domingo, 19 de junio de 2022

Una fotografía que habla

 Chicas que escuchaban radioteatros, de María Cristina Alonso.
Editorial Niña Pez, Buenos Aires, 2022, 48 pág.
Ilustraciones: MCA

por Hernán Schillagi*



1. Apenas abrimos «Chicas que escuchaban radioteatros», de María Cristina Alonso (Bragado, 1955), el libro presenta 16 textos intercalados por ilustraciones. Sin embargo, inmediatamente se impone la pregunta (o el desafío): ¿Son relatos? ¿Son poemas? ¿Son fragmentos rescatados de un texto perdido? Ya que, de entrada, la propuesta es observar a través de la lente de una cámara. Distancia necesaria desde el presente para convertir en pasado lo inmediato. Todo parte desde una foto familiar antigua que la autora recibió como un tesoro inesperado. Por lo tanto, mirar el pasado ajeno desde las fotografías y escribir. Escribir e ilustrar. En «El arte del error», María Negroni nos dice: «Uno de los malentendidos más viejos en materia literaria es el que se empeña en clasificar las obras en categorías, géneros, escuelas, allí donde, en sentido estricto, no hay más que autores y artistas...» Entonces, los textos se revelan como «epígrafes extendidos», relatos enmarcados que buscan su punto de fuga en la frágil potencia de la poesía:

En las tardes interminables
mi madre sueña el futuro.
Casi puedo ver ese sueño
en las fotografías
que se sacó junto a sus hermanas
la tarde de la bicicleta.

2. Las historias aparecen como fascinación. Con el incierto poder de detener la muerte y hacernos felices, como lo hacen las fotografías. El radioteatro y sus melodramas de la década del 30 son convocados en estas páginas. Para así soñar en el medio de la zona pampeana, fertilidad y vacío que permiten fantasear con otras vidas y expandir una realidad acotada por el duro trabajo y la vida de campo:  «Soñaban poco, porque era mucho lo que trabajaban / y caían rendidas sobre las sábanas ásperas…». Aunque no aparece, aquí la fotografía es testimonial. Sin embargo, además surge la poesía como un improbable artefacto de memoria registrada: «Pero cuando lo hacían, eran capaces, / las muy locas, de hamacarse en la luna con sus / piernas espléndidas a la vista de todo el universo…». Las imágenes «congeladas» comienzan a moverse por obra y gracia del poder de las palabras (como en el cuento «Las babas del diablo», de Julio Cortázar). Documentar, entonces, la alegría y la despreocupación de unas mujeres a las que no les estaba permitido el esparcimiento. Madres y tías, jóvenes y felices, hablan por boca de la autora. Cristina, por un lado, toma un registro fiel y preciso y, por otro, deja que la imaginación rompa el marco impuesto por el papel fotográfico.


 3. Debido a que toda historia narrada en prosa quiere mostrar un mundo completo, el formato o el envase del verso se convierte en una herramienta para explorar lo fragmentario. Alonso no ve por una ventana, sino que apenas encuentra rendijas, hendiduras de lo posible y, porqué no, de lo imposible. Apoya su oído de narradora experimentada y ausculta: latidos, golpes sordos, restos de frases. Así, logra amplificar el decir de estas imágenes: «La bicicleta levantó vuelo, / voló tan alto aspirando el aire / de la tarde  de otoño…». Vemos que pronto aparece la imaginación, la metáfora que nos traslada a otra realidad para escapar del cuadro, es decir, tanto del campo óptico como del campo real. Esa «bicicleta con alas» se dirige hacia un tiempo íntimo y personal, el de la madre. Ya en la introducción se nos advierte: «Si hay algo que certifica la fotografía es que todo en la vida es efímero y que no hay nada más frágil que la felicidad de un instante…». La narradora se descubre, entonces, como una testigo no presencial, pero que se esfuerza en la omnisciencia para poder entrever los sentimientos y sueños de la madre, en una época donde los mitos estaban aún por nacer:

Las chicas escuchaban radioteatros
en la llanura.
Se amigaban con las lechuzas y hasta habían creído ver
un tigre anaranjado salir de los pajonales.
Un bello y altivo animal igualito
al de un almanaque que colgaba de la despensa.

4. De este modo, el registro pasa de escritural a una modalidad de estampa. Por eso, los relatos están conectados con las ilustraciones: la llanura, el campo, el arduo trabajo, las faenas rurales, los radioteatros, entre otras cosas que van configurando un tiempo en sepia. El libro avanza y los elementos elegidos no son al azar: una bicicleta prestada y de varón sirve, al mismo tiempo, como un apoyo para estas hermanas que posan alegres, pero también como un símbolo de esa libertad tan cercana como negada. Toda bicicleta necesita de equilibrio y dirección, sin embargo, aquí se utiliza para volar. La época es la década del 30 del siglo XX, más precisamente, 1937. Gardel ha muerto ya, Evita todavía no es un heroína popular. No obstante, aparece como una mujer que salió del campo profundo para volar alto. Así, página a página descubrimos el detrás de escena de la ficción de los radioteatros: «Tormentas de papel de celofán y rayos de hojalata…». Pero el paso del tiempo hace que la magia no se pierda, sino todo lo contrario. Como ya leímos, en plena llanura bonaerense, salta un fabuloso tigre de almanaque. Por fin algo vivo y extraño, la belleza en la imaginación en medio de esta superficie plana como una hoja en blanco. La llanura es interminable, al igual que el trabajo rural y los quehaceres de la casa. El espacio para soñar resulta escaso, pero cuando pueden hacerlo, es de manera épica.

5. Hacia el final, el inevitable transcurrir del tiempo se traslada del sueño a la realidad. La rutina, la vejez, las aplastantes tareas hogareñas: «Después, la vida las obligará a nadar en las oscuras /aguas de las cacerolas, / a fregar la ropa, a limpiar los pisos…». Por lo tanto, vuelve la narradora (la poeta, la testigo) y observa desde la lejanía de los años, del espacio, del destino; ya que por ser de otra generación, su vida ha sido muy diferente, con otras libertades, derechos ganados y luchas que han dejado su huella. Sin embargo, hay puntos de contactos: imaginar desde la ficción el mundo, no conformarse con lo que le toca y salir, sonreír ante las adversidades y tomar esa instantánea para afrontar el futuro. De este emotivo y potente material está construido «Chicas que escuchaban radioteatros», como una foto que –una vez revelada– no la podemos dejar de mirar, porque además nos ha capturado.

*Texto leído en la presentación de Chicas que escuchaban radioteatros, el 27/05/2022, en el Teatro Florencio Constantino, de Bragado.

 


 Dos poemas de
Chicas que escuchaban radioteatros,
de María Cristina Alonso

1

En 1937 todavía no había estallado la guerra.
Gardel ya se había muerto en Medellín.
Las voces de la radio se evaporaban en el aire.
Unas muchachas sonreían
mientras el viendo le volaba el cabello.
El mundo se acaba en la línea del horizonte.
Mi madre era joven.
El tiempo parecía detenido.

*

15

El viento trae el eco de la radio encendida en la cocina.
Las chicas que escuchan radioteatros
tienen sueños suaves como las medias sedosas
que no pueden comprar,
y sus polleras, cosidas en la Singer,
florecen en las noches azules de la llanura.
Sueñan con el gran amor que las llevará muy lejos.

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