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Líneas de una mano, de Santiago Kovadloff (Editorial Vinciguerra, 2012)
Por Fernando G. Toledo
«Lo suyo es siempre», dice Santiago Kovadloff en el verso final de un poema de Líneas de una mano (Editorial Vinciguerra, 2012). ¿Quién es la dueña de esa persistencia? Pues, no es otra que la muerte.
La muerte ronda en cada uno de los poemas de este hermoso libro, que, sin dudas, parece un eco, más sombrío acaso, e igual de inspirado, del poemario anterior de este filósofo y poeta argentino.
Pero si en Ruinas de lo diáfano la idea de precariedad de lo aparente era la que motorizaba los versos, aquí esa misma precariedad –que Kovadloff atestigua, como un cronista de los días– avanza de manera ineluctable hacia la bruma oscura de lo que, pronto o tarde, va a acabar.
El poeta elige un tono crepuscular, de eterna tentativa por atrapar lo que lo rodea y que va derroyéndose de a poco, declinando como la luz del día. Eso lo hace andar con cuidado, y el libro adquiere así, poema a poema, un carácter primoroso, en el que cada texto parece estar escrito en el vapor momentáneo de un cristal que luego el frío o el calor van a borrar con la misma indiferencia con que el viento golpea sobre una moribunda hoja otoñal: «Un sí que es no, puente partido / entre nadie y el que llama; / hilo de voz, deriva, / un aquí hubo y ya no, / tubo en la mano / de uno que se apagó, / vapor, / ausencia oscura».
Si la muerte acecha y el poeta lo advierte, Kovadloff no declama, no llora frente a ella: simplemente se permite ir descubriendo los signos que muestra su ronda eterna y silenciosa, tanto en las cosas que lo acompañan como en su propio cuerpo. El poeta asiste con serenidad a ese destino y detecta todas sus señales, las de la muerte, e incluso sus disfraces, que usa «para hacerme creer, mientras cava y roe, / que nada pasa, / que nada nos sucede»
Líneas de la mano es un libro susurrado y sutil, delicado como una escultura hecha en la arena. Y es esa belleza en apariencia provisoria, tan cercana a lo que quiere cantar, la que nos hace tenerlo entre los libros que cobijaremos con cuidado, para que dure como un eco en nosotros, hasta que se apague al fin, hasta que no haya un nosotros.
* * *
Poemas de Líneas de una mano
de Santiago Kovadloff
Última hora de luz
No hay hora más riesgosa
que esta última hora de la tarde.
Algo se dibuja en todo lo que toca
que no sólo delata mi ausencia venidera
sino mi ausencia de siempre,
mi eterna ausencia actual,
los vacíos que anudan mi cuerpo compacto,
lo que jamás remontaré con las palabras,
lo mucho que deshice,
días inhabitados,
lo que ya no tolero recordar.
Sólo mis muertos vuelven mansos a esta hora.
Sólo ellos saben acercarse y repetir,
con sus voces consumidas,
que ser es siempre a medias;
fervor, estertor, haber podido a medias,
agotarse con las manos extendidas.
La muerte
Hablo de últimos gestos.
De palabras que fueron, sin saberlo, terminales.
Lo que precede, por ejemplo,
al segundo
en que alguien cae fulminado,
roto el corazón al recoger
un pantalón recién planchado.
O al salir rozagante de unas aguas cristalinas
luego de siete largos impecables.
(Era una espléndida mañana de verano).
Ella vendrá, vendrá.
Vendrá envuelta en la luz de lo apacible.
Lo suyo es siempre.
Teléfono
Levanta el tubo, dice sí, un sí agotado.
Un sí que advierte a quien lo llama
que de él nada se espera ni de nadie.
Sí residual, pantano y ruina,
un sí que viene
del silencio consumado,
de allí donde ya nada
esconde su derrumbe.
Un sí que es no, puente partido
entre nadie y el que llama;
hilo de voz, deriva,
un aquí hubo y ya no,
tubo en la mano
de uno que se apagó,
vapor,
ausencia oscura.
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