jueves, 14 de octubre de 2010

Mi pequeño burgués ilustrado




por Sergio Pereyra

 
1. Antes
En una carta de los ’60 dirigida a Guillermo Cabrera Infante donde compara a los escritores latinoamericanos más notables del momento con estrellas de Hollywood, Puig, refiriéndose a Leopoldo Marechal anota: «Jeanette Mac Donald, tan lírica y aburrida». ¿Qué tiene esto que ver con la reseña de un libro de poemas? Algo. Me explico. Mi último encuentro con la obra de Kovadloff fue más bien desdichado, pues Una biografía de la lluvia, pese a sus temas y su agudeza, me produjo la modorra de un Tranquinal. ¿La causa? Justamente su prosa alambicada (que, sospecho -¿proyecto?- era lo que irritaba a Manuel Puig de Marechal). Es que hay que decirlo, así como criticamos un poema por excesivamente prosaico, la prosa con muchos -pero muchos- firuletes suele, en algunos casos, perder efectividad, tornarse in-sopor-table. Con estas prevenciones, entonces, me interno en Ruinas de lo diáfano, precioso libro editado por Nuevohacer.

2. Durante
Con una estructura que suele consistir en la narración de un episodio –por lo común, mínimo- que impresiona los sentidos del sujeto poético y que da pie a la posterior reflexión, en los poemas de Santiago Kovadloff (Buenos Aires, 1942), aun con su elegancia un tanto demodé, hay lírica; concretamente aquella en la que una subjetividad se expone pero que, gracias al trabajo sobre el lenguaje, trasciende. Así, en Precisiones, texto en el que aparece el verso que da título al libro, el yo lírico se gratifica en la visión de los estragos que causa el trabajo del tiempo en las cosas y en los seres. Porque:

Nada está a salvo de la vida.
Porque es vida lo que cava, quiebra y oscurece
vida la humedad, los hongos que florecen
en los altos ángulos pasivos
vida lo que roe
vida lo que hiere
vida ese aliento ciego y sucio
que se filtra en la madera y la deshace
en tu piel y la seca
en el pétalo y lo agota.

Sé que podrán objetarme que algunas de las experiencias del yo no están al alcance de cualquiera («Los entusiastas, no obstante, aportan lo suyo:/ un viaje al Canadá, pesca de río/ o una semana de ópera en Milán»), ergo, no son universales, que se trata de un sujeto eminentemente burgués, y estaría de acuerdo. Ahora, ¿hace falta que aclare que un poeta puede ser un burgués, pero no cualquier burgués es un poeta? Y más importante ¿hay regodeo en estas páginas? Aunque en algunos pasajes –pocos- pareciera haberlo, más numerosos y dramáticos son aquellos en los cuales el sujeto se siente asfixiado por el sistema:

Me secaré, me peinaré,
dictaré las siete clases
impuestas por el día
y en un momento dado
mi fatiga me dirá
(y el vino lento)
que el día se habrá ido
sin brindarme su secreto, si lo tuvo;
sin que yo lo haya vivido
como único que fue;
ese uno, ese único, el tan solo,
un veinticinco que ya no,
algo inhallable. (En el baño)

Incomodidad, fastidio, que en otros poemas deviene angustia lisa y llana: «Mientras subo en ascensor cierro los ojos./ ¿Yo soy este hombre?/ ¿Esto hice de mí?» (Claridad)

Pero esta mirada angustiada no es sólo primera persona, también es tercera:

Ellos sí. Van, vienen precisos por la acera.
Cargan rostros tensos, agobiados.
A través del ventanal se puede verlos.
O mejor: quisiera verlos, ver
en cada uno
qué hay detrás de esa expresión
que a todos los iguala. (Un espectro en el bar)

O sea, que el sujeto poético ve idéntica aflicción en otros. Por lo tanto, es aquí donde hallamos lo general, condición sine qua non para la existencia de nuestro género, puesto que se cuentan por millones las personas capaces de atestiguar la dificultad de abrir las puertas de sus casas para, como toreros, internarse en la arena cotidiana.

Consecuencia no menor de este cautiverio en los engranajes de las obligaciones mundanas, es esa que podríamos denominar «contemplación frustrada», ya que uno de los lamentos recurrentes del yo surge de las trabas a su deseo de observar la vida -la propia, la ajena-, sentir que desperdicia su «don».

3. Después
Si como dice de Beauvoir «la lucidez no es la felicidad, pero ayuda y da valentía», Ruinas de lo diáfano cumple con este precepto. Porque afortunadamente Kovadloff se eleva sobre la futilidad de algunos de sus motivos: «¿Dónde puse mis camisas de verano?/ ¿Dónde, cuando empezaron los fríos?/ Perdido en mi propia casa,/ no encuentro mis camisas de verano» (Esbozo de una pesadilla), y crea una poesía dura, amarga incluso, que sin embargo a la postre ayuda -a ver- y da valentía -para enfrentar-. Y esto en textos de notable hechura que, no obstante el abuso de signos de puntuación que entrecortan excesivamente la respiración y tienden a una lectura unívoca, esquivan, por ejemplo, el uso de imágenes «locas» -que a esta altura convencen a pocos-; textos que hacen de la poesía una realidad compleja en cuya recepción se integran lo sensorial con lo intelectual.



