(Especial para El Desaguadero)
El
poema elegido está incluido en mi último libro editado, La familia china. Forma parte
de ese conjunto que irrumpió y se
fue gestando paralelamente a la escritura de otros poemas como una escritura
secreta. Y digo secreta porque pasó mucho tiempo hasta que la hiciera conocer.
Es que esa irrupción fue desconcertante para mí, que no atinaba a dar cuenta de
lo que en ese momento estaba pasando con mi poesía.
Desconcertante
pero también gozosa. Porque al dejarme llevar por esa nueva música iba ocupando el espacio de la página
(llenando el espacio con letras). Y con la forma del «poema en prosa», con esos
poemas achaparrados y compactos, sentía que me liberaba de esos otros poemas, delgados, casi
raquíticos, y de gran concentración de
mis libros anteriores. Creo que en ese
aspecto tuvo mucho que ver el encuentro con
los textos de Osvaldo Lamborghini, en particular con Matinales. La sonoridad alucinatoria de ese texto obró como un
disparador para la entrada de ritmos hasta entonces nunca abordados por mi
escritura. Lo leí y releí hasta casi memorizar algunos fragmentos; siempre como «poema» y sin reparar en que el
autor y los críticos lo catalogaban como «cuento».
El elemento
oriental fue aportado por «los chinos de acá», como llamaba yo a una
familia que ocupaba un departamento de
la casa donde vivía, en el barrio de Villa Crespo. Encontraba al padre de esa familia -integrada además por
su mujer y dos hijas- en las reuniones de consorcio. Me causaba gracia la
respuesta que ese hombre daba a cualquier pregunta incómoda: «no entender, no
entender», repetía. Pero la frase
quedaba resonando, como un mantra que parecía traducir mi propia
desorientación.
Ese
hombre inspiró el poema elegido para la sección «La historia de un poema», que
fue uno de los primeros que escribí, basándome sólo en ciertos detalles que creí evocaban lo oriental (un ejemplo es
el uso de palabras del tipo «biombo», «bambú», «abanico»).
Lo oriental
así entendido, y como elemento de mediación, también me permitió tomar
distancia y a su vez acercarme de otra manera a un territorio familiar, que no
sólo incluye la lengua del Río de la Plata, sino además una tradición
literaria, con la que trabajé en libros anteriores. Me refiero a ciertas voces
del gauchesco, a Esteban Echeverría, Girondo, Artl, Discépolo. Dentro de esta «familia»,
también se incluyen «parientes lejanos», como Rimbaud o Elisabeth Bishop. Todo
mezclado con retazos de elementos biográficos y de discurso político (este
último encarado en forma panfletaria).
Mezcolanza, entonces. Y también humor, el encuentro de lirismo y humor. Un
humor más emparentado con la sonrisa que con la carcajada –el sonreír de los
tontos-, que a veces roza la ironía, pero que nunca llega a la mueca.
Mi hija
Soledad fue la primera lectora: su entusiasmo me alentó a continuar. Y sus
acertadas indicaciones me sirvieron en la etapa de corrección. Ella me convenció de que el título era el
adecuado, por el doble sentido de la expresión «familia china»: uno, el
evidente; y el otro, el que alude en nuestra lengua coloquial a una
particularidad inextricable. Más tarde, la lectura de Antonio Moro, amigo y
poeta cordobés, resultó fundamental para que pudiera seguir adelante. Cuando
creí que el libro estaba concluido, entregué el material a otro amigo, el poeta
y dramaturgo Alfredo Rosenbaum, quien llevó a escena los poemas, en el Teatro
Rojas.
El
estreno de esa obra coincidió con la publicación del libro, editado por José
Luis Mangeri, en Editorial Tierra Firme. La salida del libro me conmocionó.
Pero asistir como espectadora al estreno y a las sucesivas representaciones fue
una experiencia impactante. Creo que fue gracias a esa conmoción que comprendí
hondamente el sentido de los poemas de ese libro. Hilos Editora lo reeditó en 2012, en una
versión que incluye tres textos inéditos.
*
Cuando las tres chicas se acercan,
el padre cierra
el abanico de sus sentimientos, de
golpe. Tiene
miedo el padre chino de que el calor
de sus hijas
desplanche las rayitas de su alma,
plisadas con suma
paciencia por sus antepasados.
El miedo le hace pitar de una
boquilla elongada
hasta el límite. Chupa del pico el
hombre, y de su
boca evaporada por el humo se
desprenden pensamientos finitos como el perfil de un pez raya. Es
el opio de los pueblos con que carga
su boquilla el
que lo hace descifrar sus
pensamientos en voz alta.
“Esas tintoreras –dice de sus hijas–
calientan la pava
y después yo salgo hecho una
planicie. Qué saben
ellas, tan chiquitas, del trabajo
que costó a mis antepasados imitar el oscuro abanico de las olas, escama por
escama, durante milenios, hasta hacer de
mi alma este biombo musical que sólo
los hombres
chinos saben desplegar con
dignidad.”
Al escucharlo, la más china de las
tres chicas desenrolla el caracol de su rodete en señal de rebelión.
Cae ondulado el bandoneón de su
pelo, y el padre
recuerda
el golpe, seco, de una sombrilla al cerrarse.
María
del Carmen Colombo, en La familia china
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