por Hernán Schillagi
Sin duda,
la poesía es desafío, es decir, la lectura de poemas propone (e impone, por qué
no) una visión oblicua, una musicalidad desacostumbrada y una disposición del
discurso que rompe con la prosa de la realidad de todos los días.
Cuentan que
García Lorca escuchaba muy atentamente recitar a Rubén Darío y cuando este llegó
al verso: «que púberes canéforas te
ofenden al acanto…»; el granadino dijo: «A ver, otra vez, por favor, que sólo
he entendido el ‘que’…». Podríamos concluir que es la anécdota de dos atrevidos
del idioma castellano, ya que solo basta con recordar algunos pasajes que asestó
Federico en su libro «Poeta en Nueva York» para equilibrar los tantos. Pero, por otro lado, ¿resultan tan desafiantes
los poetas en la actualidad? ¿Lo fueron realmente alguna vez? Allá lejos quedó
el deseo de Platón de expulsar a los vates de la polis griega por veleidosos y
delirantes.
Si bien no
existen muchos lectores dispuestos a entrar en el territorio poético (con
malicia se ha dicho que un poema es un cuento flojo con muchos «enter»), el
género hoy está asimilado: se leen poemas de compromiso en actos escolares, se
perpetran frases edulcoradas de lirismo facilongo en los muros virtuales, se
enseña como un fósil de museo en las universidades. Esa «asimilación» de la
sociedad es como la que hacían los Borg, esos personajes de la Nueva Generación
de Star Trek, que tomaban automáticamente y por la fuerza toda la información y
vida de culturas diferentes, pero para hacerlas desaparecer adentro de un «colectivo»
sin identidad propia. «La resistencia es inútil», decían en modo robot. Como
inútil le resulta también a esta sociedad la poesía, por eso la tolera con aire
perdonavidas como algo que tiene que estar presente en concursos oficiales,
despedida de jubilados, o festejos civiles. Queda bien leer unos versos en algunas
ocasiones, la gente aplaude con fuerza como si quisiera aplastar cada palabra amplificada
por el micrófono.
Los poetas,
además, ¿redactan textos para los que no son escritores de poemas? ¿Poesía solo
para poetas? ¿Sueñan los poetoides con lectores eclécticos? Tengo la fantasía
de salir a caminar por la ciudad y preguntarle de sopetón al que vende churros
en la esquina, o a la que cobra el estacionamiento: «¿Te anda haciendo falta
un poema?». La necesidad (poética) tiene cara de jefe. Lo cotidiano, por otro lado, funciona al
igual que un cerco ambivalente: apresa a la escritura tanto como la justifica.
Aunque escribir no deja de ser una posibilidad de ir un poco más allá, correr
los límites hasta ámbitos inusuales. María Negroni lo define como «El arte del
error», donde plantea con lucidez: «La escritura busca siempre lo mismo:
rebelarse contra el automatismo y las petrificaciones del discurso, que cancela
el derecho a la duda, limitando a las criaturas el acceso a su propia
inadecuación…».
Tal vez por eso, el que habla en un poema se reconoce más
en lo material que en lo visionario. Visualizar una frontera en concreto, darle
un nombre y demarcar las limitaciones humanas (con sus defectos y virtudes)
quizá sea el pulso necesario para que se dé ese quiebre o salto entre verso y
verso, un abismo blanco en la página ante los ojos desprevenidos del que lee. Para
llegar a un resultado tan sonoro como gráfico de una búsqueda sin
contemplaciones, los registros en papel (y voz) de un cimbronazo que nadie
advirtió, pero que dejó huellas reconocibles. En una palabra, incomodar. «No
vine a divertir a tu familia / mientras el mundo se cae a pedazos…», decía Fito
Páez en una canción. Porque el desafío, finalmente, es advertir que el poema
verdadero está también afuera y no solo en las palabras. Aunque sin las
palabras de un desatinado poema, la realidad quedaría a merced de ser nombrada
por los que la quieren de un único e insoportable modo.
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