Ruinas de lo diáfano, Santiago Kovadloff, Nuevohacer, Buenos Aires, 2009, 57págs.
Algunos poemas de
Ruinas de lo diáfano



DE VUELTA EN EL CAMPO

Me atraen grandes piñas
caídas junto a un árbol.
¿Qué mejor, me digo,
que iluminar con su hermosura
algún rincón del cuarto?
Las tomo, las pondero,
doy con ellas, complacido,
un paseo por el campo.
Pero luego me detengo,
regreso junto al árbol
y las dejo.

Me pregunté mientras iba
con las piñas en la mano,
cuánto tiempo alentarían
el encanto de esta hora;
hasta cuándo me darían
este fulgor de vida cautivante.

Lo cierto es que mis ojos
no conocen
más que efímeros fervores
y el cuarto donde vivo
guarda muchas
huellas secas
de mis amores de un día:
un cenicero azul, dos plumas blancas,
monedas de Tiberio, cerámicas jordanas
y un lapicero hindú.

Es así: mi corazón
súbitamente se alza,
acoge, abraza
y luego cede y pierde,
como se pierden,
en el lecho muerto de un río ,
las piedras secas, las hojas olvidadas.



PALOMAS

Tan altas, lentas y lejanas vuelan las palomas
que a la distancia parecen aves extrañas,
seres venidos de otro mundo.

Me agrada verlas así, raras, no sabidas,
allí donde nadie espera sino palomas.
Renacidas ante mí,
también el cielo donde vuelan
se transforma y yo,
que tan a mano me veía,
igualmente me transformo
y el día, que tan a mano se mostraba,
se abre de repente, se encrespa, se dilata
y alberga señales de prodigio
como si una ley redentora impusiera
a lo gris, un rumbo luminoso
y prestancia a lo marchito
y voz a lo callado,
y de par en par se abrieran
las puertas que no abrí
y aun mi vida,
a la luz de estas aves fabulosas,
fuera otra, cercana y nuevamente mía.




CLARIDAD

Mientras subo en ascensor cierro los ojos.
¿Yo soy este hombre?
¿Esto hice de mí?

Encerrado en esta caja
de metal y de madera,
ya no me amparan
ni los pasos presurosos
ni el laborioso vértigo del día.
Un hombre sin rumbo
marcha hacia lo alto;
carga portafolio,
mi nombre lo atormenta.
El espejo no refleja: lo denuncia;
atrás quedan los pisos,
abrazos que no di,
puertas perdidas
y cada vez más cerca
las palabras que golpean,
la miseria que sembré,
lo que sé y ya nada aparta
mientras sube el ascensor,
disipa la penumbra
y los ojos con que no miro
todo lo pueden ver




EN EL BAÑO

Cierro el agua de la ducha y pliego la cortina.
Envuelto en el toallón,
dejo correr las gotas por mi cara
mientras miro sin ver la pared resplandeciente
y el vapor que deambula en la luz vaga.

Por la ventana entreabierta,
el estruendo de la calle
sentencia que hoy es lunes.
Me secaré, me peinaré,
dictaré las siete clases
impuestas por el día
y en un momento dado
mi fatiga me dirá
(y el vino lento)
que el día se habrá ido sin brindarme su secreto
(si lo tuvo)
sin que yo lo haya vivido como único que fue
ese uno
ese único
el tan solo
un veinticinco que ya no
algo inhallable.

4 comentarios:

Paula Seufferheld dijo...

Excelente ensayo, a pesar del castigo gratuito a don Leopoldo Marechal, ¿por qué? Bueno, si leer cinco veces el Adán es estar técnicamente loca, moriré contenta en mi insanía.
Coincido con vos: una prosa con muchos adornos es soporífera, más si puede estar cargada de referencias burguesas o intelectuales en demasía (y más que a Marechal yo castigaría a Lezama Lima, vamos a ver si alguno pasa de la pág. 5 de Paradiso). Es un camión de doble acoplado.
Sobre la poesía de don Santiago, me emocionó En el baño, un poema de mucha crudeza y hondura, la misma que tiene Pessoa, quizás el poeta que más admira Kovadloff y a quien ha traducido con tanta dedicación.

Anónimo dijo...

clap, clap,clap! levantavidrios,stereo, llantas, todo.Digo: poemas de lujo!!!.


Gracias por compartirlos,


saludos

Hernán Schillagi dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Hernán Schillagi dijo...

Sergio: con los poemas de "Ruinas de lo diáfano" me pasó lo siguiente: en una primera lectura me parecieron sosos, a veces pretenciosos y con una musicalidad demasiado seca (desapasionada, diría).

Pensaba: ¿cómo es posible que el gran ensayista, el autor del magnífico "Sentido y riesgo de la vida cotidiana", el traductor sensible de Pessoa haga "agua" justamente en la lírica?

Esto hizo que volviera a su libro (al mismo tiempo estaba leyendo el aburrido, pero lúcido "Biografía de la lluvia". Cualquiera que quiera escribir ensayos tiene mucho que aprender de S.K.) y como los buenos vinos (¡comparación burguesa si las hay!), el poemario se me mostró de otro modo, con nuevos sabores: me estaba hablando el hierro de la experiencia y la corrosiva música del que elige oír sin callar. Y la verdad es que, con todo, me encantaron los poemas de don Santiago.

Muy buena su reseña crítica, Sergio. Los argumentos demuestran una lectura febril y atenta al mismo tiempo. Su juego para retorcer la sintaxis y así simular ser un "Pequeño Kovadloff ilustrado" justifican el tiempo que se tomó para escribirla y para dar tan buen resultado.