lunes, 2 de diciembre de 2019

Las palabras íntimas




por Fernando G. Toledo
 

¿Por qué elegimos a un escritor, a un poeta, como nuestro preferido? Decidimos un nombre entre todos y esto se debe a que nos gusta «su obra». Pero, ¿nos gusta toda su obra, o sólo parte de ella? ¿Importa que sea concisa y no frondosa? ¿Sería válido elegir a un poeta como el preferido por un solo libro breve o, por qué no, por un solo poema? ¿Debería ser ese poema un poema extenso (La Eneida, Orlando Furioso, De rerum natura, Eugenio Oneguin, Martín Fierro o, al menos La tierra baldía o Piedra de sol)? ¿O podríamos decir: «Quasimodo es mi poeta preferido por Y de pronto anochece. Los demás poemas no me subyugan, pero ese vale por todos los demás»? Pero si elegimos a un poeta por un solo poema, ¿por qué no hacerlo por un solo verso? O, puesto que estamos llegando a un límite, ¿por qué no preferirlo apenas por una palabra? 

Pensaba en todo esto al releer, no sé si ya por centésima vez, el Poema conjetural de Jorge Luis Borges. Un poema no digamos «único», pero sí «particular» entre su obra; un poema que puede ser parangonado con pocos de sus otros textos. En él, Borges asume la voz de Francisco Narciso de Laprida, en sus instantes finales, cuando una tropa del Fraile Aldao lo persigue para matarlo. El autor de El Aleph no menciona el escenario, pero todo sucede en San Francisco del Monte, en Mendoza, y es el 22 de septiembre de 1829.  

Nada más poético, por cierto, que imaginar a un hombre «casi muerto» y evocarlo con un soliloquio que nos lleva desde el retrato dolido del «destino sudamericano» hasta el drama existencial de la vida fugaz. Pero el poema va más allá del «laberinto múltiple de pasos» que traza un hombre individual: hablar de Laprida le sirve a Borges para convertir su asesinato en una metáfora del tiempo que vivía, y que consideraba bárbaro. 

Pensaba yo, entonces –y ya en el terreno puramente estético–, en que aun con lo genial que pueda parecernos el poema, es el verso final el que le da lustre, el que le permite alcanzar relieve clásico. Laprida acaba el relato de sí mismo cuando por primera vez se empieza a referir a una parte física de su persona, y en el momento preciso en que por una de esas partes se le va la vida. «El íntimo cuchillo en la garganta», dice el verso postrero. Ese es un verso perfecto a la luz de cualquier enfoque: ya sea por lo formal o por la carga de dramatismo con que dota al final del poema; ya por el peso musical de su endecasílabo o por la capacidad sintética de excluir el verbo y aun así hacer aflorar la acción. 

Yo creo que bien podría apuntar a Borges entre mis poetas preferidos. Y que el Poema conjetural también podría estar entre mis poemas predilectos. Además, diría que ese verso final es aquel con el que me quedaría. Y que el único adjetivo de ese verso sería la palabra escogida: «íntimo».

A nadie extrañe que a toda elección de esta índole ese adjetivo, al fin, le calce a medida. «Íntimo». Así son las mejores palabras: nos llegan hasta el cuello.

* * *




Poema conjetural
de Jorge Luis Borges

El doctor Francisco Laprida, 
asesinado el día 22 de setiembre de 1829 
por los montoneros de Aldao, 
piensa antes de morir:



Zumban las balas en la tarde última.
Hay viento y hay cenizas en el viento,
se dispersan el día y la batalla
deforme, y la victoria es de los otros.
Vencen los bárbaros, los gauchos vencen.
Yo, que estudié las leyes y los cánones,
yo, Francisco Narciso de Laprida,
cuya voz declaró la independencia
de estas crueles provincias, derrotado,
de sangre y de sudor manchado el rostro,
sin esperanza ni temor, perdido,
huyo hacia el Sur por arrabales últimos.
Como aquel capitán del Purgatorio
que, huyendo a pie y ensangrentando el llano,
fue cegado y tumbado por la muerte
donde un oscuro río pierde el nombre,
así habré de caer. Hoy es el término.
La noche lateral de los pantanos
me acecha y me demora. Oigo los cascos
de mi caliente muerte que me busca
con jinetes, con belfos y con lanzas.
Yo que anhelé ser otro, ser un hombre
de sentencias, de libros, de dictámenes
a cielo abierto yaceré entre ciénagas;
pero me endiosa el pecho inexplicable
un júbilo secreto. Al fin me encuentro
con mi destino sudamericano.
A esta ruinosa tarde me llevaba
el laberinto múltiple de pasos
que mis días tejieron desde un día
de la niñez. Al fin he descubierto
la recóndita clave de mis años,
la suerte de Francisco de Laprida,
la letra que faltaba, la perfecta
forma que supo Dios desde el principio.
En el espejo de esta noche alcanzo
mi insospechado rostro eterno. El círculo
se va a cerrar. Yo aguardo que así sea.

Pisan mis pies la sombra de las lanzas
que me buscan. Las befas de mi muerte,
los jinetes, las crines, los caballos,
se ciernen sobre mí... Ya el primer golpe,
ya el duro hierro que me raja el pecho,
el íntimo cuchillo en la garganta.

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