguas y convertirse, de un plumazo, en analfabeto. Lo último que recuerdo antes de dormirme, es el paso por Niza; cuando desperté estábamos en un parador en Gerona. Bajamos. Alexander compró una porción de tortilla, levantó la mano y se fue…, yo regresé al ómnibus y anoté un par de frases en una libreta. Después, en Barcelona, transformé al muchacho en una chica, por razones musicales hice que la madre se mudara a Milano, trasladé al padre a Valencia para que la diáspora fuera mayor, y escribí Muchacha de Ucrania / 2003 (*).



¿Cómo van en tu tierra las cosas?, pregunto.
Siempre peor, me responde, es todo una mafia.
Mi prima allá abajo levanta la mano. La chica
se llama Alexandra y va a trabajar a Gerona.
Tiene a su padre en Valencia y a su madre limpiando
un albergue en Milano.

                                                 Su hermano,
que cumple catorce, se ha quedado en Ucrania
cuidando la casa. Hablo tres lenguas, me dice,
ucraniano, moldavo y rumano, pero eso no sirve
en España. En el bus van gitanos, letones y húngaros,
y esta chica que tiene a su madre en Milano.
También va una mujer de Trujillo que no tiene
papeles, me lo dijo comprando el pasaje. Hay
un sitio mejor y está lejos.

                                                 (Por la tarde
                                                 he llamado a mis hijas.
                                                 No estaban)


                                                Yo quería quedarme
cuidando la casa, me dice la chica de Ucrania,
pero es mejor que se quede mi hermano.
Conversando, he olvidado que estoy todavía
en Torino, que el bus no ha arrancado,
que mi prima allá abajo levanta
la mano.


Sueño americano, Caballo negro editora, 2009

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